Cada cual en lo suyo José María del Rey
Morató |
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En
la terraza de su casa, sobre la costa del Río de la Plata, el Doctor Ciro
Goyeneche lee una novela de José Saramago: un rey de Portugal manda
levantar una catedral y un fraile inventa un pájaro mecánico con la
obsesión de volar. Toma
mate, escucha música clásica. Es otoño. Cuando mira el mar, recuerda
los tiempos en que escribía cuentos. Sus
escasos lectores comentaban que les gustaban. A veces, los cuentos
despertaban la memoria de cosas de antes, de personajes que, con
frecuencia, se nombraban en las conversaciones cuando hablaban de un
pasado que, más o menos, todos conocían. Otros
lo criticaban. No estaban de acuerdo con su modo de contar. Decían que
inventaba cosas y ellos estaban convencidos de que un escritor debe
siempre decir la verdad. Si
hubieran tenido a mano una buena goma de borrar, habrían quitado algunos
entreveros, todo el alcohol, los juegos de cartas por dinero –¡una
plaga!–, las carreras de caballos con apuestas, los que le habían
salido de garantía a un vecino y tuvieron que lamentarlo. Habrían
borrado a las que se fueron, los que vinieron, las andanzas de los pata-de-bolsa,
uno que tuvo que escapar de noche por una ventana sin tiempo a ponerse
toda su ropa. Vaya a saber cuánta cosa más -en rigor de verdad, debiera
decirse menos- iba a quedar después de que hubieran pasado la goma
censora sobre las hojas. Pretendían
que cada cuento fuera un retrato digno y mejorado de la correcta historia
de esos parajes, como una copia imperecedera de la imagen que aparentaban.
Un espejo que les devolviera como verdad clara y luminosa lo que ellos
querían mostrar y que los gratificara al mirarse reproducidos en esa
superficie exacta y fiel. Decían
que cada cuento debía perpetuar aquel pasado, de una
manera que dejara bien a los pobladores, en especial, a sus madres
y padres, abuelas y abuelos y, sobre todo, a los comerciantes y las
mujeres. No
hay que dar pasto a las fieras, sostenían. –¿Vio
que cuando le sacan una foto, le dicen «diga berenjena» ... dicen «berenjena»
y salen todos bien? Bueno, esto es igual: un cuento que no diga la verdad, no sirve. ¡Es profundamente
inmoral! –dice la profesora de Literatura, hija del jefe de la
estación del ferrocarril, nieta de la primera maestra que llegó al
pueblo–. Tenemos que quedar bien. Él
no entiende ese tipo de razones en un pequeño pueblo que todavía no había
alcanzado a festejar sus ochenta años, pero ya es un tigre con algunas
manchas… como todos. Está
por ahí el álbum de fotos de aquel casamiento en la capilla de la estación.
Los ramos de cartuchos o calas. El padrino los saca del altar mientras la
gente felicita a los novios y se retira de la capilla, porque las flores
hay que devolverlas, enseguida, a la señora de la funeraria que las ha
prestado para adornar el altar. Claro, esa parte -que explica muchas
cosas- no salió en las fotos, no está en el álbum. –¡Gracias,
señora! Gente agradecida y –también hay que decirlo– generosa y
servicial. Recuerda
la película del cumpleaños de quince de aquella chica: baja de un
Mercedes-Benz prestado, en la puerta de la mejor casa del pueblo. Ha
conseguido permiso para filmar. Ha quedado documentado, para siempre, ese
momento estelar. Cada vez que vuelve a ver y a disfrutar el video, junto
con su madre, en el apartamentito alquilado, exclama: –¡Me
parece increíble! «Totalmente
de acuerdo», admite Goyeneche. Conoce
casi todas esas anécdotas. Tiene mucha documentación
Nunca
escribió sobre las cosas que pasaron en el pueblo. Jamás nombró a
nadie, ya fuese muerto o vivo, no colocó una dirección que permitiera
identificar una casa o un comercio, tampoco una fecha. «No haberlo hecho
-piensa- debería haber sido suficiente para que no me hicieran aquellas
críticas». En
el mismo orden de ideas, le dijo a Bruno Cóppola, el profesor de Historia
del Liceo del pueblo, más de una vez: –¿Cuándo
te vas a hacer un poco de tiempo para escribir algo de la historia de
nuestro pueblo? Vos sos la persona indicada. Mirá que todavía vive mucha
gente del tiempo de antes, y cuando ellos falten va a ser más difícil.
No te dejes estar ... Sus
cuentos eran otra cosa. Escribía para disfrutar, y no pretendía
conservar el recuerdo de nada. Como sus relatos eran fantasiosos, pensaba
que los lectores los tomarían así y, entonces, también los disfrutarían.
No pretendía nada más. Un
día, el profesor Cóppola le comenta que ha decidido ponerse a escribir
la historia: desde el primer dueño de esos campos de la costa, año 1736
más o menos, la fundación del pueblo casi dos siglos más tarde y todas
las cosas que fueron pasando hasta estos tiempos de ahora. El
Dr. Goyeneche lo felicita y lo alienta. Promete ayudarlo en lo que pueda. Toman
un café, lo lleva a la casa en su auto y, con gusto, acepta que le ayude
a sacar de la valija del coche: cinco cajas con recortes de diarios y
revistas, cuadernos con anotaciones, fotos, planos, un video de una fiesta
de quince, otro de un casorio. Hasta
un pequeño óleo de treinta por cuarenta de la primera casa de techo de
tejas, con un mirador, en el segundo piso, frente al mar, donde una pareja
disfruta de la brisa de la tarde. |
José
María del Rey Morató
jmdelreym@hotmail.com
2.ª
mención de Honor en Narrativa en el Certamen Internacional convocado por
el CENTRO DE ESCRITORES/AS NACIONALES de Córdoba, Argentina, y publicado
en la antología Camino Literario
2008.
Publicado luego por el periódico El Heraldo, Salinas, marzo 2009.
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