La ventana Francisco Ramos |
Aquella casa esquina al final de un pequeño jardín, tenía en su planta superior una habitación, cuya ventana en horas de luz, sólo se cerraba cuando el tiempo era inhóspito. Desde ella podía verse el día o la noche invadiendo la calle, por la cual en horas pico circulaban gran cantidad de transeúntes, haciendo repicar sus pasos sobre la acera. Un día otoñal, a media tarde, cinco ladrones asaltaron con éxito una importante institución bancaria ubicada enfrente, embolsándose un suculento botín. El grupo era comandado por un astuto delincuente argentino, conocido en la jerga policial de su país por el mote de "el Cuervo", en alusión a la renegrida mata de pelo que cubría su cabeza. Requerida allí su captura, se metamorfoseó en un uruguayo con aspecto físico diferente; había adelgazado, transformándose en un hombre escuálido -parecía una momia resucitada-, con el cabello corto y rubio, al que conocían por el alias de "el Beto".Era un demonio de viveza, con la mente muy rápida para entender el idioma del dinero, que lo atraía como un imán. -No existe dinero fácil en el mundo- les dijo a sus secuaces, -pero siguiendo ciertas coordenadas, podremos desplumar a ese banco, deshonesto como el que más, por lo que nuestra faena será vista con simpatía por mucha gente. ÉL había proyectado el hurto como un juego de ajedrez, obedeciendo a reglas matemáticas de las que ningún participante debía apartarse. Les había dicho: -ustedes por lo
general se sientan en los sesos y
piensan con el culo. Por lo tanto,
revisaremos el plan treinta y hasta
cuarenta veces para evitar errores, de
tal modo que nadie logre expresar, ni
siquiera concebir la menor sospecha
sobre nosotros, pudiendo soportar además,
la más minuciosa investigación. Dentro de los axiomas, había establecido: -no llamar la atención, no dejar ningún tipo de huellas y que nadie debía sacarse la máscara, hasta haberse apartado convenientemente del lugar. Sin embargo "Cacho" al que se le empañaban los gruesos cristales de sus anteojos, perjudicando su ya deficiente visión, se la quitó apenas salieron del banco. En ese preciso instante, vio azorado que una silueta femenina de lánguida figura, vestida de negro con un marcado pespunte blanco, lo observaba con cara lívida y pasiva; desde la ventana abierta en la planta alta de la casa esquina, en la acera de enfrente. Ella no pareció perturbarse o al menos supo controlar sus emociones, pero Cacho dio un respingo, chocando sus dientes con rabia, pues sintió como que el destino lo amenazaba. Aquella mujer había sido testigo del asalto y observado a la perfección su rostro. Entró en pánico, sintiéndose atrapado. Si ella hablaba significaba su destrucción, provocando que cayeran en esa trampa escondida detrás de una ventana. De sólo pensarlo quedó paralizado por el horror.
Como le tenía más temor que aprecio,
no le comentó nada del penoso episodio
a Beto; con seguridad éste
empezaría con esas interjecciones monosílabas,
que lo llevaban al malhumor y de ahí a
la violencia despiadada. Agonizaba el día; el sol se enterraba detrás de los últimos edificios de la ciudad, cuando el grupo con precaución se dispersó. Con el rostro tan blanco que parecía que acababan de sacarlo de un depósito de cadáveres, concurrió a su bar favorito, e intranquilo y dubitativo pensó: -¡La he visto!- concluyendo con la certeza de haberla percibido, a pesar de sus ojos miopes. Carraspeó como para disipar su nerviosismo y se dijo: -debo encontrar soluciones para salir de este embrollo. Pero muy pronto comprendió que todas las ideas que se le ocurrían resultaban simples perogrulladas. Eran como aplacar su mente febril, administrándose paños fríos en pequeñas dosis. Los minutos y las horas se deslizaban con rapidez; sintió un repentino escalofrío que le subía por la espina dorsal: debía golpear mientras el hierro estaba al rojo. Se levantó como en el aire y marchó hacia la calle, donde era ya noche, colgando del cielo una impresionante luna llena. Odiaba el derramamiento de sangre, siempre se había dicho: -ser ladrón es tolerable, ser asesino no- pero en este momento estaba preparado para balear, envenenar, o inflingir muchas puñaladas, de ser necesario. Tomó un taxi y lo hizo detener a cien metros de la casa; se deslizó con prudencia por la calle, con las manos metidas en los bolsillos de su saco. Al enfrentarse a un policía, lo saludó con total urbanidad y siguió caminando. Al llegar, con el pelo alborotado y los lentes cabalgando sobre la nariz, sus ojos lanzaron una mirada de creciente horror al sitio. Ella, en lugar de haberse retirado de la escena -por algún motivo retorcido y siniestro-permanecía en la ventana; velando en guardia en la más honda oscuridad, como una figura estólida de curiosidad paranoica. El miedo que lo acosaba desde todos los flancos como la caída de la noche; era tan espantoso que le encogía el estómago y atenazaba sus músculos provocándole dolor. -¡Puaf!- se dijol- debo actuar cuanto antes. Llamó desde su celular al número que en el bar había sacado de la guía. Permaneció en un estado muy reconcentrado, hasta que sintió el zumbido en su oreja del sonar del teléfono. Su acción dependía de si era respondido el llamado. Al hablar con ella iba a tomar una determinación, pero los llamados repetidos fueron en vano. Inspiró sonoramente tragando saliva, y comprobó que tenía la garganta seca. ¡Hum! -pensó- por naturaleza es sorda, lástima no fuera ciega, y ojalá que hoy por temor haya sido muda. La miraba y la maldecía: -veremos quien soporta mejor el juego de la espera, si ella o yo. Al mismo tiempo razonó: - no puedo detenerme en la mitad del camino, no es nada improbable que mañana hable, ya superado el estado de shock que la hizo quedar muda por el asombro. Si lo hace, no quiero ni pensar en las consecuencias. Desesperado, al sentir que si no tomaba una drástica medida no tendría escape, esperó con resignación el avance de la noche, con su ancha y gorda nariz descansando sobre un cigarrillo sin encender, que le ayudaba a aplacar sus nervios. Todas las luces permanecían apagadas en la casa, una quietud mortuoria la rodeaba. Cruzó el jardín, con total cuidado de no ser visto, y se apostó cercano a la ventana. Salvo el ocasional ladrido de un perro, ahora todo era silencio; una leve brisa ondulaba la hierba y traía agradables aromas de flores, tierra y pasto. Se secó las gotas de sudor que mojaban su frente; extrajo la automática a la que había colocado un silenciador, y apuntó impasible hacia la cabeza de la mujer, abriendo fuego. No le llegó el eco de ningún gemido, pero si un tétrico y aterrador ruido, como el de un cuerpo humano cayendo. Por la mañana, alejado ya del lugar, deshecho, con mirada enfermiza, daba la impresión de venir de la guerra, por el recuerdo cruel de aquella orgía nocturna de sangre, que le había hecho percibir de manera muy tangible, la presencia de la muerte. Mientras tanto, Sarita, la modista que el día anterior había estado ausente de su casa, entró en la habitación que era su taller. Innumerables rayos de luz la inundaban, penetrando por la ventana que por descuido dejara abierta. En el suelo yacía su maniquí, con la cabeza destrozada. |
Francisco Ramos - Taller Narrativa 2004 - Producción Literaria 2005-06 - Taller Literario "Las Musas")
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