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Caballo entiende
del libro "Cerro Cambará del Queguay"

José María del Rey Morató
jmdelreym@hotmail.com

 

El caballo mira al hombre que viene de las casas. Está quieto, atado al palenque, ensillado y pronto para salir. Las orejas dirigidas hacia adelante, la cabeza inmóvil, los ojos grandes bien abiertos.

Mauro camina hacia allí. Son dos las personas que se acercan. Uno es el Capataz –el caballo lo reconoce, lo ve todos los días–, el otro no sabe quién es: nunca lo había visto. Como no lo conoce, lo mira con cara de pocos amigos... sí, debe ser por eso: ve a un desconocido, una persona que no es del pago, un extraño, pues.

Al forastero le gustan los caballos; pero éste... piensa: «Quizá no haya otro disponible. A esta hora, ya salió todo el personal, en fin, qué se le va a hacer». El hombre que se acerca, duda,  vivió las dos terceras partes de su vida en medio de la campaña y se pregunta: que podrá pensar este caballo,  que lo ve caminar hacia el palenque, inseguro, con cara de desconfiado, recién bañado, ropa limpia -que venía en el bolso nuevo-: el aroma lo delata.«Es el momento de encarar. Bien. Un caballo más o un caballo menos no hace la diferencia».

Debe haber montado en su vida –ahora tiene treinta y dos años cumplidos– vaya a saber, más de cien caballos. No, capaz que unos cuantos más. Pueden haber sido doscientos. ¿Tantos? Más bien que no, doscientos tal vez es demasiado. «No lo sé, nunca me dio por llevar la cuenta desde el primero –tendría cinco años– hasta el día de hoy. Sí, tal vez hayan sido doscientos. ¡Qué me importa cuántos son o cuántos fueron! Nada que ver».

El problema no es con todos esos caballos juntos, sino con éste que está ahí, que espera y mira, que lo tiene ahí delante, que no le saca sus ojos duros y negros de encima. Entonces, él también, se pone a mirar al caballo, tranquilamente, como si tal cosa.  «Caballo espera».

Se le acerca despacio, sin aspavientos. Le toca la nariz, le habla –oz, oz– lo acaricia, le pasa la mano por la tabla del pescuezo y por las crines. Siempre hablándole pausadamente –gou, gou, oz, gou,- bien seguro, con voz grave, nada de risas, ni de gritos.

Desabrocha el botón de cuero del cabresto, que mantenía atado el animal al palenque. Mete la punta de la correa bajo los cojinillos. Toma las riendas –la izquierda debajo, la derecha arriba– entre los dedos de su mano izquierda, con esa misma agarra las crines largas de las cruces. En el tuse no se cortan –está bien– y se dejan largas para agarrarlas cuando uno va a montar, para que el caballo sienta que el que manda es el jinete. Coloca el pie izquierdo en el estribo de ese lado y  se ayuda con la mano derecha sobre el cojinillo. Se eleva, volea la pierna derecha y, así como viene bajando la pierna por el aire, su pie entra al estribo. Ya está  enhorquetado arriba del animal y nada, nada de nada, todo normal.

El Capataz observaba en silencio al forastero. Cuando por fin se convenció de que el hombre conocía cómo tratar bien a un caballo, decidió hablar:

—¿Vio? Es un animal tranquilo. Un pingo especial para trabajar y para lo que usted quiera, basta que lo llame en la rienda. Ya va a ver… El patrón decidió venderlo, porque dice que no le gusta cómo lo mira. No lo quiere, nunca lo ensilla. Pero, ¿sabe qué? El animal se da cuenta, ¿vio?... Bueno, ¿nos movemos?

—Sí, claro. Nos movemos.- «Caballo es un ser especial», reflexiona.

—Bueno, vamos. Hay que aprovechar la fresca de la mañana.

—Bueno, sí… dele. -«Caballo entiende».

 

José María del Rey Morató
jmdelreym@hotmail.com
de "Cerro Cambará del Queguay", 2012

jmdelreym@hotmail.com

 

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Desde la costa: http://delreymorato.blogspot.com

La frontera invisible: http://nortelejano.blogspot.com 

 

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