El omnisciente |
El hombre había tomado la birome con fruición y comenzó por garabatear las hojas. Ideas monstruosas salieron agolpadas desde la tinta negra... ¡quisiera escribir la historia más exuberante, más fantástica que se haya escrito jamás!...
Comenzó a escribir. Fuertes relámpagos se hincaron en el cielo como dientes y la sangre de Cronos brotó de una vena embotada transparente... La pava hierve. ¡Ah!, y esta lapicera se esta agotando. El hombre ansiaba imaginar una vida imposible, la suya, la verdadera había comenzado a hartarle. ¡Qué mal!, el azúcar quedó destapada y se humedeció. La realidad sólo era un lapso establecido por un tiempo imaginario. Sólo podía medirse la eternidad desde la brújula de un sueño. El norte era el sur. La otra orilla reflejaba una costa que se desprendía de la imaginación y un náufrago podía ser un hombre cualquiera, a un paso de estar en medio de una verdad y una mentira. Sin saberlo, una sombra acechaba en la ventana. Puse el agua en la taza pero no sé donde dejé el té. ¡Ah!, aquí esta. ¡Ay!, ¡qué frío que hace! Tengo que cerrar esa ventana. Oyó el silbido del viento. De pronto, mientras escribía, una mano huesuda agitó desde la ventana, la fría hoja de un cuchillo… el cuchillo espoleó el vacío y centelló en la nada dos veces… el viento atizó con suavidad las cortinas, el lomo zigzagueante del aire se vio pasar con lentitud, como una serpiente invisible y artera. El pasado y el presente engañan al futuro. El agua esta demasiado caliente. ¡Todo es un engaño!... El único inocente entre la presunción de las palabras es el tiempo, por lo que se vuelve una conspicua pretensión achacarle la culpa de todo a los modos verbales... Entonces el hombre sintió cercana la presencia de la muerte. ¿Pero dónde metí la cucharita? Miró detrás, y vio dos ojos inexpresivos que tuvieron la voluntad de otorgarle la sorpresa de una agonía... el asesino se fue hacia él y le atestó dos furiosas cuchilladas. Una, en el medio de la espalda, la otra, cerca del omóplato izquierdo… esta última torció y cortó un tendón, pero no era el de Aquiles, lastimosamente, era el suyo. El dolor y la estupefacción lo echaron al suelo. El asesino esbozó una maligna expresión de triunfo, pero esa sensación de superioridad no le gustó nada al hombre. Entonces le echó una soberbia maldición. El asesino aun apretaba con afán el puñal ensangrentado. El hombre trató de incorporase para zafarse de una muerte segura y se trastabilló. El té se volcó en la mesa, manchando la hoja monstruosamente garabateada de espantos. La rabia y el odio crecieron impasibles en el corazón ahora lleno de aires del hombre, y el orgullo de una omnisciencia en la mirada trazó la meta de borrar unos ojos ficticios entre el desdén y la ironía. Rápidamente apoyó sus manos en la mesa, levantándose. El asesino desconcertado, lo miró perplejo: ¡pero este hombre infeliz no tiene sangre!, pensó. El hombre irguiéndose cuan alto era, se llevó una mano al pecho y apretó decidido su corazón: no iba a morirse. Mejor; que muera el otro. Entonces, el asesino, cayó impotente al suelo ante la prepotencia del que podía decidir. Pronto la agonía perdió todo espasmo de dolor y su figura se desdibujó entre el piso de baldosas, evaporándose hasta ya no verse.
Tomé entonces el papel en las manos y lo estrujé. Lo arrojé en la papelera una vez más, sin encestar, lleno de ideas que no fueron. Ahora voy a preparar otro té, más tarde vuelvo a empezar… total, soy yo el que decide. |
Irina Ráfols
irina_rafols@hotmail.com
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