La loca |
Desde hace dos horas, no hago más que entretenerme en hacer la revisión de lo que fue mi vida. Toda la vida me trataron de loca. Mamá decía que de chiquita era muy soñadora, que siempre estaba en la luna imaginándome cosas extrañas o soñando. Pero al pasar el tiempo comenzaron a cambiar. Empezó a no caerles en gracia que hablara con los árboles, que esperara en una esquina para ver pasar una nube, que tapara los zapatos por las noches para que no sintieran frío.
“¿Por qué les parece tan raro lo que hago yo? ¿Y lo que hacen ustedes?... Le hablan a estatuas de santos hechas de yeso, cuentan los números de los boletos para tener suerte, pisan con el pie derecho al subir al colectivo... Cada cual tiene sus propias locuras pero no las ve. Yo no estoy loca”, insistía.
Una vez mi padre quiso llevarme al siquiatra. El siquiatra me hizo preguntas totalmente fuera de lugar, ¡cosas rarísimas!, me mostraba círculos y me preguntaba que eran. Yo le decía, “círculos”, y él asentía con la cabeza como si fuera la gran cosa saber que un círculo, es un círculo. Después terminó recetándome unas pastillas cuadradas para la cabeza que me obligaron a tomar en casa. Los remedios me hacían dormir y yo no tenía problemas con el sueño, o sea, mi problema era que los demás tenían problemas para verme. Eso hizo que empezara a alejarme de mi familia. Interpretaban mal todo lo que yo hacía. Esto me molestaba mucho y no podía dejar de decírselos. Me molestaban hasta porque me peinaba en la mesa, ¡no me dejaban usar el tenedor para peinarme! No me podía quedar viendo la comida cuando intentaba descifrar el mensaje oculto en la sopa de letras. Pero el colmo fue cuando me impidieron entrar al baño sola. Solía refrescarme los domingos abriendo al máximo la ducha del bidet, para pensar. No podía ni siquiera tener un momento de reflexión en aquella casa.
Todo el tiempo estaban detrás de mis pasos. Furtivamente empezaron a andar tras de mí como cazadores. Ellos me volvieron una presa huidiza. Por ellos fue que empecé a esconderme. Una tarde me atrincheré bajo el fogón de la cocina. Oía las pisadas, las llamadas obsesivas buscándome. ¿Para qué me buscaban tanto?, ¡querían encontrarme pero se negaban a verme! Realmente estaban locos.
Otra tarde entré en el lavarropas. Me gustó lo limpio que estaba y el rico y freso olor a jabón, encima me deleitaba ver mi cara reflejándose en el tanque como un espejo desfigurado. Recuerdo que me hicieron salir a los golpes “¿Por qué tanta violencia?”, les pregunté. Me respondieron la cosa más estúpida: “A los treinta años ya no puedes esconderte adentro de un lavarropas”. ¿Qué quería decir aquello?, ¿que si tenía veinte o cincuenta y ocho tal vez podría? Además, ¿cómo podían tener el tupé de decir que no podía entrar si me sacaron de allí? ¡Cómo les costaba ver la realidad! Me pareció que la respuesta consumaba el magisterio de toda una larga carrera de estupidez, eso, o que estaban pura y sencillamente locos, y se merecían un título por sus méritos.
El sábado tomé la más brillante de todas las decisiones. Traté de esconderme adentro de un cajón al que oculté previamente bajo la tierra, quedándome un buen rato en silencio. Solo sentía el fresco perfume de la humedad de la tierra. Adiviné cercano el vaivén de la hierba con el viento suave. Lo podía escuchar. Todos los sonidos se acentuaban en mis oídos y la mente me los mostraba con visión panorámica. Adiviné también mariposas negras sobrevolando mi escondite, pero sé que no querían descubrirme, solo protegerme. Hasta el gato del vecino se acercó a mi escondite, pero no dijo nada porque lo entendía todo. Pasó despreocupadamente y siguió de largo en busca de sus ocho vidas. Yo podía tener tantas vidas como él, si quisiera. De golpe sentí caer una guayaba de 275 gramos sobre mi techo. Alguien la destornilló del árbol al que estaba encajada y la soltó sin reparos... seguro que ya no daba más luz o estaba vencida. Pero como yo no estaba vencida podía decidir cuando aflojar mi propia rosca. Ahora estaba de incógnito bajo la tierra, husmeado el humus ennegrecido de una realidad oscura y postergada. Al rato escuché pasos inquietos de los de arriba y escuché sus llamados tortuosos y sus gritos llenos de ningún significado. ¿Para qué se desesperaban tanto? ¡Qué ilógicos que eran! Una vuelta les oí decir a mamá y a papá creyéndose solos: “¿Por qué no la internamos?, ¡ya no sabemos lo que es tener paz en esta casa!” Si tanto querían no verme, ¿por qué insistían en buscarme? ¿No era eso acaso un tangible síntoma de alguna dolencia siquiátrica? ¡Pobres dementes!... No tenían la visión anchurosa del más allá visto desde el más acá. Desde aquí abajo, podía contemplar hasta el crecimiento blanquecino de las raíces tiernas y ayudar con mis ojos a salir a los diminutos pies de las raíces, hacia la salida oculta, hacia el anhelado renacimiento, o sorprender un rayo de sol en el improvisado reverberar, al encontrarse de golpe con un embrión lleno de vida. No estaba loca. Ahora podía comprobarlo.
Tiempo después, olí un delicioso perfume a flores maduras, sentí el peso de la tierra tirada sobre mi cajita, les oí rezar sobre mi techito de madera y sentí la humedad de sus sollozos angustiados. Después de todo me di cuenta de que les caía bien y me resarcí con ellos cuando se dieron cuenta, por fin, de que no estaba loca... Porque nunca había estado loca. Solo fabulaba mi tremebunda razón, en el último vértice de mi existencia, desordenando progresivamente el resto de mi cordura, como se irían desordenando después, una a una, todas las moléculas del resto de mi cuerpo, pues yacía muerta en mi ataúd desde hace dos horas. |
Irina Ráfols
irina_rafols@hotmail.com
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