El ensayo en el
Uruguay |
Aunque a primera vista ello no resulte muy claro, esta selección sigue el criterio temporal fijado por la anterior "Antología del cuento uruguayo contemporáneo" (selección .y notas de Arturo Sergio Visca, Universidad de la República, Montevideo, 1962). Esto es: adopta como punto de partida el decisivo quinquenio que corre entre 1915 y 1920 -uno de los quiebres más nítidos de toda nuestra historia contemporánea- en el que se acumulan, a ritmo velocísimo, fenómenos de tal magnitud planetaria como el fin de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Soviética, acontecimientos de tan decisiva influencia americana como la "Reforma Universitaria." (1918), sucesos nacionales como la instauración del Ejecutivo colegiado! y la constitucionalización de la coparticipación partidaria, corrientes universales como la irrupción multiforme de los "ismos" revolucionarios de la poesía, la plástica y la música, indicios tan importantes como los primeros libros de una nueva generación poética (los de Oribe, Basso Maglio, Sabat Ercasty, Juana de Ibarbourou), eventos, por último, tan justamente últimos, tan simbólicamente epilogales como la muerte de José Enrique Rodó (1917) y las solemnes honras que tres años después se le tributaron. Fijado entonces este punto de referencia, parecería justo indicar brevemente lo que por anterior se prescinde y la razón de las aparentes violaciones al criterio establecido. No es muy abundante (ni muy significativo) el género ensayo en nuestra literatura del siglo XIX. Y esto no sólo por participar de la general modestia de toda ella, sino porque la urgencia, las presiones de la lucha política e ideológica -que fueron en largos trechos de aquel tiempo los númenes de la creación intelectual- intrincan demasiado todo material potencialmente ensayístico con la prosa beligerante, con la polémica, con la crítica de promoción, con la monografía servicial, con la historiografía de imantación nacionalista o partidaria. De cualquier manera no seria erróneo señalar (pese a su inmediato designio) rasgos ensayísticos en (por ejemplo) el "Manifiesto" (1855) de Andrés Lamas, o en "La educación del pueblo" (1874) de José Pedro Varela, o en los muy variados textos políticos de Bernardo P. Berro y de Juan Carlos Gómez. Más claros serian los casos de Francisco Bauzá en sus "Estudios literarios" (1885), de Angel Floro Costa en "Nirvana" (1880) y "La cuestión económica en las Repúblicas del Plata" (1902), de algunas páginas de Julio Herrera y Obes, ("La crisis de la filosofía", entre otras), de algunas de Carlos María Ramírez, de ciertos penetrantes estudios de Martín O. Martínez en los "Anales del Ateneo" (1885), de las conferencias de Juan Carlos Blanco sobre "Idealismo y Realismo" y "La novela experimental" (1882), de los ambiciosos y enfáticos libros de Enrique Kubly y Arteaga "Las Grandes Revoluciones" (1887) y "El Espíritu de Rebelión" (1896). Cabría señalar todavía que en los escritores del siglo pasado que sobrevivieron al momento de irrupción de los creadores del 900, el clima nuevo, más estable y propicio, la madurez, la distancia, hubiera permitido una producción ensayística de carácter más neto que toda la que su juventud pudiera abonar. Es, creo, el caso de las "Cuestiones Americanas" (1907-1912) de José Sienra y Carranza, de "Amérca" (1912) de Abel J. Pérez, de "La acción funesta de los partidos tradicionales" (1918) de Luis Melián Lafinur, de la encantadora evocación de "La Ciudad Acústica" (1927) de Eugenio Garzón y de "El Uruguay entre dos siglos" (1931) de Manuel Bernárdez. Pero lo netamente ensayístico y entre ello lo mejor de una obra es, sobre todo, la situación de Zorrilla de San Martin, no tanto en "Huerto Cerrado" (1900) como en esos dos sustanciales volúmenes que se titulan "El Sermón de la Paz" (1924) y "El Libro de Ruth" (1928), a los que habría que agregar también el póstumo alegato por la causa anglo-romana de "Las Américas" (1945). Con todo, creo que fue la "generación del Novecientos" la que representa la época de oro de nuestra ensayística. Y me parece importante para decidirlo así no sólo la calidad intrínseca de sus representantes mayores sino algunos factores provenientes del clima histórico (estéticos, culturales y hasta económicos) que ya han sido aludidos. Ellos fueron, por ejemplo, la boga indiscutida de la "prosa artística" (tal como ha sido caracterizada); el rasgo todavía primicial de la sistematización de muchos saberes en ciencias e, incluso, la baratura de la edición y la buena voluntad de algunas editoriales francesas y españolas (Sempere, Garnier, Bouret, entre otras) para recoger en volumen los estudios y artículos -en puridad "ensayos"- de los escritores hispanoamericanos. (No tanto, y es triste historia, para pagarlos). En principio, esta promoción, como tal (y ni que decir las anteriores, en bloque), ha sido excluida de esta antología. Se ha seguido tal temperamento incluso con los escritores que han persistido en una actividad netamente ensayística mucho más adelante del punto de partida prefijado, tal el caso de Reyles con posterioridad a su regreso al país en 1929, tal el de Vaz Ferreira, sobre todo en su "Fermentario" (1938), tal el de Vasseur con "Gloria" (1919), "Los maestros cantores" (1936) -con mucho material anterior a 1920- y "Filosofía y crítica coexistenciales" (1944). Pero es visible en los tres ejemplos inmediatamente anteriores que el centro de gravedad de cada una de las obras no se sitúa en estos años sino en los precedentes. Distintas son las situaciones de Roberto Sienra, de larga vida pero prácticamente callado las cuatro últimas décadas de ella, la de Alberto Nin Filas virtualmente volatizado de la literatura nacional con posterioridad a 1915 y las de Luis Alberto de Herrera y Azarola Gil casi íntegramente dedicados a la historiografía a partir de los años veinte. Con todo, si se registran los nombres seleccionados por esta antología, pueden advertirse cinco anteriores a ese 1885, que bien pudiera marcar (en la aceptable periodizaci6n generacional de Julián Marías) el hito inicial de la promoción que entraría a contender por la preeminencia hacia 1915. Si ello es así es porque no creo en la incontrovertible hegemonía de la fecha de nacimiento y supongo, en cambio, que el tiempo de irrupción de un autor y de una obra, el impacto que puedan ejercer son elementos capaces de alterar la categorizaci6n excesivamente mecánica que el mero nacer puede determinar. Martínez Lamas, casi coetáneo de Rodó y de Vaz llega al conocimiento público con su libro más importante recién en 1930. La vasta labor de teorización de Torres García (un año más joven que el anterior) y también, naturalmente su irradiación, se dan tras el regreso del artista al país en 1934. Irureta Goyena, de su misma edad, después de una brillante trayectoria de penalista y abogado roza -apenas- el ensayo en los últimos trechos de su vida. El grueso de la obra prosística y ensayística de Frugoni es posterior a 1920. Y Eduardo Dieste, después de larga residencia en España, en la que publica sus primeras obras, ejercerá lo más intenso de su efectiva influencia y producirá sus páginas más importantes en las décadas cuarta y quinta del siglo. Pertenecen, en cambio, a la generación que asciende entre 1915 y 1920 los nombres que siguen: Dardo Regules, Gustavo Gallinal, Alberto Zum Felde, Antonio M. Grompone, Emilio Oribe y Clemente Estable. Centran, especialmente en sus aspectos más específicamente intelectuales, más "ideológicos", una generación segura de su país, confiada del suelo histórico-espacial que pisa, heredera, en buena parte, del magisterio cultural de Rodó y "culturalista" (como Regules la definiría) ella misma. Dotada de un fuerte sentido del diálogos de la convivencia civilizada, puede decirse que fueron sólo las distintas profesiones de fe -religiosas, filosóficas o políticas- las que le hicieron controvertir. No tuvo centros muy evidentes -no creo que "La Pluma" (1927) lo haya sido- pero sustituyo esa falta con el hecho de moverse en una sociedad sustancialmente coherente. Pienso que los autores seleccionados la representan bien pero su perfil se hace más completo si se traen a colación algunos nombres cuya ausencia (por lo menos hipotéticamente) pudiera extrañar. El de Alberto Lasplaces (1887-1950) por ejemplo, que sobre todo en "Opiniones literarias" (1919) y "La Buena Cosecha" (1923) testimonió con brío cierto "novecentismo" a la vez porvenirista y enamorado del presente tumultuoso y vital. Fue, además, en cierta manera, ci más notorio portavoz de ese "batllismo cultural" con que se expidió la postura ideológica de los jóvenes intelectuales de clase media incorporados al partido entre 1915 y 1920 (Bellán, Zum Felde, Zavala Muníz fueron otros). También cabría anotar la ausencia del de Adolfo Agorio (1888), que ganó hacia la Primera Guerra Mundial vasto renombre con su trilogía de "La Fragua", "Fuerza y Derecho" y "La Sombra de Europa" (1915, 1916, 1917) y que podría encarnar, tal vez mejor que ninguna otra inteligencia nacional, cierto fascinado, pasivo sentimiento de entrega a los grandes torbellinos humanos que desencadena la historia contemporánea, cierto casi religioso "amor fati", cierta receptiva -en verdad veleidosa- simpatía por los "ismos" que nuestra época ha ido ofreciendo a la desesperación, al vacío vital de los hombres y que él expresó, trilógica, infaltablemente en "Bajo la mirada de Lenín" (1925), "Roma y el Espíritu de Occidente" (1934) e "Impresiones de la Nueva Alemania" (1935). O el de Vicente Basso Maglio (1889-1961) que en "La Tragedia de la Imagen" y especialmente en "La expresión heroica" (1928) teorizó, al tiempo que su propia poesía, la aspiración a una expresión desnuda, hostil a la injuria de los medios y que no confundiera la antítesis fácil-difícil con la de lo claro y oscuro. O el de Mario Falcao Espalter (1892-1941) historiador, erudito, critico, que sólo roza la ensayística ("Del pensamiento a la pluma", de 1914, "Interpretaciones", de 1929, "La colina de los vaticinios", de 1939) y en el que culmina (por lo menos en los planos de autenticidad vital que éticamente importan) una línea de catolicismo nacional instintivamente integrista que él defendió con una agresividad, una sagrada furia que hacen recordar -salvadas las distancias- a Louis Veuillot, a León Bioy y a esos carlistas españoles de los que en buena parte descendía. O el de Dimas Antuña (1894), por fin, que ha llevado una vida virtualmente errabunda entre el Brasil, el Uruguay en que nació y la Argentina en la que aparecieron sus dos singulares libros: "Israel contra el Angel" (1921) y "El Testimonio" (1947) y en donde logró sobre ciertos núcleos de intensa religiosidad un magisterio (un magisterio en hondura) que algunos recelaron. Respecto a Falcao bien podría representar la "otra cara" de la Fe: centrada en la intimidad y sus posibilidades de apertura, vertida hacia la libertad, hecha de disponibilidad, humildad y poética emoción ante el misterio y la maravilla de la vida. Menos coherente y menos generalizable aparece la promoción que centré su presencia entre los años del Centenario del país independiente, el golpe de Estado de 1933 y la Guerra española de 1936. Respecto a la anterior, representa sin duda la generación que a través de la (o las) "décadas rosadas", y del fascismo, vio el erizamiento de las posiciones llevado a extremos de literal belicosidad y el clivaje de las ideologías calar hasta profundidades que amenazaban toda coexistencia. Esto decidió probablemente que el acendramiento de posturas religiosas en unos, de militancia social en otros haya sido mucho más neto que en sus antecesores. Estos hombres y mujeres del 30 y el 36 si sintieron la revulsión del país bajo sus pies, aunque ante el general desquicio presente de la vida nacional, ante la crisis entera de los supuestos que sostenían el orgullo uruguayo, la crisis institucional de 1933 pueda parecernos una tormenta de verano. ¿Tuvo esta generación "centros"? Tal vez lo fueron el grupo "Teseo", el "Grupo Universidad", la revista "Ensayos" (1936-1938), el Ateneo posterior a la dictadura. Pero si se revistan los nombres que van desde Servando Cuadro (1896) a Rodney Arismendi (1913), es posible inferir que la misma ambigüedad de la situación tuvo un efecto de fuerza centrífuga que impelió a la condición o de solitarios, o de demorados o de precursores de la generación siguiente a buena parte de sus integrantes. Pues creo que solitarios, o equívocamente situados, autodidactos, revelados tardíamente han sido, por caso, Luis Pedro Bonavita y Roberto Fabregat Cúneo. Sobre las gentes de edad menor, sobre las capas generacionales más jóvenes se ha ejercido el impacto muy diverso -y que pronto se considerará- de Carlos Quijano, Arturo Despouey y Servando Cuadro. Ya en el limite del cuadro de fechas, Susana Soca y Arturo Ardao se adscriben mejor a la promoción que sigue y Rodney Arismendi, por su pertenencia a una fuerte y codificada ideología planea un poco sobre las líneas temporales (el de "generación" no es un concepto muy marxista) no sin participar, de cierto modo, de muchos rasgos de sus coetáneos. También creo que los nombres elegidos en esta instancia son suficientemente representativos y que aun menos exclusiones podrían ser en ella las objetadas. No olvido, sin embargo, algunas páginas de Juan José Morosoli sobre "La soledad y la creación" y sobre "Minas: hombre y paisaje" que iluminan, funcionalmente, su obra de narrador-, ni ciertos estudios de Ibáñez y de Giselda Zani sobre temas de poesía y de plástica (pero de cierta estrictez que los marginaliza como "ensayos"), ni el libro de Eduardo J. Couture "La comarca y el mundo" (1953), ni algún ensayo de Justino Jiménez de Aréchaga que como su "Panorama institucional del Uruguay a mediados del siglo XX" (1949) desborda el marco del Derecho Constitucional y podría ser examinado en concurrencia con el volumen de Couture sobre la nota común: la satisfacción ante el país a que esta promoción de los años treinta fue la última, por lo menos mayoritariamente, en participar. De la llamada "generación de 1945" se ha hablado tal vez demasiado y en este libro -en que se recogen veinte autores de menos de cincuenta años- tendrá que persistirse en la anotación, lo más sobria posible, de algunos de sus rasgos. A cuenta de los que se señalen más parcializadamente en tomo de sus pequeñas constelaciones (que las tiene), complementa equitativamente los esbozos de las anteriores promociones enumerar algunos trazos generalísimos de ésta. La postura de inconformidad (por ejemplo) ante la versión rosada y optimista de lo uruguayo, el desdén, y hasta la animadversión, hacia las superestructuras políticas y culturales con que, en la aparente adhesión de todos, el país se expedía, la sensación de crisis -de crisis de perención, de agotamiento irremediable- de todos los supuestos (económicos sociales, culturales, internacionales) sobre los que la existencia oriental, en forma apacible, confiada -y al parecer unánime- creía descansar. Tal actitud, antagónica a la que dictara los textos de Jiménez de Aréchaga y Couture recién nombrados, la llevó, con cierta fuerza inesquivable, a una preocupación afincada por el ser y las modalidades de este país cuyo contorno se siente tan indefinido y cuyo destino se vive -existencialmente- tan oscuro, tan inseguro. El interés por lo que somos, cabal, estrictamente, es también un elemento individualizante de esta generación de las últimas décadas, sobre todo si se la contrasta con el acento intensivo que la adhesión a ideas e ideologías de tipo universal ponía en las anteriores y que en ésta, si en manera alguna deja de sentirse, se relativiza, se encarna, se subordina a lo que el destino del Uruguay, a lo que la restitución de sus valores populares, a lo que el reencuentro de su función nacional y latinoamericana, primordial, jerárquicamente, exige. A esta especie de "generación del noventa y ocho" el interés por el país y por lo que efectivamente ha realizado de valioso, por lo que positivamente ha sido y continua vivo -o persistible, o recuperable- la ha conducido a una tarea de revisión y justiprecio bastante copiosa de nombres, autores, causas, movimientos, partidos, episodios (esto es: tanto literaria y filosófica como histórica). La elaboración de un pasado útil, realizado sin anteojeras idealizantes, sin ilusiones mistificadoras, sin desmesuras pueriles es sólo la expresión de un culto general por el rigor del juicio (por lo que varios años se paladeó como lucidez) que también tiene su versión en la proclividad muy notoria -y hasta exagerada- por el ejercicio regular de una crítica informada, honesta y (a fuerza de no querer condescender a razones de amistad, de prestigios consolidados o de interés personal) a menudo despiadada. Esto, como es lógico, tenía que llevarle a una ruptura total, completa -casi como a un irse al Aventino- con lo que hacia 1945 o 1950 corría como literatura o historiografía oficiales, cargadas de retórica y conformismo, hinchadas por el elogio cortés y la condescendencia mutua, esterilizadas por una noción puramente acumulativa, puramente decorativa de la función intelectual. Una literatura y una historiografía oficiales (también) paralizadas para esa función transitiva, para ese eco, para ese prolongarse en la emoción y en las ideas de otras gentes, que un saludable ejercicio del espíritu requiere) por una indiferencia frontal y sin fisuras, por un enclaustramiento en el que no se movían sino algunos fatigados trámites burocráticos y una minúscula agitación de peñas y bodegones. Con toda esta cultura oficial que se veía encarnada, por ejemplo en los jurados de Instrucción Pública, en la Asociación Uruguaya de Escritores, en la "Revista Nacional", en la Academia de Letras, en el Instituto histérico y Geográfico, rompió tajantemente esta promoción posterior a 1945 y, al margen de algunas disidencias, ha sido sólo el paso del tiempo el que en los últimos años, gracias al agotamiento, ya indisimulable, de las modalidades combatidas, a ciertos cambios (probablemente episódicos) de la actitud política ante la cultura y al natural ascenso generacional - ha soldado algo, y aun bastante, de aquel rompimiento. Sin embargo, más allá del sector oficial encargado dc ciertas tareas culturales, la fractura fue y sigue siendo más extensa, tan extensa como para abarcar el Régimen entero. Si se dudó de los supuestos sobre los que descansa la vida del país, si se oyó con incredulidad de que vivimos en un rincón bendito del mundo y de que el futuro nos sonríe equitativamente a todos (sin discriminaciones de clase, tarea o vocación) debió tenderse naturalmente a enjuiciar toda la superestructura política y social que tales ilusiones promovía, que (mismo) de tal engaño se engañaba y vivía, (como si los verbos que constantemente conjuga no apuntaran a alguna dirección) calafateando las vías que se abren, soslayando los problemas básicos, postergando para el mañana y para el sudor de otros el enfrentamiento con las realidades que asedian, viviendo de expedientes, de retoques, de arbitrios y de ayudas casi mendigadas, cantando en la noche para ahuyentar e1 temor, recordando, con nostalgia -también con insidia- la nación "en forma" que hace algunas décadas fuimos. Un régimen quiere decir algo más radical, un estrato de concordia más hondo que aquél que representan las pugnas ideológicamente nominales de los partidos o sus encarnizados regateos por la mayor cuota-parte posible de las granjerías del Poder público. En ese régimen, sostenidos por él, apuntalándolo a su vez, instrumentalizados a elencos cuya única preocupación parece ser asegurarse beneficios y estabilidad en un grado sin precedentes, las promociones del 45 vieron los grandes partidos históricos del país descaecidos a esa función estática, protagonistas de aquella conducta cívica cuyas modalidades se han recapitulado. Casi en bloque, sin más excepciones que algunos prescindentes y algún despistado, se negaron a confundir los servicios que esos partidos hubieran prestado en el pasado (a nuestra formación nacional, a nuestro perfil como pueblo) con la institucionalización (habilidosa, coactiva), de sus caparazones, con su consagración como enormes máquinas, inútiles para el Bien Común, sólo eficientes para las ventajas (muy numerosas, sin duda, y es un factor de su sostén) de naturaleza más irremisiblemente particular. Apartidaría en este sentido y en su gran mayoría y no sin tangibles perjuicios personales (cierto trazo ético, cierta vocación de decencia cívica e intelectual ha sido común a ella y no ha dejado de prestarse a la sátira fácil de los venales) la generación que se inició tras la Segunda Guerra Mundial no ha sido, ni mucho menos, apolítica, ni su intensa conciencia de lo nacional y de lo latinoamericano se lo hubiera permitido. Las vías por las que ha transitado tal distingo no es del caso recapitularlas aquí y dígase de paso que si, en el momento de escribirse estas líneas, el intento político de lo mejor de esta generación parece tan irremisiblemente inocuo, tan patéticamente inefectivo, las consecuencias que de este hecho se extraigan podrían constituir esos "estados de conciencia" (no forzosamente pasivos ni derrotistas) que desencadenan la emergencia de una nueva promoción. Si se habla de ruptura con el Régimen, también habría que entender ruptura, desdén por su significado, con las figuras que lo representaban. No han sido los magisterios con sello nacional sino más bien la irrigación extranjera, la fascinación por obras y autores foráneos, el modo normal de andadura de nuestra cultura uruguaya. Un corte tan quirúrgico respecto al mundo de mediocridad afable que como cultura, en cierto momento, oficiaba, es, sin embargo, un fenómeno bastante desusado en el país. Con todo, y paradójicamente, podría decirse que la generación de 1945 fue la primera (la cháchara arielista, el vazferreirismo sin su estilo de pensar no importan precedentes) en encontrar precursores efectivos en el país, en atender cuidadosamente a ciertos libros, a ciertas prédicas, a ciertos nombres. Creo que ese es el caso, con seguridad, de tres narradores muy inmediatamente anteriores: Juan José Morosoli (1899), Francisco Espínola (1901), Juan Carlos Onetti (1909). Bastante conocidos y elogiados hacia 1945 - Onetti en menor grado- deben, empero, a la generación de 1945 el prestigio casi unánime que los rodea y la satisfacción, sin duda más honda, de sentir que su obra fertiliza la de los practicantes que les siguen. Creo que también (aunque como Onetti constituyen figuras generalmente linderas) son los casos de Liber Falco (1906-1955) en la poesía y en la desgarrada autenticidad vital, el de Arturo R. Despouey en lo que a la crítica de espectáculos toca, los de Arturo Ardao (1912) y Lauro Ayestarán (1913) como modelos de investigación seria y responsable. Creo que es también, para ciertos núcleos, el caso de Servando Cuadro y creo, especialmente, para una audiencia mucho más amplia y hasta más heterogénea, que es el de Carlos Quijano. Como en su punto se señalará, en él, en "Marcha" y en lo que a planteos políticos y económicos toca, las últimas promociones centraron su mira (no había nada en torno) para encontrar el acorde necesario, para fundamentar la misma voluntad de ir hasta las raíces y repetir ahincadamente ese "no" que no es tanto pura negatividad como desbroce del terreno y espera empecinada. Espera empecinada, aunque a veces peligrosamente estática, de que todo lo caduco, lo aparente, remate su curso hacia la muerte. Pero ha sido también la generación de las revistas "Escritura" (1947), "Clinamen" (1947), "Marginalia" (1948), "Asir" (1948), "Número" (1949), "Nexo" (1955), "Tribuna Universitaria" (1956), "Deslinde" (1956). Casi todas fueron de interés centralmente literario y estético -"Nexo" y "Tribuna Universitaria" constituyen la excepción-, casi todas duraron poco -"Asir" y "Número" fueron las de aparición más prolongada. Me parece que es, justamente, en el ejercicio sacrificado de la edición de revistas, en el conocimiento de los mecanismos de su creación y su consumo, que la generación del 45 adquirió una conciencia, desusadamente aguda, de las condiciones sociales de la vida cultural, de las trabas que pesan sobre la creación del espíritu, de las constricciones que a una "inteligencia" le impone pertenecer a un país marginal, dc condición económica débil, de estructura oligárquica, con los resortes decisivos de la "cultura de masas en manos de grandes agencias mundiales y mediatizadas a decisiones que nos son extrañas. La actividad del teatro independiente, estrictamente coetánea a las de las revistas y con toda una década de creciente expansión concurrió también a enriquecer esta experiencia, en la que no sería excesivo fijar la circunstancia desde la cual la voluntad de romper estos cuadros, de lograr otros más respirables, se amplió hasta una desidencia integral con todo lo que como vigencias nacionales corría. Tal empeño, y la ocapacidad de recoger y hacer inteligible lo que los sectores mas honestos, más disconformes del país sienten (más la calidad individual de muchos de sus integrantes) han concurrido a fortificar el fenómeno -cuya realidad, cuyo carácter auspicioso no soy ciertamente el primero en señalar- de que esta promoción posterior a la guerra sea la primera que tenga un restringido pero efectivo público, la primera cuyos libros tengan otro destino que la polilla o el estante de las obras dedicadas y no leídas. También creo que los nombres, innegablemente abundantes, que en esta antología la asumen, representan con precisión los temas y los intereses ensayísticos de la "generación de 1945". Los autores que el deslinde previo ha dejado afuera, justifican sobradamente su ausencia por la índole de su labor: crítica (en los casos de Antonio Larreta, Homero Alsina Thevenet, Rubén Cotelo, Mario Trajtenberg, Maruja Echegoyen); filosófica o estética (en los de Mario Sambarino, Manuel Arturo Claps, Carlos Gurméndez, Juan José Flo, Julio Moreno, Mario Silva García, Einar Barfod); política (es el caso de Ricardo Martínez Ces); o periodística. Un periodismo de un brío, penetración, ingenio y cultura que hace trabajosa y hasta injusta su exclusión, como ocurre especialmente (aunque hay otros), con muchos textos de Mauricio Muller o de Carlos María Gutiérrez. Respecto a algunas ausencias que pudieran señalarse, anótese que creo que el núcleo ensayístico de la labor de José Pedro Díaz (1921) se desliza simétricamente hacia la monografía crítica (su "Becquer", de 1953) y la libre, tenue reflexión poemática (sus "Ejercicios Antropológicos", de 1960). Y que pienso igualmente que el meollo ensayístico de la obra de Ricardo Paseyro (1926) se corre de modo invencible hacia la contundente polémica ("La palabra muerta de Pablo Neruda", de 1958 y otras) o a la omnipresente autobiografía. |
por Carlos Real de Azúa
Antología del ensayo uruguayo contemporáneo Tomo I
Publicaciones de la Universidad de la República
Ver, además:
Carlos Real de Azúa en Letras Uruguay
Este texto fue escaneado, en abril del 2003, por mi, editor de Letras Uruguay.
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