Espiritualidad creadora por Ángel Rama |
Realidad y símbolo La frase de Amiel que tuviera tanto éxito, "El paisaje es un estado de alma”, llamó la atención en su momento sobre esta verdad revelada por la poesía desde mucho tiempo atrás. Permitió comprender que un artista no sólo nos revela íntegramente su alma en la elección de sus temas, en el tratamiento a que los somete, en su meditación lírica, sino también en el ambiente físico por el que se siente atraído. Ese fragmento del mundo, —bosque, río, atardecer— que aparece una y otra vez como un punto de apoyo en la obra de un creador, que se instaura en el sitio de honor de su visión de la realidad circundante, para dominarla y teñirla con sus rasgos peculiares, nos ilumina con viva luz la modulación última de su espíritu. Merced a esa parcial y distinta expresión de la naturaleza, el artista comulga hondamente con ella, se adentra, tras una de sus múltiples apariencias, en su esencia. Pero en ese intento de apresar tras una de sus plurales máscaras el significado esencial del mundo en que está sumergido por todo el tiempo de su vida, aspira en verdad a captar su propio misterio proyectado como un tú animador de la materia que es simultáneamente el yo que no puede verse a sí mismo y se mira en su sosias. No es este el caso del tú de la relación amorosa que por definición es siempre, a pesar de todas las afinidades, un otro radicalmente distinto. Aquí el tú es una materia, un estado del mundo, aparentemente huero de contenidos significantes, que les son otorgados por el yo merced a una directa emanación emotiva. Y por ella adquieren su carácter fundamental: adquieren una forma. La elección involuntaria —fatalidad de un alma que busca sus iguales— actúa como un espejo que refleja su imagen secreta, aquella que se desviste del hábito igualitario que usa cotidianamente para ofrecerse en la relativa individualidad de la desnudez. Esta elección nos permite apresar fugazmente el gesto íntimo de la entrega amorosa. Son las nieblas y las mujeres de piedra becquerianas, el bosquecillo galante de Rubén, la tarde mortecina sobre el campo de Machado, el lujurioso crepúsculo de julio Herrera, la alcoba de Delmira. Pero, ¡curioso espejo indeciso y engañador! Este retazo del mundo amado por el poeta, tangible realidad en que se apoya, sólo existe por obra de él. No estaba antes en ningún lado y carecía de existencia; él lo ha descubierto, creado enteramente hasta en sus detalles nimios, para sí y por lo tanto para nosotros. La realidad exterior a la que fatalmente se ve arrastrado, es realmente un espejismo de sí mismo, pero por eso mismo posee intensidad viva y concreta: en ella puede recogerse, distender su espíritu y sentirse ya no dentro de sí, solo, enclaustrado, sino en una exterioridad ajena y suya a la vez, que lo rodea, lo ampara, y sobre todo le responde. Hay elección y creación fatales, que no se gobiernan por un lógico determinarse, sino por un oscuro, casi indiscernible impulso del alma. De este modo el poeta está dentro de esa realidad en una situación contradictoria: es su creador y su criatura. Inventa la realidad y es seducido por ésta, cree encontrar un otro y se encuentra a sí mismo. Claro está que a veces, por este camino, encuentra algo más, inesperadamente: Dios. Incluso podríamos agregar que cuando el poeta no crea su parcela de realidad, cuando sabemos que existía, idéntica y antes, no estamos en presencia de un auténtico creador, o contemplamos sus ejercicios retóricos aún no definitivos. Hay otros casos, y a éstos pertenece la lírica de María Eugenia, en que el poeta ensaya durante años ciertos territorios poéticos que no alcanza a madurar y son anulados por la aparición de aquellos definitivos en que se trasuntará su voz auténtica. Cuando el poeta vuelve hacia atrás la mirada y contempla las realidades que han ido jalonando su vida poética, halla en ellas un imprevisto valor simbólico. Son algo más que simples creaciones literarias o hallazgos de una realidad desconocida hasta entonces, que el poeta ha hecho entrar en la historia. Son condensaciones estéticas de profundas experiencias vivas, y las formas de la realidad que descubren y encubren amorosamente, se han transmutado en símbolos. Absorben vida y sirven como índices de una revelación nueva del significado del hombre y de su lucha en el mundo. No todas sin embargo contienen idéntica hondura de penetración viva, y las hay que registran superficialmente sempiternas experiencias del hombre elaborados a través de los siglos; en tanto que otras significan un esfuerzo de superación de lo ya obtenido y la expresión de una auténtica experiencia personal que rebasa los límites del individuo en que se ha producido y generaliza a todos los hombres un modo del comportamiento secreto del universo. Las realidades aludidas por el poeta son, sencillamente, formas estéticas, y, como tales, centros de irradiación de contenidos espirituales. Su presencia en cualquier texto es fuertemente dinámica e iluminan el desarrollo poético, otorgándole esa calidad que no está en las palabras ni en las imágenes o ritmos, y que proviene del sustento espiritual que lo anima. En un momento de su vida María Eugenia sintió claramente echadas las cartas definitivas de su experiencia humana y lírica, y volviendo la mirada atrás pudo contemplar su historia. Vio que una aventura singular del espíritu se había desarrollado a través de esos centros radiantes, y halló en cada una de sus intuiciones de la realidad, la condensación estética de una etapa de su aventura. Pero si mira hacia atrás es porque ya no quiere ni puede mirar hacia adelante, porque siente cerrado un ciclo único, en que está su vida y todo lo que de esa vida pudo surgir para un lirismo absoluto. Escribe entonces Sólo tú, por donde se despliega la sucesión de símbolos, a los cuales va adherida sin cesar la vivencia de la precariedad temporal, hasta concluir con el de la noche profunda donde se acoge definitivamente. El poema debe vincularse a Historia póstuma, porque ambos se nos presentan como resúmenes retrospectivos de una vida ya terminada. Esta actitud de abandono total de la vida que en los dos poemas encontramos en la raíz de su creación, refrendan la convicción que siempre tuvo el poeta de su naturaleza póstuma. La oscuridad que fue cayendo sobre su nombre y obra en los últimos años, el olvido a que se sintió constreñida por parte de sus contemporáneos que seguían con admiración nuevas voces poéticas, y el silencio a que voluntariamente se condenó dejando para después su libro único y acallando su creación poética, acrecentaron en ella la sensación de que sólo póstumamente podría oírse su voz. Así fué realmente y muchos años se necesitaron para rescatarla del olvido en que cayó, incluso después de su muerte. Pero el presentimiento de su naturaleza póstuma debe vincularse, como elemento dependiente, a la noción de esperanza que podemos rastrear en parte de su obra y que irrumpe con violencia en la más dura y cerrada experiencia de la noche absoluta. Una esperanza que se mantiene tercamente contra las evidencias racionales que en el poeta anuncian su necesaria extinción. Esa esperanza de resurgir póstumamente por su poesía, está atada y es simple emanación de otra dramática esperanza, la que pertenece a sus convicciones religiosas, de las que apenas hay vislumbres en su obra porque el tema, que le obsesionaba como ha confesado muchas veces, no surgía verdaderamente dentro de su lirismo. Es forzoso aproximar ambos poemas porque recogen una misma historia y la cuentan con palabras muy semejantes. Pero en tanto Sólo tú se limita a registrar los distintos símbolos por que pasó la vida, señalando entre ellos uno más permanente que los otros, una forma más absoluta que es la de la noche, Historia póstuma le otorga a ésta, carácter definitivo, y con ella cierra el ciclo de la aventura lírica: más allá está la paz de los sepulcros. El poeta traza en ellos su historia inmersa en la poesía, y en ambos casos su desarrollo es semejante: un período primero de luz, de primavera, de amor, de vida y luego otro de nebulosas, de soledad, de noche y de muerte. Entre los dos períodos quedan sin aclarar y ni siquiera evocadas, las causas de transformación tan profunda, como si el centro energético que ha impreso un vuelco radical a su vida no fuera importante, o pudorosamente debiera ser reservado. Ese centro transformador, que consideraremos una crisis de orientación, y que marca la línea divisoria de la poética de María Eugenia, ha quedado oculto, incluso para gran parte de su obra. De él conservamos las consecuencias, cada vez más amplias y absorbentes, en su lírica posterior, y en la correspondiente al último decenio de su vida. También conservamos las formas exteriores de esa crisis, con un breve conjunto de poemas nacidos de la frustración amorosa. Pero si nos detenemos a contemplar uno y otro período de su poesía, observamos ciertas constantes que atraviesan a los dos y que nos llevarán a explicitar el alcance y la corporización de la idea de destino que se va abriendo paso en el poeta. Si fuera posible acercarnos más a la formulación de su lirismo hasta penetrar en los sencillos símbolos que genera, hallaremos que hay uno, el mar —el vaivén de las olas— donde se concentra agudamente la crisis de orientación. En definitiva es cierto, y debemos aceptarlo humildemente como nos lo ha entregado el autor, que los motivos circunstanciales de la crisis han quedado vedados a la mirada humana que se posa hoy en sus poemas. Y nos parece legítimo, en un sentido profundo, el escamoteo de esa circunstancia. En poesía esencial como la de María Eugenia, depurada de accidentes insignificantes, sólo se sedimentan los valores y sentimientos permanentes, aquellos que estremecen por más tiempo y con amor más cruel el espíritu creador, en tanto los otros sólo llegan a la piel de su poesía. Además el poeta supo desde siempre que importaba mucho más que los hechos, pasatistas de por sí, aun los más dolorosos, aquellas ideas y sentimientos que esos hechos hacían aflorar en una conciencia adormecida. No las simples consecuencias del accidente, sino las soterradas y fluyentes vías del alma que los hechos iluminan de pronto con brevísimo fulgor. Por eso deberemos atravesar sin deslumbrarnos esos hechos del mundo aparencial que con ternura custodian las biografías, para fijarnos en el secreto desarrollo de su espíritu. Surge éste en la vida, sí, pero con tan impecable certidumbre sólo en la poesía. No atenderemos a su circunstancia amorosa, sino a la problemática del amor y a la idea de destino que la estructura; no nos detendremos en la angustiosa victoria de la virginidad, sino en el sentimiento ilimitado de la libertad; no el halago de una sociedad brillante, sino la intuición de la fluctuación absurda de lo vivo; no, por fin, la calma apaciguadora de la noche, sino la infatigable, terca, insistente, martilleante búsqueda de la eternidad. Sabemos asimismo que en su vida hubo preocupaciones que dominaron y dirigieron poderosamente su espíritu y que no emergieron a su poesía, como, por ejemplo, su creencia religiosa, al menos en los términos que nos la transmiten los contemporáneos. También de ella debemos prescindir, limitándonos a analizarla desde el ángulo en que se manifiesta en sus poemas, sobre todo cuando María Eugenia hace la experiencia de la noche. Porque ocurre que el poeta debe mirarse del lado de su poesía y no del de su vida. Si aceptamos el poema Sólo tú, como guía para recorrer el mundo lírico del autor, y no la Historia póstuma, es por la nítida expresión de los símbolos poéticos que nos presenta el primero, y porque condensa y estructura en un claro orden cronológico las distintas intuiciones de la realidad que vemos revelarse en sus distintos poemas. Cuando recorremos su breve obra, desde los pueriles versos de su adolescencia (No sé cómo han sabido que yo hago versos.) hasta los trágicos aunque serenos de sus últimos años, descubrimos claramente determinadas las realidades simbólicas a que alude en Sólo tú. Pero aquí nos señala algo que debemos considerar con cuidado: que esas experiencias no se han dado encerradas en fijos límites de tiempo, sustituyéndose unas a otras con un orden simple, sino que frecuentemente se superponen y entremezclan, comparten su vida en distintos grados y matices y terminan por triunfar unas de otras. Así lo reconoce el autor cuando comprueba que la noche profunda le fué siempre propicia, o sea que la vivencia de esa noche tan particular existió desde siempre junto con la de las rosas, el día, el mar; pero imponiéndose a ellas mostró una adecuación más honda con el espíritu del poeta. No es en la cronología de los poemas donde deberemos buscar los períodos de su vida poética, sino en el conjunto complejo de su lirismo. Justamente en él observamos que desde el principio hay una experiencia detenida que no se afirma con decisión, queda oscuramente intuida; pero el tiempo la va extrayendo del abandono y la impone como la definitiva hacia donde todo corría. Es esa última experiencia de la noche profunda la que ordena el decurso vital, la que estructura el mundo y en ella se expresa el mensaje recóndito del poeta. Y sin embargo hay un orden en la enumeración de símbolos de Sólo tú, un orden claro y categórico que el poeta comprende bien y sabe que está determinado por la acción irreversible del tiempo, en el cual se sostienen y naufragan todas sus experiencias vivas. En el poema aparecen evocadas cuatro realidades que concitaron la afinidad del creador: día, rosa, mar, noche. Tienen algo en común que las aproxima: su precariedad, su devenir permanente que se acusa más en rosa-día por ser criaturas del tiempo que desde siempre representan el goce inestable de la vida, pero que rige también en menor grado al mar multiforme y cambiante, y que por último parece desvanecerse en la particularísima visión de la noche vazferreiriana. Nutriendo las cuatro realidades simbólicas está el terrible dios que dirige al mundo todo: el tiempo. Él determina simultáneamente la intensidad y la fragilidad de las visiones líricas, él se las va devorando, Saturno al fin, y sólo parece detenerse vacilante en los lindes de la intuición nocturna. Porque esa noche la ha constituido María Eugenia Yaz Ferreira con un poderoso afán de eternidad, de búsqueda tenaz de un mundo segregado del tiempo donde reine, inmarcesible, lo absoluto. Para liberarse del imperio temporal en que todo vacila y se disuelve, de esa marchita y frágil ala de una quimera que al estrecharse deja su polvo entre la mano, María Eugenia buscará dentro de un mundo estrictamente humano, en sus límites infranqueables, una presencia de lo eterno invariable, y no vacilará en entregarse devotamente a esa eternidad aunque sea la tiniebla total y la aniquilación en la muerte. Son cuatro estaciones de una aventura lírica las que hallamos en su poema Sólo tú y un único y áspero debate con el tiempo para partirse del mundo y los seres a quienes Saturno agita caprichosamente, y entrar al fin, con gloria y con tristeza, en el claustro de la eternidad. Mi corazón ha rimado con el corazón del día en un palpitar llameante que se convirtió en cenizas...
Mi corazón ha rimado con las rosas purpurinas y se cayeron los pétalos de las corolas marchitas...
Con el vaivén de los mares mi corazón hizo rima, y se rompieron las olas en espumas cristalinas...
Sólo tú, noche profunda, me fuiste siempre propicia; noche misteriosa y suave, noche muda y sin pupila, que en la quietud de tu sombra guardas tu inmortal caricia. Son esas las cuatro parcelas de la realidad que va eligiendo a lo largo de su existencia poética, y aunque no pueda establecerse nítidamente una línea divisoria entre ellas, es posible señalar la forma dual en que se formulan, uniéndose en su primera época día-rosa, y en su segunda mar-noche. Se establecen así las dos unidades sobre las que rotan los dos conjuntos poéticos creados por María Eugenia en su vida, correspondientes a sus libros: Fuego y mármol, que quedó inédito, y La isla de los cánticos, que se publicó póstumamente. Y podemos señalar desde ya, que si bien parece muy natural e incluso algo simplista, el enfrentamiento día-noche, que nos da la dominante de una época y otra, resulta en cambio curiosa la relación antitética rosa-mar que sin embargo nos permitirá explicar profundamente la transformación humana y lírica que ocurre en María Eugenia. De esa rosa que recoge la esplendorosa tradición del dístico de Ausonio, pasaremos a una visión personalísima del eterno mar, que al ser ahondada y traspasada, conducirá a María Eugenia a la creación de la noche. De la plenitud luminosa de sus primeros años en que se consumó y se agotó la experiencia del amor, sintetizada en las rosas purpurinas marchitas, el poeta pasa a su estación fundamental, regida por la compleja idea del eterno nocturno. Pero hay un puente que establece el tránsito entre una y otra experiencia, donde se expresará auténticamente el drama espiritual del poeta y se organizarán sus ideas esenciales, la revelación del mundo que nos ofrecerá originalmente su obra y las dominantes de su lírica. María Eugenia no pasa simplemente del fracaso amoroso al renunciamiento trágico, sino que ese fracaso moviliza una conciencia adormecida en el goce más puro, en el éxito, y al conmoverla hasta lo hondo remueve sus aspiraciones claves que desde siempre existían en estado latente. Se precipita así la develación de su naturaleza, con la enceguecedora aceptación del destino y la subsiguiente experiencia del mar. Para comprender la verdadera aspiración y el sentido de la aventura de un poeta, siempre deberemos colocarnos en un mismo punto: su muerte, y desde él observar cómo se han trazado, con accidentes, entorpecimientos y desviaciones, los caminos esenciales de su poesía. Comprenderemos así todo lo que de fatal hay en su aventura, y que esa fatalidad se impone al accidente, incluso a aquél adverso, y termina por orientarlo. Ante María Eugenia podemos observar, desde el punto de vista de su muerte en que hoy estamos, que la frustración amorosa no es la que origina su crisis de destino y la experiencia del mal, sino que son éstas las que condicionan aquel fracaso, y que al mismo tiempo éste agudiza la sensibilidad del poeta para calar en las contradictorias formas de su vida y hallar una explicación, si no definitiva, al menos de mayor permanencia y alcance intelectual riguroso. Crisis de orientación El poeta está probando sus caminos, es objeto del halago exterior, resulta seducido por las formas ya establecidas del mundo que comienza a atravesar con una tan firme decisión que bien nos está diciendo que su paso es aprendido y no vivido íntimamente. Acepta agradecido y sin discusión los arquetipos de vida y poesía que se le ofrecen y por lo mismo no pasa de ser un repetidor atento y gozoso. De pronto se detiene o lo detienen, y entra en una crisis espiritual de alcances y duración muy vastos, que en cierto sentido se prolonga hasta sus últimos días, aunque de ella extraiga, del año 1910 en adelante, conclusiones líricas que indican una superación de su planteamiento más angustioso y primario. Es en el centro de esta crisis donde afloran las tendencias innatas que aportan los signos que van a solucionarla, imprimiendo a su aventura poética la orientación definitiva de que carecía hasta entonces y que se armoniza con los caracteres esenciales de su naturaleza y situación. El poeta se está encontrando a sí mismo en el momento en que es sacudido violentamente desde fuera y desde dentro, y este descubrimiento de sí lo hace en el instante más agudo de su crisis. La crisis de que hablamos no se produce bruscamente en la obra de María Eugenia Vaz Ferreira ni se reduce a un corto período. Surge lentamente en su poesía con las composiciones que integrarán su único libro, definitivo y póstumo, La isla de los cánticos. Hasta 1905 no podemos registrar su aparición notoria. Los poemas que recoge Montero Bustamante en su Parnaso Oriental que publica en ese año, casi están exentos de esta angustia que altera su visión del mundo y el tono nostálgico de algunos de ellos —por ejemplo sus Rimas— no es suficiente para determinar el cambio sustancial de su lírica: son aún melancólicos poemas de amor. Lo mismo puede decirse del libro, probablemente Fuego y mármol, que copiado por su autora tuvo entre las manos Alberto Nin Frías y sobre el cual escribió en Vida Moderna (mayo-junio de 1903), recogiendo su artículo en el libro Nuevos Ensayos de Crítica, el año siguiente. Pero en 1906 tenemos ya uno de los grandes poemas de María Eugenia cuya ubicación en La isla de los cánticos es indisputada y clave del sentido del libro, cuyo tono "melodioso y lento”, cuya angustia que penetra los versos y la situación general, nos presentan a la otra María Eugenia diciendo estas palabras definitivas: Así como en el vaso de márgenes cerradas vertieran sus tesoros las pródigas cascadas glisaban tus ofrendas sobre mi corazón... Estamos en la crisis de resolución en que se ha de mover el poeta por mucho tiempo, pero ya tenemos develadas y aceptadas las primeras certidumbres trágicas: la imposibilidad del amor. Y el mismo sentimiento, al que se agrega la tristeza enorme por todo lo que se pierde sin darse, con la sensación de la vida frustrada inútilmente, reaparece en otro poema, que no recogiera en su libro, y que publicara en la revista de Julio Herrera y Reissig, La Nueva Atlántida, donde leemos: ¡Ay del licor sabroso y perfumado que, en el cristal de las botijas preso, se descompone en las bodegas húmedas, sin ser vertido sobre el vaso griego!... Su crisis espiritual aparece justamente con este primer y angustioso signo: el poeta siente que no podrá entregarse a la vida, a la forma gozosa y plena de la vida, el amor, y se ve precipitado, como consecuencia, en un agudo sufrimiento del que no podrá desembarazarse por entero jamás. Dijimos que los motivos de esta crisis no emergen en su poesía. Apuntamos también que es falso tratar de encontrar hechos, graves o veniales, a los cuales atribuirla. Sobre ella deben haber ejercido su influencia las alternativas de la vida amorosa; la clara conciencia de su individualidad distinta y contradictoria opuesta a un ambiente social y a un ideal de vida; un modo de mirar más veraz, exento del conformismo de la moda, que le hace distinguir la realidad con mayor crudeza; sobre todo el hallazgo de una naturaleza férrea, indomable, que hasta ahora había sido encubierta por el éxito exterior. Estas plurales causas, y todavía otras que escapan a nuestra mirada detenida en su poesía, nos parecen apoyadas fuertemente sobre una revelación que sacudirá con violencia su lirismo y por la cual comprenderemos los extraños caminos por los que en adelante se aventura: el tiempo. Podemos evocar el breve diálogo de la obra de Bergamín para aplicarlo justísimamente a este instante crítico de la poesía vazferreiriana: "¿Por qué dudas ahora de ti misma, Medea?” "Porque he empezado a ver con mis ojos el tiempo”. En los últimos años del primer decenio de nuestro siglo, María Eugenia comienza a ver con sus propios ojos el tiempo y duda de sí. Ye un tiempo que consume y disgrega todo, transformándolo, como había observado el clásico español, en tierra, en polvo, en humo, en sombra, en nada. Reconoce por primera vez la existencia del voraz monstruo que ha acechado a tantos poetas y va reconociéndolo con el mismo ritmo con que se ejerce sobre su vida: muy lento, casi inexistente al principio, y luego vertiginoso hasta la angustia. Porque hay algo que dramatiza aún más el pasaje del tiempo y es la inmovilidad aparente con que se lo ve pasar. La atroz agonía de verse igual, idéntico a sí mismo, incambiable, mientras todo y nosotros dentro de ese todo, cambiamos y desaparecemos. "La monedita del alma se pierde si no se da” dijo un coplero magistral, y es ese no entregarse que simboliza el vaso cerrado de los poemas aludidos, el que está mirando pasar el tiempo, sufriendo porque transcurre como un ilusionista hábil y gozoso, y también porque ¿no puede? ¿no quiere? abandonarse a su juego engañador. Por no entregarse a él y a lo que significa, por no sumergirse en el torbellino donde hay vida y donde hay muerte y un perpetuo engendrar de ambos opuestos, engañándose así voluntariamente porque se le imita en la carrera, el poeta refluye sobre sí y se enclaustra: es la botija de cristal donde queda preso el licor sabroso y perfumado, es la imagen con que concluye su poema A Heros: el corazón dentro de un vaso cerrado sobre el cual se vierten inútilmente las cascadas amorosas. Y en ambos casos la sensación cruel de que algo se corrompe en ese claustro que se rehúsa al tiempo y por lo tanto a la vida. Desaparece de su lírica el tú amoroso que había encantado sus poemas de Fuego y mármol, otorgándoles una penetrante sensación de espacio, y desaparece con él el jardín primaveral que lo rodeaba. Queda solo el poeta, que mira hacia dentro para encontrar a su yo y explicarse, o para encontrar almas hermanas que acompañan y consuelen. Aquel tú masculino que era un otro distinto que se le oponía, se convierte en emanaciones del yo femenino. Hasta el dios del amor, el arbitrario Eros, se disfraza de buena hermana, fecunda y pía. Pero estas figuraciones compañeras no quiebran el cerco de soledad que ahora se apodera de su lirismo haciendo con él un espejo de su aventura personal. Al avanzar por este camino el poeta ve con claridad el enclaustramiento progresivo de sí, el aire enrarecido que lo circunda y del que sólo puede liberarse por la poesía. Aquellas imágenes que simbolizaban su encierro y la destrucción de la vida que sigue palpitando dentro de ese claustro forzado, derivan a la radiante imagen de la isla que recoge unitariamente la poesía de su segundo ciclo: una isla segregada del mundo y del tiempo, donde resuena el canto solitario, la isla de los cánticos. Su crisis de orientación es radicalmente individual, pero muy alejada de la típica crisis romántica. Cuando el romántico percibe la ruptura entre su naturaleza y el mundo, y se siente dramáticamente solo, pone el acento sobre sí, no sobre el mundo, aun en el momento más duro de la separación. Eleva su experiencia a la categoría de verdadera interpretación de la vida que intenta reorganizar en torno a ella. De ahí la formulación de escuelas y de un sentimiento de la existencia que se hace colectivo y origina la sensibilidad nueva de un siglo. En el caso de María Eugenia la crisis rige exclusivamente sobre su persona, no se extiende a los demás ni se constituye en doctrina. Nunca encontramos en su poesía un intento de justificación racional y generalizada; al contrario, se la presenta como un estigma individual que es doloroso y perjudica y que por lo tanto no debe servir de ejemplo. En un despliegue de natural bondad el poeta desea para los demás seres humanos una vida completamente distinta de la suya, en que haya alegría y felicidad. Su sufrimiento es una experiencia única, intransferible, una experiencia de excepción entre los mortales que a ella le está asignada por causas inexplicables y superiores. Destino En ese momento descubre algo superior al sufrimiento ocasional, que por ser sufrimiento queda circunscrito por el tiempo: descubre la idea de destino, que se ha de señorear sobre el resto de su obra, constituyendo uno de sus más firmes apoyos, casi diría, la espina dorsal de su aventura poética y humana. El poeta, enfrentado al amor que se le ofrece, enfrentado a su propia tentación amorosa, ve aparecer dentro de sí una fuerza aún desconocida que establece un corte en el juego de tensiones eróticas y determinará sus reacciones y conducta posterior. Buena parte de la dura agonía del poeta no se hará en contra de las falsificaciones amorosas o de la inconsistencia del mundo que la rodea, sino contra este don interior, esta voz del destino que no alcanzará a comprender nunca y que comienza a dictarle su angustiosa actitud de vestal. De este modo el drama no se cumple como un juego de acciones y reacciones entre el sujeto y su mundo exterior, sino que se traslada al mundo interior y se realiza, con mayor dolor desde luego, en la propia conciencia. Esto traduce su poesía, y es necesario señalarlo bien para desvanecer los numerosos equívocos concitados en torno a María Eugenia y desechar las explicaciones psicofisiológicas que se han dado para aclarar su peculiar ubicación humana y poética. No es un desengaño amoroso, no es miedo de la vida, no es orgullo, ni una religiosidad beata, los que la apartan del goce de la carne y del goce aniquilador del amor que vive en esos mismos años Delmira, sino el descubrimiento de una voz interior, un destino para decirlo de modo terminante, que le impide el acceso al goce. Y si volvemos la mirada atrás, y seguimos la huella poética que nos traza su historia juvenil, encontraremos intuido muy pronto este sentimiento fatal, sin la dureza afirmativa que adquiere ahora pero teñido de una desvaída tristeza, de esa melancolía que, como ha visto Guardini, nace del rompimiento nostálgico con la ardorosa vida que nos circunda. Es en Flor de Sepulcros, que prefigura a la distancia, desde 1899, su definitivo El ataúd, flotante, donde encontramos estos versos: Yo de mi frente, cuna sin lumbre, sin alegrías, te daré en cambio las insondables melancolías. Sobrecoge leer, iluminados por estos versos, aquellos encendidos que en los mismos años dirige al amor y a la primavera, los que traducen el vértigo luminoso del día y de las rosas que muy pronto se desvanecerá para dejar paso, duramente sentida y pensada, a la idea del ineluctable destino. Cuando se formula, el poeta oye su dictamen sin comprender su sentido. Es como una voz de la sangre, ciega y sorda, que le reclama la existencia y la sume en el sufrimiento. Al hacerse presente este mandato en su vida, María Eugenia no parece comprender su origen, su dirección, el alcance global que tendrá, la transformación que ha de operar sobre su contemplación de lo vivo, y de él sólo registra la pesada cuota de sufrimiento que le impone. Porque éste es el origen aparente de la melancolía poética que circula en sus versos: la contemplación de un destino superior a ella que la arranca de la entrega amorosa a que está dispuesta su juventud lírica y la impulsa a una "salvaje selva” cuyo significado no alcanza. La situación no alcanzaría el dramatismo que la distingue en la obra de María Eugenia, si no reconociéramos, oponiéndose al destino tenaz que, implacable, niega la vida, una apetencia de alegría y de amor, tan ardiente como para hacer dolorosa la mutilación. Más aún; el ansia de vida no desaparecerá fácilmente y en muchos poemas germinará como una presencia indisimulable para establecer el claroscuro dramático. La continuidad terca de esta veta viva de amor y deseo que va señalando los límites precisos del destino, y que hace dramática su acción negativa, muestran una naturaleza que, tal como lo indicaban sus primeros poemas, y los posteriores de Fuego y Mármol, parecía destinada a la gozosa expansión en lo vivo, a la entrega amorosa. Pero por efecto de la reiterada negación, la veta de amor va adquiriendo una calidad vagarosa, como en una pesadilla que reviene vez tras vez al espíritu, tiene esporádicas referencias a lo sexual aunque nunca en el grado en que aparecen en la obra de Delmira a causa del pudor y la austeridad expresiva típicos de María Eugenia, y por fin se espirimaliza mágicamente y se transfigura en una sencilla apetencia de alegría. Al transfigurarse de este modo, se reanuda la línea expresiva de lo popular que cultivó María Eugenia —la única entre los poetas del novecientos que supo pulsar auténticamente esta poesía inusual en nuestra lírica— con sus pequeños cuadros de la vida sencilla su depurada y tierna copla amorosa; su don de simpatía para la existencia anónima del pueblo con sus músicas, diversiones, trabajos; la gracia para captar el paisaje cotidiano, huero de belleza pero invadido por la cálida irradiación de las cosas humanizadas. Parte de la obra de María Eugenia dará testimonio de su esfuerzo por superar la oscuridad significante con que la idea del destino la señala, porque si bien el poeta acepta la imposición superior de su "moira”, intentará al mismo tiempo comprender sus características y el por qué de su formulación. Tratándose de María Eugenia, el esfuerzo de comprensión equivale a un esfuerzo de liberación y es la forma peculiar que en ella asume la lucha contra el destino, su afán de destruirlo. Si llega a entenderlo, podrá desembarazarse de la ardua corona, pero eso no ha de ocurrir y de su esfuerzo de comprensión para zafar del destino le quedará una profunda mirada que atraviesa las cosas para ver más allá —los ojos míos pueden vivir en lontananzas huecas— y una admirable capacidad de atención lúcida para registrar la aventura dramática de su espíritu. La ignorancia es cómplice del sufrimiento, pero éste no desaparece totalmente nunca por lo mismo que no podemos vencer a aquélla, y siempre queda rodeando al hombre, aun a los espíritus superiores, una densa zona de misterio. Pero al mismo tiempo, qué inagotable fuente de poesía este esfuerzo para penetrar el misterio, este querer iluminar las tinieblas y estar juntamente enamorado de ellas. Hay seres cuya audacia, como dice la frase popular, no tiene límites, y colocados en plena oscuridad, se adelantan sin vacilar para destruir el misterio que les tienta, o, también, son arrastrados por la tentación sin que su cobardía los salve. María Eugenia, de cuyo temor a la vida se ha hablado, hace la experiencia de la oscuridad y el sufrimiento e intenta agotarlos con una entereza que admira. Sus últimos poemas, linderos de los años de enfermedad y de muerte, dominados por una tristeza calma y profunda de las que deja el sufrimiento cuando se lo ha traspasado hasta sus estratos finales y es ya una plenitud de amargura y saber, nos dicen bien del tenso aprendizaje del conocimiento que ha cumplido, y de la elevación de su inquieto interrogar a una zona superior de la vida. Este destino, ¿cómo es? Se presenta con una calidad simplemente negativa, que aparta de los goces de la vida, con exactitud del goce central de lo vivo: el amor. Y sin alterar, al principio por lo menos, la visión anteriormente existente del amor, esas rosas purpurinas que simbolizan en color, perfume, alegría y frescura, la intensidad vital. Y juntamente por estar oponiendo una valla a lo humano, se carga de un sentido sobrehumano no claramente discernido por el poeta, pero que le sirve para caracterizarlo en sus manifestaciones más evidentes. Así se nos presenta, con la expresión de su plenitud artística, cuando después de ofrecernos su lista de quimeras y espejismos, les opone su ineluctable destino: También como a vosotros miráronme gozosas las pupilas, que rayaron en tórridos incendios con brillos de fulgentes pedrerías...
Mas seguí torvamente y tristemente porque también me ungieron en mal hora con sedes y ambiciones sobrehumanas, con deseos profundos e imposibles, y voy como vosotros también inaccesible e impotente, cargando con la cruz de la quimera, ajustada a la sien ardua corona, sin poder claudicar y sin tocar la carne de la vida jamás, jamás, jamás. En ningún poema se expresa con mayor claridad que aquí la idea del destino sobrehumano, y arrastra con él, necesariamente, la expresión de la inocencia de su víctima. Estamos en plena idea de lo trágico tal como lo concibió y manifestó artísticamente la antigüedad. Inocencia Porque en efecto, desde que se formula por primera vez la experiencia del destino negador de la carne, hasta que se clausura su vida, estará siempre presente, para sostenerla, para darle toda su contextura trágica, el sentimiento de la inocencia. De ese destino no puede ni debe responder la víctima como culpable, porque no lo es, y sin violar la verdad no puede golpear su pecho en signo de arrepentimiento. El destino se ejerce gratuitamente, en el más absoluto vacío y no implica culpa: es esto lo que genera, justamente, el sentimiento trágico. Su inocencia adquiere a nuestros ojos una dignidad sostenida y una perseverancia serena que la realza desnudamente, porque el poeta no se queja, aduciéndola como excusa, ni grita que no es culpable reclamando así la justicia. Al contrario, da por supuesta siempre esta inocencia, no la ofende n« la defiende, la afirma con serenidad, y sus quejas se dirigirán sólo a la dureza del destino implacable que la rige, porque comprende que su inocencia es el rescate de su humanidad, la condición de su libertad y de su grandeza. Pudo decir de sí, como dijo de la belleza, eres inmaculada e inocente. En su inocencia se cifra su libre arbitrio ante el mundo, y por encima de él, su sentido de la responsabilidad y del compromiso con la ley sobrehumana; por eso perseverará majestuosamente en su afirmación de "soy inocente” y no dudará de ella. Cuando Job ve prolongarse el castigo sobre el inocente, reclamará la sabiduría del pecado, querrá conocer la dimensión de la justicia y por lo tanto la cualidad de su infracción a la ley, pero en ese mismo instante habremos perdido el sentimiento prístino de la inocencia que en cambio no abandona a María Eugenia la que, por este mismo sentimiento, se emparenta con las figuras trágicas griegas. No hay en ella nada semejante a un sentimiento de culpa, ninguna vacilación en la creencia de su naturaleza de víctima, pero llegará a descubrir, por un proceso descarnado de análisis, que la suya puede no ser distinta de la naturaleza del victimario. Lo que llamamos dignidad sostenida de su calidad de inocente, no podría sin embargo perdurar si no se le agrega la íntegra aceptación del destino, de ese destino no originado por la culpa y que funciona en el vacío, por el azar, por el capricho, por la voluntad divina. Hemos hablado de su combate con el destino y ya anotamos el ansia de comprensión que está en la médula de esa agonía. Busca ardientemente precisar sus límites, su origen, el imperio que ejerce sobre su alma, y sufrirá por la ardua corona ajustada a su sien, pero sin intentar invalidarlo. Existe, actúa sobre ella, da origen a su sufrimiento, la dirige hacia una secreta gloria que aunque no pide le será otorgada, y enfrentándose a un posible autor de ese destino, preguntará ¿por qué?, ¿por qué este capricho? En todo esto, en el acento de sus poemas más angustiados, está patente la aceptación que se hace con la naturalidad, que es grandeza, revelada a través de la honda calidad de su lirismo. Hasta en los momentos de mayor desfallecimiento, cuando el ser ahíto de tristeza y vida vacía parece más dispuesto a la protesta, María Eugenia halla la fórmula de la aceptación y sólo pide el fin, la muerte. Cuando mirando a la tierra propicia que la ha hecho y con la que está hecha, desea volver a ser polvo, dirá: He de volver a ti gloriosamente, triste de orgullos arduos e infecundos, con la ofrenda vital inmaculada. No sé, cuando labraste el signo mío, el crisol armonioso de tus gestas dónde estaba. . . dónde la proporción de tus designios... Tú me brotaste fantásticamente con la quietud de la serena sombra y el trágico fulgor de las borrascas. . . Tú me brotaste caprichosamente alguna vez en que se confundieron tus potencias en una sola ráfaga... El poeta determina con exactitud la actitud creadora de esa tierra de la que se siente descendiente, el capricho que rigió su obra genética, pero no pasa al plano de la protesta y la censura. Se limita a comprobar, apenas si a interrogarse sobre cuáles pudieron ser los motivos de esta peregrina conducta que le ha dado nacimiento. La contradicción con que el poeta se siente creado, la falta de armonía en el crisol o de proporción en los designios, la mezcla de quietud de sombra y fulgor de borrasca, establecen en el plano de lo psicológico, este violento dualismo que de ninguna manera podemos reducir al clásico alma-cuerpo aunque con él tenga sus soterradas vinculaciones. Manifiestan una oposición de fuerzas disímiles que existen en permanente acción y que traducen a la conciencia el trágico juego destino-inocencia. La misma visión aparece en el Canto Verbal, donde leemos: Yo no sé en qué fantástica materia al escultor de la progenie humana le plugo modelar la estatua mía, que no ablanda la luz de las auroras ni el oscuro crepúsculo marchita; La aceptación del destino se hace siempre en el sentido de señalar su carácter sobrehumano, fatal, anterior a todas las experiencias de la vida y su excepcionalidad, merced a la cual el poeta queda segregado del resto de los humanos marcado por un particular estigma, sin que no obstante pueda obtener la clarividencia perfecta de su situación ya que se encuentra sumido en el sufrimiento. El poeta puede alcanzar que es distinto, que sufre, y que es inocente. Pero otras veces, al experimentar el desfallecimiento que surge de enfrentar su esterilidad vital incomprensible con el goce sano y fuerte de lo vivo, refluye hacia el centro de sí misma este impedimento vital y el destino parece identificarse con el alma: Dios de las misericordias que los destinos amparas, cuando me echaste a la vida ¿por qué me pusiste un alma, Mírame como Abasuero siempre triste y solitaria, soñando con las quimeras y las divinas palabras... El elemento diferenciador que la separa del común de los hombres no es ahora el destino, al que se superpone la noción de alma. Esta superposición no se vuelve a repetir en su obra poética y sólo al pasar se apuntan ideas que confluyen hacia esta afirmación sorprendente: el destino como alma. Sin embargo, María Eugenia no perseveró en esta concepción que sólo aparece cuando, al presenciar la vida sencilla y aproblemática de la materia viva, intuye que el destino que sobre ella se ejerce, en tanto fuerza opuesta a esa materia, está rigiendo su mundo espiritual, su alma. Pero la superposición de destino y alma, que arrojaría una radiante luz sobre el conflicto espiritual humano mediante la generalización que implica —y que nos permitiría decir "porque el delito mayor del hombre es tener alma”— no alcanza a explicar totalmente el caso particular en que el poeta se debate contra un destino que le ha sido fijado sólo a él y que orienta su vida fuera de la ley vital como excepción trágica. Por otra parte, si la superposición se hiciera efectiva, parecería implicar necesariamente la idea de culpa personal para explicar el conflicto dentro del cual se mueve el poeta, destruyendo así el sentimiento de inocencia que hemos distinguido como esencial en la situación de su lírica. En el mismo poema, una vez que ha desagotado su corazón angustiado con esta protesta ocasional, reanuda valerosamente su camino marcado con un signo de resignación: Así me quejé y a poco seguí la tediosa marcha. Lo que queda de esta aproximación circunstancial, a la que es arrastrado el poeta fugazmente por un desfallecimiento de su capacidad de resistencia intelectual y moral pero de la que se recupera por un esfuerzo de lúcido análisis de la realidad, es la concepción del alma como instrumento transmisor de su destino. Queda pensada como un centro energético de índole espiritual sobre el que actúa el destino fortaleciendo, o hipertrofiando, sus movimientos peculiares rectores de la conducta. Y sin embargo —no olvidemos que estamos ante un poeta, que además se desarrolla dentro del tiempo, y en el cual, por lo tanto, no es posible reducir los estados y visiones líricas a filosofemas estrictos y siempre valederos— María Eugenia siente que aunque el destino obre sobre su alma, no queda invalidada la unidad integral de ésta ni su absoluta libertad. La acción del destino cuyos límites busca determinar el poeta, le revelan en una primera instancia la totalidad de su inocencia, su libertad indestructible y su calidad de "outlaw”. Todavía más: puede intuir las soluciones posibles para su conflicto, compulsar la esperanza y aun verla desvanecerse. Y en el terreno del conocimiento, su nueva situación le permite acceder a una visión distinta de las cosas y los seres, que llamamos, utilizando sus propios símbolos, experiencia del mar. Fuera de la ley De las nuevas condiciones que rigen al creador después de producirse su crisis de destino, veamos la que primero siente él en carne propia, aquella por la cual pasa a estar, literalmente, "fuera de la ley”. Cuando un destino no se ejerce globalmente sobre el género humano, o al menos sobre un amplio conjunto de seres, cuando de modo incomprensible elige sólo a uno de ellos y lo señala, éste queda automáticamente fuera de la norma imperante, fuera de la comunidad a la que hasta ese momento podía sentirse indisolublemente atado. Sin embargo no queda amputado al cuerpo social en lo aparente, sino sólo en lo esencial. Y decimos sólo en lo esencial para destacar su nueva y ambigua situación: exteriormente sigue integrando la comunidad que lo acepta en tanto cumpla con sus obligaciones sociales; interiormente comienza a ser distinto, se rompe el lazo de unión de tal modo que a él le corresponde la exteriorización social de la ruptura con la comunidad. El accionar del destino sobre el individuo ¡nocente se repite aquí en e! plano de lo psicológico: la criatura inocente debe separarse por voluntad propia y gratuita de la sociedad a que pertenece, la que verá en ese acto una manifestación del absurdo, del capricho, la maldad, la tontería, etc. La calificación de absurdo podemos aceptarla si observamos de cerca esta nueva situación, porque el lazo social lo rompe voluntariamente el destinado en lo que tiene que ver con los beneficios y no con las obligaciones, que deben permanecer invariables: renuncia a las ventajas de integrar el grupo social pero no puede abandonar ninguno de los compromisos esenciales que lo someten a los demás hombres. En un primer instante se establece una situación dramática entre el poeta y su contorno, pues el sacrificio de aquél aparece como excesivo: el poeta es tentado por su mundo y se resiste a la separación, y ese mundo —generalmente indiferente— censurará su conducta sin intentar conocer cabalmente sus motivos. Pero en ese mismo primer instante y en todos los instantes posteriores, el poeta se enfrenta a una experiencia mucho más difícil, sobre todo agotadora y sin salida visible: la de la soledad. Soledad y silencio Al sentir que el destino lo distingue y lo señala con sus peculiares caracteres, comienza a sentirse diferente, distinto de los otros, en una palabra, solo. El aprendizaje de esta soledad imprescriptible será ingrato, prolongado, estéril muchas veces y de él siempre se querrá salir de cualquier manera. No se puede permanecer invariablemente en la soledad. Es una de esas experiencias que demuestran la necesidad de comunicación inherente al hombre, y que si valen, y mucho, es como intermedios depuradores y no como estados definitivos. Para reconfortar la soledad de un poeta, otro le dirá que en cada ciudad de su país un joven se haría matar por sus versos, es decir que hay alguien semejante a él, alguien que por su sola existencia rompe el enclaustramiento del solitario. Para tratar de vencer ese enclaustramiento Baudelaire se entregará al espíritu fraterno de Poe, y Byron inventará hermanos literarios junto a los cuales llorar y reír. Los poetas románticos proyectarán de su soledad maravillosos héroes solitarios, no sólo para poder expresarse entre los hombres, como generalmente se afirma, sino además para tener compañeros semejantes que restablezcan la comunicación La austeridad del sentimiento vazferreiriano se muestra en la forma de ingresar en la soledad y de permanecer en ella fieramente, casi sin consuelos. A veces se sale brevemente por el recuerdo del amor que va ya frustrado en la simple enunciación; pero lo normal es verla ahondar su propia soledad en busca de alguna mágica y maravillosa salida a la que nunca llegará. Por eso podemos decir que en la poesía de lengua española pocas veces ha resonado tan crudamente desnuda, con tal amarga reciedumbre, una visión de soledad total, desesperada y sin ternura. Si evocamos un momento sus poemas, aun muchos de su primera época, encontraremos el mismo ambiente que se repite sin apreciables variaciones: una mujer sola que medita, una mujer sola que se duele, una mujer sola que deambula por las calles, una mujer sola en la soledad de la noche. A veces aparece un diálogo en el cual, para hacer más dura la impresión de soledad, el otro pertenece al mundo inanimado, —la noche, el mar— o es ella misma —su alma, su esperanza muerta, su poesía— o es, omnipresente, la soledad personificada. La soledad es una constante de La Isla de los Cánticos y a lo largo del pequeño volumen desborda la pudorosa anotación, se hace gemido, queja constante, absorbe el lirismo, origina alguno de los más hermosos poemas —Desde la celda—, como una terca hiedra envuelve la poesía y por un lento proceso de reflexión se transmuta en silencio para acallar la voz del poeta. A ella, tanto como al exigente criterio estético de María Eugenia, debemos una tan breve y depurada colección de poemas. La vivencia de la soledad está jalonada en ella por tres poemas de títulos significativos que nos dan la clave del proceso. Son Los desterrados, Desde la celda y Enmudecer. Los desterrados nos muestra el momento inicial, cuando lo más importante es el drama entre el poeta destinado y el contorno social. Es atraído por las figuraciones sencillas del amor y con gusto cambiaría su ardua corona y con ella la riqueza espiritual, la superior calidad humana que le fué asignada, por la felicidad de un ser anodino, sin secretas ansias. Más que por el repetido "¡si yo fuera usted!”, el poema se sostiene por el debate agrio de la ruptura y nos adelanta la comprobación de tina sequedad expresiva que veremos en otros poemas, efecto de la esterilidad que esa soledad instaura. La soledad, como todo estado espiritual, no funciona en el vacío. Tiene sus concomitancias, sus adherencias, que se vinculan a ella como elementos contrapuestos para suavizar su virulencia destructora. En Ave Celeste, dirá al pasar el poeta: y por la voz del viento la soledad suspira. En la poesía de María Eugenia, efectivamente, el viento es uno de los elementos contrapuestos y ello explica que un poema como la Elegía crepuscular, donde no se cita una sola vez a la soledad, esté traspasado por el sentimiento de ella en un grado al que no alcanza, por ejemplo, Desde la celda, que le está enteramente dedicado. La desaparición del problema dramático, explicado y discutido como tema central en el poema, permite aflorar con más ímpetu, ya que no el pensamiento, el sentimeinto que lo circunda y que se despliega líricamente. El estado solitario que en otros poemas se expresa con encono, aquí se suaviza y genera un laxo abandono. Su imperio sigue siendo dramático como en Los desterrados, pero en Elegía crepuscular la lucha no se entabla por la ruptura con el contorno social, como en aquel otro, sino que el poeta, ya instalado en la vivencia totalizadora de la soledad, se solaza en una momentánea calma que desearía eterna y aniquiladora. Claro está que tampoco este poema se concentra sobre el estado solitario propiamente dicho —como ocurrirá en Desde la celda— sino sobre la adherencia contrapuesta —el viento del crepúsculo— que aparece como una sublimación poética del halago amoroso de Los desterrados. Del dato exterior concreto hemos pasado a la presencia simbólica del viento; del dolor de la ruptura y el deseo de reatarse a la vida, al renunciamiento que aniquila; del dramatismo inmediato a un armonioso descendimiento en la angustia; de la fijación en el objeto exterior —admiración por el hombre fuerte, ansia de amor— a una intuición de la fugacidad y del definitivo vacío: Viento suave del crepúsculo que cruzas sin decir nada el transitorio paréntesis suspenso en la sombra vaga. Todavía en Elegía crepuscular se rastrea, en el clima y las palabras, la angustia que viéramos nacer en el poema Los desterrados por la sobrecogedora aparición de la soledad. Es otro, en cambio, el clima de Desde la celda. Aquí el poeta va a hablar directamente de su soledad y evidenciar que estamos en el apogeo de la experiencia, pero nos sorprende desde las primeras líneas el tono ligero de copla con que teje su tema. Luego, la exteriorización con que va desarrollándolo, como si nada tuviera que ver con él; el acento festivo que imprime a sus estrofas, que a veces se entreabre para dejar caer un verso más denso, pero que le permite concluir el poema con una pirueta que disimula la mueca trágica. Por último, en el clima general, un escepticismo amargo que revierte sobre sí mismo, ambiguamente, entre burla y llanto. ¿Qué nos cuenta? Que la soledad es definitiva e invencible, como una cárcel que nadie ve pero de la cual no se puede salir. Nos dice más: de tanto pensar sobre este estado del alma, rodearlo y escudriñarlo, va sacando un fantasma de la nada, que terminará por ser alguien, alguien a quien amar fatalmente en sustitución de todos los amores muertos o imposibles. Sentimos que ahora sí se han cortado para siempre los lazos que aún la ligaban al mundo: está sola en la soledad. Sentimos también, en ese tono suelto en que se comunica, que no está aprisionada por la soledad, sumida en un sufrimiento que es ignorancia; sino que esa soledad se ha transmutado en un confidente solidario de su vida, y se equipara a las buenas hermanas —la poesía, la esperanza— que asoman en sus poemas. En estos mismos años, escribe Antonio Machado en España, dirigiéndose a la soledad, su única compañía: no es ya mi grave enigma este semblante que en el íntimo espejo se recrea, sino el misterio de tu voz amante. Descúbreme tu rostro, que yo vea fijos en mí tus ojos de diamante. Como Machado, comprende María Eugenia que el enigma no es ella ni su destino, sino el de esta soledad esencial que la rodea, pero no pretende desenmascararla. Su intento de personificación no va más allá de la invención de un fantasma y sigue consciente de que la soledad está en ella como emanación primera del destino, es ella misma, y al develarle el rostro volvería a encontrarse con el semblante "que en el íntimo espejo se recrea”. Alejada ya del mundo, habiendo padecido ardientemente este amor supremo y habiéndolo dominado, el poeta se adelanta para buscar otra expresión de su destino solitario: Los aldabones golpean con rumor de eternidad,, y el corazón solitario le responde: ”Más allá”...
Sí, más allá de sí mismo, más allá del propio mal, amorosamente solo con su mal de soledad. Estos sencillos versos en que se abandona un instante el tono ligero, nos abren el camino para la última y doble expresión de la soledad. Por un lado asciende a la categoría de fuerza sobrehumana, intermedia entre hombres y dioses como la Muerte, en su Único Poema; por otro se concentra en su pequeña, individual vivencia, y la arrastra al silencio en Enmudecer. Este breve poema nos proporciona el final, humano y poético, de su experiencia solitaria: su adiós a la poesía, y su inmersión absoluta en la soledad. La grandeza del hombre destinado no está solamente en la aceptación viril de su sino, como hemos visto, o en el padecimiento íntegro de su cuota de sufrimiento merced a un alma recia. Está además, y sobre todo, en la capacidad para hacer revertir la experiencia en beneficio de los hombres que son siempre sus congéneres. Cuando el vínculo social se rompe creándose a su alrededor la cámara enrarecida de soledad, se conserva incólume la intrínseca solidaridad de lo humano. Si llegara a quebrarse, instantáneamente desaparecería la inocencia que es la que alimenta siempre la pureza con que se cumple esencialmente la inquietante aventura del destino. Sus huesos, como los de Edipo en Colono, traerán un gran bien para la tierra en que sean sepultados, gran bien que debemos interpretar de un punto de vista espiritual religioso. Es posible la queja, el desfallecimiento, la sensación de inutilidad y sacrificio estéril, pero nunca la pérdida de la solidaridad ética con los hombres. En María Eugenia esta actitud moral le hace encarar su caso desde otro ángulo, haciendo el balance de su aporte espiritual al mundo y a la vida. Superando los límites individuales en que por un tiempo estuvo encerrada, hace a un lado su sufrimiento y echa una mirada a su alrededor. Ha pasado por ella la época romántica de la angustia; ha llegado a su madurez, y si su partida personal puede darse por perdida, todavía queda otra partida que en ese momento comienza a interesarle más que su drama privado: la que juegan en la vida los demás humanos. ¿Qué puede darles? ¿De qué puede servirles su experiencia? Estas interrogantes se le plantean cuando ha hecho su experiencia de la noche muda y se sabe cercana del total aniquilamiento. Contempla entonces su aventura, su mensaje trunco, proyectados sobre la vida que transcurre festivamente a su lado y dictamina la inutilidad de esa aventura, la inconsistencia de ese mensaje. Sólo puede enseñar la tristeza, la soledad, y por último una muerte destructora y no salvadora. En cambio la vida, que prosigue empecinadamente, reclama la alegría, el canto gozoso. No por ello desaparece su soledad y sería absurdo pues las cartas están echadas desde mucho tiempo atrás. Por el contrario se hace total, se concentra sobre ella hasta transformarse en ella misma, ser su carne, su sangre, su voz. El poeta es la soledad y de ella no podrá desasirse. Y como la soledad no sirve a los demás, el poeta, atado por la solidaridad humana irrenunciable, para seguij siendo soledad deja de ser poeta. Así el sacrificio llega a ser total, porque abarca también el temblor de alma del que emanaba su vida-poesía. Del rompimiento con el mundo y los hombres hemos llegado al rompimiento consigo mismo, con el don poético por el cual su drama superó al tiempo. Quien no sabe estar alegre rime a sí mismo su mal. Por eso enfundo mi flauta, la del ambiguo cantar, y quien me escuche, oiga sólo mi paso en la soledad. Es lo último que queda: el silencioso paso del poeta en la soledad que ya no dejará huellas, interrumpiendo para siempre el camino lírico que recorrimos hasta su última pisada. Más allá sólo está la muerte. Libertad Hemos fundamentado el lirismo de María Eugenia en la interacción de dos fuerzas, al parecer contrapuestas, pero secretamente armónicas: un destino, una inocencia. ¿Será posible introducir una tercera que se les pueda contraponer y que haga más explícita la formulación compleja de su lirismo? ¿Y una vez introducida podremos abarcar la diversidad de reacciones que se producen y reducirlas a la consecución del hecho estético? La dificultad es extrema por cuanto partimos exclusivamente de este último y nos proponemos no abandonarlo. Pero al considerarlo observamos que sus fuentes generadoras no pueden reducirse a las dos citadas. El corazón de su poesía es un atadijo enmarañado de distintos impulsos que se oponen y se conciertan. Al señalar los ríos conductores sabemos de sobra que hay multitud de arroyos que aportan sus aguas, que hay accidentes imprevisibles y que hay vivencias guardadas a toda mirada humana. Pero distinguir las fuerzas más poderosas y generales nos permite aproximarnos a la entraña de la creación. La única fuerza que podríamos introducir en nuestro esquema con posibilidad de animarlo, trastornando su simplicidad funcional, es la que vemos resonar justamente en el pequeño libro que tenemos entre manos: la libertad. Contra el destino y aun contra la inocencia, la libertad. Aun contra la inocencia porque ésta representa frente a la acción positiva del destino un elemento de resistencia pasiva aunque extraordinariamente rico, y sólo merced a la intervención de la libertad adquiere una calidad radiante, activa, generadora de impulsos creadores. Podríamos decir que al impacto de la libertad sobre la conciencia inocente, le debemos la contextura de los poemas vazferreirianos, la armazón ceñida que ostentan y que explica bien el doble título con que una vez pensara designarlos: fuego y mármol. La acción afirmativa de la libertad se manifiesta en la capacidad para construir, generando la estructura expositiva; está presente en el momento en que se congela la inspiración poética en sus formas y por lo mismo la veremos estrechamente vinculada a la estética del poeta. Se observa generalmente, con justeza, que a las derrotas les debemos en poesía, y en tantas otras cosas, mucho más que a las victorias. Es inútil tratar de explicar este hecho por el falacioso afán de compensaciones del hombre, cuando parece más íntegro reconocer que al enfrentarse al destino adverso se potencia la capacidad humana. Pero a su vez ésta no puede actuar sin un oxígeno que debemos aceptar como hipótesis explicatoria: el convencimiento de la libertad absoluta. En el poeta la libertad le permite entablar el diálogo con su destino del que surge su poesía, porque es ella siempre un diálogo, más que con su tiempo como quiso Machado, con una eternidad supraindividual, supra-humana, que desciende amorosamente, y así lo entrevio Blake, a las cosas temporales. Y por el peso, a veces angustioso, que tiene el destino sobre la criatura humana, en ésta la libertad adopta con frecuencia el rostro de la rebeldía y se vincula permanentemente a la idea del amor. En su poema El cazador y la estrella, evoca sobre un fondo inestable que recoge su visión de la vida movediza e inquieta, vacilante y huidiza, la tenacidad trágicamente inútil del amor, que trata de superponerse a la frustración de lo indeciso afirmando un derrotero seguro. Y allí coloca su propia imagen, trasuntada en forma habitante del eterno mar de la vida: una estrella de mar, la más lunática, la más rebelde, hija del arte y de la libertad, Este último verso en que el poeta se constituye en hijo del arte y de la libertad establece el lazo fuerte que une a ambas ideas, la convicción sobre todo de que el arte —su poesía— es un producto de esta libertad esencial que distingue al creador. Efectivamente, la vivencia más profunda de la libertad aparece siempre como el elemento germinal de sus poemas sobre la poesía, trasuntadores de su arte poética, y sobre esa idea se fundamenta y construye la creación estética. Sin un sentimiento poderoso y seguro de la libertad interior no puede haber poesía porque no hay diálogo válido y auténtico con la determinación superior que rige al hombre y orienta su destino. Es en ese momento que el hombre aparece como opositor y dominador de un mundo adverso, exactamente como un conquistador. Y así dice en Sacra armonía: Oh los conquistadores cuando brota la voz que llevará diáfana y puro como un son patricio el pensamiento hacia la libertad. . . Esta convicción de la libertad, como elemento formativo esencial del alma, no aparecerá solamente vinculada a la creación poética. Se extiende a todas las experiencias humanas y las inunda de una prístina y dura claridad. A veces se enuncia concisamente como un dato de discurso intelectual, inusitado en el proceso rítmico de la poesía (como este verso de Sacra armonía: el pensamiento hacia la libertad), otras veces se traduce en imágenes transparentes, casi símbolos, que responden al mismo sentimiento de libertad. El poeta traspone la certidumbre y pasión de la libertad a formas en que se encuentra reflejado con la mayor fidelidad. La transmutación más habitual es la forma pájaro, que reúne apretadamente los rasgos más importantes de la experiencia humana íntima del poeta, justamente los que hemos visto: la pureza e inocencia, la libertad, el canto. Y ese pájaro en que se ve reflejado es tan perfecto y admirable que puede designarse con las palabras: Ave celeste. Alma, sé libre y rauda, sé límpida y sonora, como un maravilloso pájaro de cristal. Esos rasgos del alma —libre, rauda, límpida, sonora— constituyen también los rasgos del ave que aparece reiteradamente en sus poemas, como una de las sempiternas imágenes a través de las cuales gustaron verse aludidos los poetas cuando intuyeron la áspera pugna entre ellos y el mundo en que se debatían apresados. Pero aquí estamos muy lejos ya de los cisnes rubenianos que se limitan a distanciarse, desdeñosos, del barro del mundo. A la pureza, a la blanca inocencia de aquellas aves, se agrega en María Eugenia un apasionado reclamo de aire, de distancia, de inmensidad, un ansia frenética de libertad total, definitiva, que signifique un irse sin cesar, abandonando ese enclaustramiento de la sociedad, de los hombres, del mundo, de la vida en fin que entorpece su vuelo. Por eso, desdeñando los rasgos distintivos de la belleza suntuosa y principesca del cisne rubeniano, aparecerá en su poesía el águila que es sólo libertad huraña y retraída, como en el Cauto verbal: águila errante del desierto humano sin altas cumbres donde reposar el tedio de las rutas infinitas. Pero es también el pájaro enamorado que encontramos en sus poemas de amor, ese ruiseñor de Serenata que se siente capaz de arrastrar al ser amado a la libertad absoluta, arrancándolo a su enclaustramiento: y con las alas tendidas para remontarte en ellas, llevaré nuestras dos vidas a fundirse en las estrellas. Y es sobre todo el pájaro raudo y victorioso que aparece en Triunfal, el que se afirma contra la cautividad del amor en Invicta, donde resuena con violencia y jactancia la afirmación de esta ineluctable libertad: Sé que no apresarán tus recios bríos de mi alma libre la triunfal bandera. Porque esta vivencia de la libertad se vincula en rigor a la vida del sentimiento con su más acendrada expresión, la del amor. Pero aquí la libertad oficia como situación crítica desde la cual disponer voluntariamente la servidumbre amorosa. Existe como estado ideal para poder elegir con entera responsabilidad, en una apoteosis del libre albedrío, la jaula tantas veces evocada por María Eugenia, donde abjurar gozosamente de la libertad. Aspiración nos presenta el doble juego de libertad desafiante y servidumbre enamorada con el tono simple y casi humilde de la copla popular. Con esquiva ternura el poeta alude a sí mismo bajo la forma de un pájaro libre cuya existencia conoce, y simplifica la escena, reduciéndola a los símbolos elementales que la imaginación del pueblo creó desde siempre: el pájaro que quiere entrar en la jaula. El ritmo ligero del octosílabo con sus rimas agudas y su leve movimento interrogativo refuerzan el marcado desencuentro juguetón de las dos estrofas del poema, las que se enfrentan y dejan pendiente un acuerdo de índole amorosa que nos revela cuánto pudor singulariza la dicción del poeta. Extendiendo esta visión a lo humano, encontrará la misma dinámica en el centro de toda vida sentimental y el amor se le presentará como un romántico juego de gracia en que los sexos se oponen y burlan merced al afán conquistador del hombre y a la rebeldía congénita de la mujer —el corazón de la rebelde fémina de que habló en su poema Heroica— que elude a su cazador para luego rendirse. Así entrevió con mirada moderna el eterno encuentro del amor y lo evocó con nostálgico desapego en el poema que tituló con exactitud El cazador y la estrella. Oh derrotas bajo el vidrio de las olas sepultas con transparentes lápidas... oh victorias que corona la espuma con risas quedas y con rosas blancas Allí también dejó registrada la ligereza inconstante con que se mueve ese mundo de sentimientos, que se desliza con el perpetuo devenir del mar humano sobre una onda furtiva. Fosforescencia, glisamiento, zig zag funambulesco caracterizan el aproximarse y alejarse de estos seres que existen siempre y milagrosamente, como dijo con profundo verso María Eugenia, a flor de vida, en la piel enamorada de la vida, en su inconstancia. Pero el dulce abandono de Aspiración no debe engañarnos. La entrega de la libertad y la aceptación de la servidumbre no será nunca tan fácil. Como índice para medir hasta dónde cala en el alma del poeta la vivencia de la libertad nos servirán de dato las severas exigencias que plantea como paso previo a la servidumbre. No nos interesa aquí la visión del hombre ideal que en varios poemas pone ante nuestros ojos. Nos interesa percibir en los rasgos de ese hombre ideal el terrible esfuerzo para justificar la servidumbre. Generalmente se ha visto en los poemas de María Eugenia, como Heroica en que describe el amante ideal, la manifestación desmedida del orgullo del poeta, sin reparar que la grandeza de la figura amada no está destinada a complacer el amor propio, la vanidad, la egolatría, sino destinada a dominar el inextinguible impulso de libertad individualista que la sostiene y acrece ante el mundo. El amor no necesita de tales grandezas sobrehumanas, y varios poemas —Los desterrados por ejemplo— nos revelan que el poeta sabe muy bien que el amor puede brotar ante cualquier ser y que su efusión es ajena a la heroicidad. Pero el poeta también sabe, y lo sabe con dolor, que el amor es servidumbre y que ésta es verdadera cuando se abjura gozosamente de la libertad. La imagen del bardo gentil que aparece en Triunfal, o el vencedor de toda cosa de su poema Heroica nos permiten medir su indomable libertad. Ella misma se explica claramente bajo el significativo título de Holocausto en un poema que debe leerse vinculado íntimamente con el Heroica mencionado. En éste determina las características del amante ideal; en aquél las condiciones que han de cumplirse para hacer de la libertad una alegre servidumbre: Quebrantaré en tu honra mi vieja rebeldía si sabe combatirme la ciencia de tu mano. Sin embargo, cuando leemos estos poemas, cuando meditamos sobre esta afirmación fervorosa de su libertad, sentimos que no habrá diestra humana que sepa combatirla, que esa libertad no podrá reducirla y domesticarla el hombre porque se está enfrentando valerosamente con la eternidad. No la vence el hombre porque está por encima del hombre y se torna en un desafío. Acaso sólo un Señor suavemente fuerte pueda triunfar de esta afirmación anárquica de su personalidad libre. Ese Señor a quien dice en su extraña, enigmática Emoción panteísta: vas hasta el fondo arcano de mi naturaleza por todos mis jardines y siempre vencedor. He aquí al fin un vencedor por quien abjurar de la condición libre. Paradojalmente nada en él cumple con las exigencias de Heroica y lo que encuentra y la vence en esta figura divina es una doble naturaleza idéntica a la suya. En ella se combinan la fuerza y la debilidad; se resuelven en una sola fórmula la belleza y la ternura; se mezclan la angustia mortal y el ímpetu libre. Pero esas características del Señor suavemente fuerte son las mismas que el poeta encuentra en sí mismo, como si estuviera hecho a su imagen y semejanza. El poema ha quedado sin embargo aislado en la lírica de María Eugenia, apuntando a otro mundo que no se registrará cabalmente en su poesía pero a cuyos lindes nos aproximamos en la lectura de sus nocturnos. La desmesura libertaria que no halla en el amor humano su derrota ansiada, se tornará en una imperiosa fuerza constitutiva y se identificará con un signo exterior, corporal, que también se le presenta como ineluctable: la pureza virginal. Quedará así nuevamente aprisionada dentro de la idea de destino, pero algo nuevo estructurará su vida. A la vivencia de la libertad corresponde, en efecto, el sentimiento de unidad inalterable y firme que experimenta el poeta con tal intensidad agobiadora que llega al hastío. Se encuentra siempre igual a sí mismo, incapaz de variación apreciable, verdaderamente igual a una estatua. A ella se compara en el Canto verbal, a una estatua que no se ablanda merced al sortilegio de la aurora —vida-amor—, ni tampoco se marchita por obra de un crepúsculo que es tiempo que transcurre y acaba. Aun en los linderos de la muerte esta imagen estatuaria se conserva perfecta e inmaculada, con una fidelidad incambiable a su absoluta libertad interior. A partir de ella podríamos ver cómo la libertad exige ser perdida para ganarse. ¡Cómo no entender el hastío mortal, literalmente mortal, que la invade al experimentar siempre la misma unidad estéril, y el grito con que intenta desahogar su congoja!: ¡Ah, si pudiera desatar un día la unidad integral que me aprisiona! Ya este grito está anunciando la definitiva experiencia de la noche, pero antes vemos aparecer, fuertemente marcada, otra imagen de la libertad. La misma que vimos enunciada en Invicta con orgullo: esa bandera que triunfalmente ondea para atestiguar su entusiasta, alegre, vencedora libertad, cuando es aún un ser joven, espléndido, que goza de la vida. En la entrada a la vida, en su juventud radiante, agitaba la bandera de la libertad con un desafío todavía pueril, con el mismo desenfado risueño con que la marquesa Eulalia manejaba su risa y su abanico. En el regreso de su vida, cuando se aproxima de nuevo a la tierra que le dió ser, cuando está cercana la muerte, también encontramos desplegada esa bandera de libertad a la que canta con verso rotundo; pero esa bandera es ahora algo muy simple: un sayal mortuorio. Volverá a la tierra: en su sayal mortuorio toda envuelta como en una bandera libertaria. La experiencia de su libertad, ¿servirá sólo para constituir férreamente su alma y su creación poética? ¿No se derivará de ella algo más? ¿No promoverá un sufrimiento y un entendimiento del mundo? A esto apunta un poema único que pertenece a ese conjunto misterioso de su poesía cuya comunicación lírica es más profunda e inefable. Resurge en él el pájaro imagen de sí que vimos en otros poemas, y resurge transmutado, actuando sobre un decorado extraño como de tabla de primitivo medieval en que la vida, la muerte y la soledad se reúnen para generar el mundo, y agitarlo sin tregua. El poeta vuela sobre él en el sueño y en la realidad, solitario, libre y condenado dentro de su propia libertad. Ha entrevisto al fin el verdadero sentido y desarrollo del mundo, ha comprendido el alcance de su propio destino y parece decidido a aceptarlo por entero; ha superado la confusión de la vida y su drama inmerso en ella; ha terminado afirmando la inalterable eternidad de su pesquisa. (Fragmentos de la obra "La poesía de María Eugenia Vaz Ferreira: una enquisa de la eternidad".) |
por Ángel Rama
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María Eugenia Vaz Ferreira en Letras Uruguay
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