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Vallejo viviente Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXIX Nº 1399 26 de abril de 1968 pdf Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay
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En los treinta años transcurridos desde el 12 de abril de 1938 de la profetizada muerte en París, la obra de César Vallejo no ha tenido reposo y tampoco ha dejado de crecer y consolidarse en el orbe de habla hispánica. Salió indemne del chorro emocional que fue la lírica de los de la gran cruzada antifascista. Y cuando tantísimas de aquellas páginas que no podíanse —que no podíamos— leer sin las lágrimas en los ojos, hoy nos resultan postales en sepia, marcas y señaleros para evocar nuestro tiempo pasado, nuestras perdidas emociones y nada más, los poemas de Vallejo parecen haber reforzado esa calidad ósea que percibía Bergamín en el augural proemio a la segunda edición de Trilce. Desprendiéndose de su contorno inciador haciéndose cada día más enigmática, entrando de lleno en el abrasador cotejo del Parnaso, su poesía cobra un centelleo mundial estremecedor.
Poesía escrita en el tiempo, como pocas;
abastecida de la inmediata circunstancia, dependiente basta la
servidumbre más estrecha de la emoción del día que está pasando, viene a
darnos prueba de las meditaciones de Machado sobre la bien ganada
intemporalidad de esta ¡fluencia siempre viva.
Ya son muchos aquellos para quienes
los dos versos iniciales del "Himno a los voluntarios de la
República" no les revive la mordedura instantánea en el corazón con
que los leíamos en los años de la guerra civil española: Pero ¿quién, cuando sigue recorriendo el poema, no percibe la lanceta aguda con que consigue, tan americanamente, hacer participar al lector de su auténtico y ardido furor? cuando marcha a matar con su agonía mundial, no sé verdaderamente que hacer, dónde ponerme: corro. escribo, aplaudo, lloro, atisbo, destrozo, apagan, digo a mi pecho que acabe, al bien, que venga, y quiero desgraciarme. Es el efecto derivado de la más violenta subjetivación porque es el poeta, como desparramado en la mesa de disección, quien se nos muestra, no sólo con una insana lucidez sino frecuentemente con una subrepticia constancia de la autodestrucción que opera su transmutación en poesía. Pero ocurre que esa subjetividad convoca el esqueleto y las vísceras de los demás hombres y los consustancia en la experiencia. Por aquellos mismos años Bergamín recordaba la coplilla popular: "El patio de mi casa / es particular. / Cuando llueve se moja / como los demás". Por el camino de este furor con que llega a lo particular hay un instante —que su poesía delata por la violencia con que se quiebra el verso— donde se trasiega la subjetividad a un amenazante campo comunitario. ¿Experiencias biológicas fatales, inconsciente colectivo, resabios culturales de una época? Se puede elegir. El halo inquietante de esta succión del lector dentro de la jadeante urdimbre poética puede evocar ai surrealismo porque el autor maneja algunos de sus mecanismos de montaje —con la frescura vivaz del primer descubrimiento— asociando bruscamente imágenes disímiles y transformando la estructura total en un sistema rítmico muy simple pero muy marcado, aunque la más legitima aproximación sería con el clima de la tragedia de Séneca, cuando ésta admite como una presencia de cristianismo feroz. Esa conmixtión social y metafísica que en su momento le fue reprochada porque parecía espuria a los rigurosos de ambos bandos y dentro de la cual se movió Vallejo, atraído y repelido sin cesar, es, desde luego, un índice de su autenticidad creativa, ya que ése era el trasfondo de donde nacía integralmente su apetencia de amor universal. Es además una de sus cartas en el juego de la pervivencia puesto que no casó con ninguna de las soluciones mecánicas para la sociedad que con infinito candor se propusieron en su tiempo y prefirió en cambio la directa interrogación al hombre y a su destino, entendiendo a éste como insaciable aspiración a lo radicalmente humano. Que esta ansia de humanización a veces resulta emparentable con lo sobrehumano es parte del gran mito del hombre que él debió instaurar, porque de mito se trata ya que toda proposición sobre el destino del hombre si quiere situarse en la perspectiva grande de la comunidad o la especie no puede menos de apelar nuevamente a los fastos míticos. Es un tiempo donde se titulaba parsimoniosamente "El hombre es bueno", Vallejo prefirió el "Escarnecido, aclimatado al bien, mórbido, urente", prefirió reconocer que "el placer de sufrir, de odiar, me tiñe la garganta con plásticos venenos", pero al mismo tiempo comprobar, fastidiado, "Y no me digan nada / que uno puede matar perfectamente / ya que sudando tinta, / uno hace cuanto puede, no me digan ...", prefirió con enumeración burocrática el "Considerando también / que el hombre es en verdad un animal / y no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza ...". En un tiempo que se tomaban fotografías de contrastado blanco y negro y en que el mismo alertaba alborozado "Ya va a venir el día;/ da cuerda a tu brazo, búscate debajo / del colchón, vuelve a pararte / en tu cabeza, pare andar derecho" fue capaz de esa vacilación que al mismo tiempo fue creatividad de más futuro: "¡Y si después de tantas palabras / no sobrevive la palabra!" ••••• La lectura continuada y ordenada de su obra establece una línea rectora que enhebra todo en un solo ademán de coparticipación, un estar al lado, en la inmediata continuidad de la realidad, haciéndola suya, humanizándola si es mineral o planta, viviéndola siempre en vilo. Desde “los heraldos negros que nos manda la Muerte" donde ya está vangoghianamente, ese pan "que en la puerta del horno se nos quema” hasta el "2 en el cuaderno” de España, aparta de mi a este cáliz. Pero sin embargo, y a pesar de la explosión magnificente de los Poemas humanos, vuelvo a pensar que es en Trilce donde hay que buscar su esencialidad, sobre iodo en la serie de poemas donde recupera el pasado familiar y hace el esfuerzo de parir a sus padres y hermanos. Es ahí que la "selfpity” que heredara del viejo Darío —cuya presencia en el X. Abril ha rastreado atentamente— se trasfunde a una totalidad de universo y reconoce la necesidad de insertar todo en un solo movimiento vibrante donde ei tiempo mismo sea superado por esta ignición —yo diría teilhardiana— del cosmos. Los instrumentos literarios necesarios se los ofreció, recién estrenados, el creacionismo, si admitimos que él debió parcialmente inventarlo como necesidad expresiva. Trilce podría aproximarse a los poemas del mismo tiempo de López Velarde, pero mientras el mexicano sigue disolviendo la herencia modernista con el corrosivo del escepticismo y el coloquiáiismo. Vallejo encuentra ya el lenguaje poético del nuevo tiempo. Tiene razón Coyné cuando anota que el "propósito de asumir el lenguaje en estado naciente, no tiene, pues, parecido con el propósito nihilista, de los dadaístas europeos” porque efectivamente no se trata de desmoronar un aparato viejo y falso apelando a una articulación de lo maravilloso que frecuentemente resulta de cartón pintado, sino de crear un lenguaje que fuera capaz de seguir de cerca, qué digo, de ser el proceso vital mismo en sus anfractuosidades, violencias, irrupciones, retraimientos y remansos. Se trata, como en el estallido de las vanguardias europeas, de concluir con la comedia de la literatura, de ambicionar que la tinta se trasmute en sangre, que sobre una y otra sea imposible jurar en vano. Esta conciencia, que llevará a Benjamín Pérez al suicidio y a César Vallejo a la militancia junto al pueblo español, y que a unos y a otros les hará, afirmar que ‘“nada puede lavar una mancha de sangre intelectual”, conciencia que les hará elegir siempre de la moneda, la cara-vida y aborrecer de la literatura ("Un cojo pasa dando el brazo a un niño / ¿Voy, después, a leer a André Breton?"}, sin embargo, deberá pasar fatalmente a través de la cruz-literatura. Esta opción comporta el manejo de las palabras, el aprendizaje de ritmos, la captación de una lengua, la utilización de un estilo, el hallazgo tesonero, dentro de él, de una escritura personal. Porque él siguió siendo el poeta que escribía, en la mesa escondida del “bistro” o en ia piecita del hotel, solo, solo, y para quien La escritura hizo las veces de esas señales desesperadas de los náufragos a barcos que pasan lejos y majestuosamente. En esa sí real soledad de la creación, vivida como padecimiento y no como regocijo, él será, como todos, un combinador sapiente de palabras: eligió primero un habla, en sustitución de un idioma; también, simultáneamente, un ritmo que se equiparara a una discontinua respiración o a una arbitraria taquicardia: estableció un repertorio de palabras, incluso muchas convencionales, como puntos de referencia para situar el turbión de las palabras comunes que él hizo valer como reemplazantes estrictos de los objetos que nombraban; inventó un doble de sí mismo a quien dirigirse, increpar, a quien consolar y por último se expuso él mismo, desnudo. Sí, hay en esto una tentación, entre adolescente y masoquista. para constituirse en el cordero pascual destinado a la inmolación (Agnus Dei tollit pecoits mundi). Creo que lo salvó de ese pantano —además necesariamente ilusorio porque había de realizarse solamente merced a las palabras poéticas— el ejemplo de los muchos, simples, ignorantes, que en su Perú natal, en la tierra del mundo, en las trincheras españolas, morían día a día y eran, sin saberlo, sin asumirlo en la conciencia, los corderos que redimían el mundo. No era la “selfpiy" la que recorre como un temblor "Piedra negra sobre una piedra blanca", sino el distanciamiento con que ve su soledad definitiva, la de la muerte. Más estrictamente, es la mínima comprobación, que hizo en ‘Sombrero, abrigo, guantes"' cuando registra: "el cómo qué sencillo, qué fulminante el cuándo". Sin esa sombra custodia, constante desde los iniciales "heraldos", su poesía no tendría relieve. Ella surge desde esa noche mortal que nunca lo desguarneció y entra al mundo como un grito, aferrándose a la nutrición que le prestan los manteles, la tinta, el zureo de las palomas, los andamios, el vestido azul. ¿Cómo no pensar en el brazo de la mujer que cruza el retorcimiento el Guernica para meter su lámpara, y la otra luz que relampaguea desde el techo, desde el cielo: Así me lo imagino en los últimos meses de París cuando llegó a sentir que "en suma, no poseo para expresar mí vida sino mí muerte". Cuando hubo llegado el momento del balance, en la serie de textos en prosa que parecen remedar un secreto humor sarcástico, nos hizo esta declaración: "No es grato morir, señor, si en la vida nada se deja y si en la muerte nada es posible, sino sobre lo que se deja en la vida." En este mundo nuestro dejó una obra poética de unas escasas doscientas páginas; una novela fundadora del realismo socialista (Tungsteno); una serie de relatos que van del clima poemático (Pabla salvaje) a la indagación precursora de Arguedas (Paco Yunque); una fragmentaria obra de teatro de ambientación indígena y estilo ultraísta: un libro-reportaje sobre Rusia 1931, su deslumbramiento al contacto de la construcción dura del socialismo soviético; una tesis juvenil sobre El romanticismo en le poesía castellana; una colección de artículos que han sido coleccionados parcialmente por Luis Alberto Sánchez (una lista bibliográfica extensa e incompleta en "Revista Hispánica Moderna", enero-diciembre 1950). La influencia de su poesía ha sido omnímoda. Sólo puede compararse con la de Neruda, a la que, sin embargo, supera por el orbe hispánico que ha alcanzado (la moderna poesía española. Gabriel Celaya en particular, está escrita en los márgenes de Poemas humanos) y porque es inimitable. De él se ha tomado, a menudo, el repertorio de palabras claves, las más convencionales en definitiva: húmeros. metaloide, cucharas. Pero en él se ha aprendido el camino que lleva a la poesía. La presencia de la voz poética de Vallejo se registra por doquier. Curiosamente no ahoga, sino que vivifica, abre caminos, inspira. Hay poetas admirables que someten a los demás poetas a la calidad de discípulos; otros, y entre ellos Vallejo, que los invitan, a descubrir ardientes territorios y los colocan en su propia ruta. Allá por los años treinta, en un brindis que se hizo famoso, Lorca y Neruda chocaron sus copas para saludar al mayor poeta de la lengua española: Rubén Darío. Pienso que si esa cortesía, debiera repetirse entre dos futuros grandes de fe actualidad poética, el nombre que debería prenunciarse —que yo desearía que se pronunciara, para decir honradamente la verdad propia— es del peruano César Vallejo. |
por Ángel Rama
Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXIX Nº 1399 26 de abril de 1968 pdf
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César Vallejo en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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