El gato

 

- I -

En mi casa hay un gato que no siempre estuvo sólo. Vivió en compañía de un perro que desapareció misteriosamente un día, de otro gato que se llamaba Rockefeller, y un conejo que nos regaló un jardinero.
Es el gato de mi hija, que a veces siente la amenaza del ruido de la moto del vecino, y sube corriendo las escaleras que van a la planta superior de la casa.
Duerme, vive y se refugia en la habitación del piano, en el último almohadón, aquél que tiene una flor amarilla, del sofá donde mi señora se tiende a veces a leer, entre las sesiones de ensayos que ocupan la mayor parte de su tiempo.
El gato se imagina que si en el corto espacio de tiempo que transcurre entre el aullido de la moto, y el paso del monstruo por delante de la casa se interpone él, habrá perdido una de sus siete vidas.
Después de una conversación con el propietario de la moto y con su padre, el vecino que hace años hizo construir la casa de al lado, con la sana intención de vivir tranquilamente en esta montaña verde y soleada, tranquilizo a mi hija, y de pasada, al gato.

- II -

Éste gato es un gato de monte, es el primero que tuvimos ya cuando, en casa de un amigo que nos acogió mientras construíamos la casa, la gata de él parió en plena montaña.
Cuando hubimos terminado la casa, lo instalamos en una caja de cartón, bajo un techo de toldo que hay en el patio. El gato no quería vivir adentro de la casa. Cuando mi hija conseguía que entrara en la casa, aprisionado por éstas paredes y por los monumentales paneles de vidrio, maullaba delante de la puerta cuando llevaba acá un rato con nosotros.
El gato era chúcaro, prisionero de su propia libertad en plena montaña, los ojos llenos del paisaje agreste, en su cerebro de gato sonaba el canto del águila.
Comía lo que cazaba, pero no despreciaba la comida que mi hija le daba. También algún vecino me dijo en aquellos primeros tiempos de vivir en ésta casa, que aceptaba la comida, pero no en compañía de niños ni animales.

- III -

Cuando vivía acá el Pirulo, un pastor alemán que tuvimos durante algunos años, y que un día no vimos más, el gato se movía por la parcela como si no hubiera nadie más, ni siquiera se molestaba en bufar cuando el Pirulo se paraba delante de él, expectante, con las dos patas delanteras tendidas y las orejas tiesas, en actitud de juego. El gato se volvía sobre sí mismo y se iba lentamente, como si aquél mamotreto de animal que era el perro no significara ningún peligro para él. El perro se quedaba tan desconcertado que no atinaba ni siquiera a perseguirlo.
Cuando Pirulo desapareció, creemos que perseguido y atrapado por la red de algún empleado municipal, mi hija pidió otro animal de compañía.
Entonces fuimos a una tienda de animales, y, curiosamente, mi hija despreció los animales más caros, como un siamés hermoso, con una permanente mirada de mantenido. Eligió en cambio un gato atigrado y flaco, irrisorio casi, con cara de tísico, pero le llamó Rockefeller.

- IV -

Rockefeller era uno de los gatos más fieros que nunca nadie conoció. Yo lo vi rodar talús abajo en la parcela, peleando con el gato del vecino. Lo ví plantar cara al chúcaro en repetidas ocasiones, cerrándole el paso al plato de comida. El chúcaro era mucho más corpulento que él, pero se volvía sobre sí mismo, y se alejaba lentamente hacia el bosque, como si ni siquiera la falta de comida le asustara.
Mientras éstas cosas pasaban, Rockefeller se desvivía haciendo méritos con nosotros. Cazaba ratones y otros pequeños roedores que vivían en el talús. Cazaba mirlos, a veces grandes, y los depositaba cuidadosamente delante de la puerta de entrada. Su actitud, sin embargo, no hizo su vida más larga, un día un coche rojo y enorme, exuberante dragón de montaña de primer mundo, se abalanzó sobre él y terminó de golpe con sus siete vidas.

- V -

Dido, el conejo, era en realidad un macho. Si lo hubiéramos sabido desde el primer momento seguramente si hubiera llamado Eneas. Pero el jardinero que nos lo dio dijo que era hembra, y aún con la amenaza de tener una larga prole de conejos en la casa la aceptamos, con la esperanza de que un día convenceríamos a mi hija de hacerle a la "coneja" una operación que la dejara estéril. No fue necesario. Un día un perro enorme con ojos de demonio, azules casi blancos, arrancó con los dientes la frágil reja de la jaula del conejo y lo mató.

- VI -

Hoy el chúcaro es señor de la casa. Duerme, vive y se refugia en la habitación del piano, en el último almohadón, aquél que tiene una flor amarilla, del sofá donde mi señora se tiende a veces a leer, entre las sesiones de ensayos que ocupan la mayor parte de su tiempo.

Fernando Quiroga

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