Ahora bien; en la selva había muchos
animales feroces que rugían al caer la noche y al amanecer. Y la pobre
mujer, que continuaba sentada, alcanzó a ver en la oscuridad una cosa
chiquita y vacilante que entraba por la puerta, como un gatito que
apenas tuviera fuerzas para caminar. La mujer se agachó y levantó en las
manos un tigrecito de pocos días, pues aún tenía los ojos cerrados. Y
cuando el mísero cachorro sintió el contacto de las manos, runruneó de
contento, porque ya no estaba solo. La madre tuvo largo rato suspendido
en el aire aquel pequeño enemigo de los hombres, a aquella fiera
indefensa que tan fácil le hubiera sido exterminar. Pero quedó pensativa
ante el desvalido cachorro que venía quién sabe de dónde y cuya madre
con seguridad había muerto. Sin pensar bien en lo que hacía llevó al
cachorrito a su seno y lo rodeó con sus grandes manos. Y el tigrecito,
al sentir el calor del pecho, buscó postura cómoda, runruneó tranquilo y
se durmió con la garganta adherida al seno maternal.
La mujer, pensativa siempre, entró en la
casa. Y en el resto de la noche, al oír los gemidos de hambre del
cachorrito, y al ver cómo buscaba su seno con los ojos cerrados, sintió
en su corazón herido que, ante la suprema ley del Universo, una vida
equivale a otra vida.
Y dio de mamar al tigrecito.
El cachorro estaba salvado, y la madre había hallado un inmenso
consuelo. Tan grande su consuelo, que vio con terror el momento en que
aquél le sería arrebatado, porque si se llegaba a saber en el pueblo que
ella amamantaba a un ser salvaje, matarían con seguridad a la pequeña
fiera. ¿Qué hacer? El cachorro, suave y cariñoso -pues jugaba con ella
sobre su pecho- era ahora su propio hijo.
En estas circunstancias, un hombre que una noche de lluvia pasaba
corriendo ante la casa de la mujer, oyó un gemido áspero -el ronco
gemido de las fieras que, aún recién nacidas, sobresaltan al ser
humano-. El hombre se detuvo bruscamente, y mientras buscaba a tientas
el revólver, golpeó la puerta. La madre, que había oído los pasos,
corrió loca de angustia a ocultar el tigrecito en el jardín. Pero su
buena suerte quiso que al abrir la puerta del fondo se hallara ante una
mansa, vieja y sabia serpiente que le cerraba el paso. La desgraciada
mujer iba a gritar de terror, cuando la serpiente habló así:
-Nada temas, mujer -le dijo-. Tu corazón de madre te ha permitido salvar
una vida del Universo, donde todas las vidas tienen el mismo valor. Pero
los hombres no te comprenderán, y querrán matar a tu nuevo hijo. Nada
temas, ve tranquila. Desde este momento tu hijo tiene forma humana;
nunca lo reconocerán. Forma su corazón, enséñale a ser bueno como tú, y
él no sabrá jamás que no es hombre. A menos… a menos que una madre de
entre los hombres lo acuse; a menos que una madre no le exija que
devuelva con su sangre lo que tú has dado por él, tu hijo será siempre
digno de tí. Ve tranquila, madre, y apresúrate, que el hombre va a echar
la puerta abajo.
Y la madre creyó a la serpiente, porque en todas las religiones de los
hombres la serpiente conoce el misterio de las vidas que pueblan los
mundos. Fue, pues, corriendo a abrir la puerta, y el hombre, furioso,
entró con el revólver en la mano y buscó por todas partes sin hallar
nada. Cuando salió, la mujer abrió, temblando, el rebozo bajo el cual
ocultaba al tigrecito sobre su seno, y en su lugar vio a un niño que
dormía tranquilo. Traspasada de dicha, lloró largo rato en silencio
sobre su salvaje hijo hecho hombre; lágrimas de gratitud que doce años
más tarde ese mismo hijo debía pagar con sangre sobre su tumba.
Pasó el tiempo. El nuevo niño necesitaba un nombre: se le puso Juan
Darién. Necesitaba alimentos, ropa, calzado: se le dotó de todo, para lo
cual la madre trabajaba día y noche. Ella era aún muy joven, y podría
haberse vuelto a casar, si hubiera querido; pero le bastaba el amor
entrañable de su hijo, amor que ella devolvía con todo su corazón.
Juan Darién era, efectivamente, digno de ser querido: noble, bueno y
generoso como nadie. Por su madre, en particular, tenía una veneración
profunda. No mentía jamás. ¿Acaso por ser un ser salvaje en el fondo de
su naturaleza? Es posible; pues no se sabe aún qué influencia puede
tener en un animal recién nacido la pureza de un alma bebida con la
leche en el seno de una santa mujer.
Tal era Juan Darién. E iba a la escuela con los chicos de su edad, los
que se burlaban a menudo de él, a causa de su pelo áspero y su timidez.
Juan Darién no era muy inteligente; pero compensaba esto con su gran
amor al estudio.
Así las cosas, cuando la criatura iba a cumplir diez años, su madre
murió. Juan Darién sufrió lo que no es decible, hasta que el tiempo
apaciguó su pena. Pero fue en adelante un muchacho triste, que sólo
deseaba instruirse.
Algo debemos confesar ahora: a Juan Darién no se le amaba en el pueblo.
La gente de los pueblos encerrados en la selva no gustan de los
muchachos demasiado generosos y que estudian con toda el alma. Era,
además, el primer alumno de la escuela. Y este conjunto precipitó el
desenlace con un acontecimiento que dio razón a la profecía de la
serpiente.
Aprontábase el pueblo a celebrar una gran fiesta, y de la ciudad
distante habían mandado fuegos artificiales. En la escuela se dio un
repaso general a los chicos, pues un inspector debía venir a observar
las clases. Cuando el inspector llegó, el maestro hizo dar la lección al
primero de todos: a Juan Darién. Juan Darién era el alumno más
aventajado; pero con la emoción del caso, tartamudeó y la lengua se le
trabó con un sonido extraño. El inspector observó al alumno un largo
rato, y habló en seguida en voz baja con el maestro.
-¿Quién es ese muchacho? -le preguntó-. ¿De dónde ha salido?
-Se llama Juan Darién -respondió el maestro- y lo crió una mujer que ya
ha muerto; pero nadie sabe de dónde ha venido.
-Es extraño, muy extraño… -murmuró el inspector, observando el pelo
áspero y el reflejo verdoso que tenían los ojos de Juan Darién cuando
estaba en la sombra.
El inspector sabía que en el mundo hay cosas mucho más extrañas que las
que nadie puede inventar, y sabía al mismo tiempo que con preguntas a
Juan Darién nunca podría averiguar si el alumno había sido antes lo que
él temía: esto es, un animal salvaje. Pero así como hay hombres que en
estados especiales recuerdan cosas que les han pasado a sus abuelos, así
era también posible que, bajo una sugestión hipnótica, Juan Darién
recordara su vida de bestia salvaje. Y los chicos que lean esto y no
sepan de qué se habla, pueden preguntarlo a las personas grandes.
Por lo cual el inspector subió a la tarima y habló así:
-Bien, niño. Deseo ahora que uno de ustedes nos describa la selva.
Ustedes se han criado casi en ella y la conocen bien. ¿Cómo es la selva?
¿Qué pasa en ella? Esto es lo que quiero saber. Vamos a ver, tú -añadió
dirigiéndose a un alumno cualquiera-. Sube a la tarima y cuéntanos lo
que hayas visto.
El chico subió, y aunque estaba asustado, habló un rato. Dijo que en el
bosque hay árboles gigantes, enredaderas y florecillas. Cuando concluyó,
pasó otro chico a la tarima, después otro. Y aunque todos conocían bien
la selva, respondieron lo mismo, porque los chicos y muchos hombres no
cuentan lo que ven, sino lo que han leído sobre lo mismo que acaban de
ver. Y al fin el inspector dijo:
-Ahora le toca al alumno Juan Darién.
Juan Darién subió a la tarima, se sentó y dijo más o menos lo que los
otros. Pero el inspector, poniéndole la mano sobre el hombro, exclamó:
-No, no. Quiero que tú recuerdes bien lo que has visto. Cierra los ojos.
Juan Darién cerró los ojos.
-Bien -prosiguió el inspector-. Dime lo que ves en la selva.
Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, demoró un instante en
contestar.
-No veo nada -dijo al fin.
-Pronto vas a ver. Figurémonos que son las tres de la mañana, poco antes
del amanecer. Hemos concluido de comer, por ejemplo… estamos en la
selva, en la oscuridad… Delante de nosotros hay un arroyo… ¿Qué ves?
Juan Darién pasó otro momento en silencio. Y en la clase y en el bosque
próximo había también un gran silencio. De pronto Juan Darién se
estremeció, y con voz lenta, como si soñara, dijo:
-Veo las piedras que pasan y las ramas que se doblan. .. Y el suelo. ..
Y veo las hojas secas que se quedan aplastadas sobre las piedras…
-¡Un momento! -le interrumpió el inspector-. Las piedras y las hojas que
pasan: ¿a qué altura las ves?
El inspector preguntaba esto porque si Juan Darién estaba “viendo”
efectivamente lo que él hacía en la selva cuando era animal salvaje e
iba a beber después de haber comido, vería también que las piedras que
encuentra un tigre o una pantera que se acercan muy agachados al río
pasan a la altura de los ojos. Y repitió:
-¿A qué altura ves las piedras?
Y Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, respondió:
-Pasan sobre el suelo. . . Rozan las orejas. . . Y las hojas sueltas se
mueven con el aliento… Y siento la humedad del barro en…
La voz de Juan Darién se cortó.
-¿En dónde? -preguntó con voz firme el inspector- ¿Dónde sientes la
humedad del agua?
-¡En los bigotes!-dijo con voz ronca Juan Darién, abriendo los ojos
espantado.
Comenzaba el crepúsculo, y por la ventana se veía cerca la selva ya
lóbrega. Los alumnos no comprendieron lo terrible de aquella evocación;
pero tampoco se rieron de esos extraordinarios bigotes de Juan Darién,
que no tenía bigote alguno. Y no se rieron, porque el rostro de la
criatura estaba pálido y ansioso.
La clase había concluido. El inspector no era un mal hombre; pero, como
todos los hombres que viven muy cerca de la selva, odiaba ciegamente a
los tigres; por lo cual dijo en voz baja al maestro:
-Es preciso matar a Juan Darién. Es una fiera del bosque, posiblemente
un tigre. Debemos matarlo, porque si no, él, tarde o temprano, nos
matará a todos. Hasta ahora su maldad de fiera no ha despertado; pero
explotará un día u otro, y entonces nos devorará a todos, puesto que le
permitimos vivir con nosotros. Debemos, pues, matarlo. La dificultad
está en que no podemos hacerlo mientras tenga forma humana, porque no
podremos probar ante todos que es un tigre. Parece un hombre, y con los
hombres hay que proceder con cuidado. Yo sé que en la ciudad hay un
domador de fieras. Llamémoslo, y él hallará modo de que Juan Darién
vuelva a su cuerpo de tigre. Y aunque no pueda convertirlo en tigre, las
gentes nos creerán y podremos echarlo a la selva. Llamemos en seguida al
domador, antes que Juan Darién se escape.
Pero Juan Darién pensaba en todo, menos en escaparse, porque no se daba
cuenta de nada. ¿Cómo podía creer que él no era hombre, cuando jamás
había sentido otra cosa que amor a todos, y ni siquiera tenía odio a los
animales dañinos?
Mas las voces fueron corriendo de boca en boca, y Juan Darién comenzó a
sufrir sus efectos. No le respondían una palabra, se apartaban vivamente
a su paso, y lo seguían desde lejos de noche.
-¿Qué tendré? ¿Por qué son así conmigo? -se preguntaba Juan Darién.
Y ya no solamente huían de él, sino que los muchachos le gritaban:
-¡Fuera de aquí! ¡Vuélvete donde has venido! ¡Fuera!
Los grandes también, las personas mayores, no estaban menos enfurecidas
que los muchachos. Quién sabe qué llega a pasar si la misma tarde de la
fiesta no hubiera llegado por fin el ansiado domador de fieras. Juan
Darién estaba en su casa preparándose la pobre sopa que tomaba, cuando
oyó la gritería de las gentes que avanzaban precipitadas hacia su casa.
Apenas tuvo tiempo de salir a ver qué era: Se apoderaron de él,
arrastrándolo hasta la casa del domador.
-¡Aquí está! -gritaban, sacudiéndolo- ¡Es éste! ¡Es un tigre! ¡No
queremos saber nada con tigres! ¡Quítele su figura de hombre y lo
mataremos!
Y los muchachos, sus condiscípulos a quienes más quería, y las mismas
personas viejas, gritaban:
-¡Es un tigre! ¡Juan Darién nos va a devorar! ¡Muera Juan Darién!
Juan Darién protestaba y lloraba porque los golpes llovían sobre él, y
era una criatura de doce años. Pero en ese momento la gente se apartó, y
el domador, con grandes botas de charol, levita roja y un látigo en la
mano, surgió ante Juan Darién. E1 domador lo miró fijamente, y apretó
con fuerza el puño del látigo.
-¡Ah! -exclamó-. ¡Te reconozco bien! ¡A todos puedes engañar, menos a
mí! ¡Te estoy viendo, hijo de tigres! ¡Bajo tu camisa estoy viendo las
rayas del tigre! ¡Fuera la camisa, y traigan los perros cazadores!
¡Veremos ahora si los perros te reconocen como hombre o como tigre!
En un segundo arrancaron toda la ropa a Juan Darién y lo arrojaron
dentro de la jaula para fieras.
-¡Suelten los perros, pronto! -gritó el domador-. ¡Y encomiéndate a los
dioses de tu selva, Juan Darién!
Y cuatro feroces perros cazadores de tigres fueron lanzados dentro de la
jaula.
El domador hizo esto porque los perros reconocen siempre el olor del
tigre; y en cuanto olfatearan a Juan Darién sin ropa, lo harían pedazos,
pues podrían ver con sus ojos de perros cazadores las rayas de tigre
ocultas bajo la piel de hombre.
Pero los perros no vieron otra cosa en Juan Darién que el muchacho bueno
que quería hasta a los mismos animales dañinos. Y movían apacibles la
cola al olerlo
-¡Devóralo! ¡Es un tigre! ¡Toca! ¡Toca! -gritaban a los perros-. Y los
perros ladraban y saltaban enloquecidos por la jaula, sin saber a qué
atacar.
La prueba no había dado resultado.
-¡Muy bien! -exclamó entonces el domador-. Estos son perros bastardos,
de casta de tigre. No le reconocen. Pero yo te reconozco, Juan Darién, y
ahora nos vamos a ver nosotros.
Y así diciendo entró él en la jaula y levantó el látigo.
-¡Tigre! -gritó-. ¡Estás ante un hombre, y tú eres un tigre! ¡Allí estoy
viendo, bajo tu piel robada de hombre, las rayas de tigre! ¡Muestra las
rayas!
Y cruzó el cuerpo de Juan Darién de un feroz latigazo. La pobre criatura
desnuda lanzó un alarido de dolor, mientras las gentes, enfurecidas,
repetían.
-¡Muestra las rayas de tigre!
Durante un rato prosiguió el atroz suplicio; y no deseo que los niños
que me oyen vean martirizar de este modo a ser alguno.
-¡Por favor! ¡Me muero! -clamaba Juan Darién.
-¡Muestra las rayas! -le respondían.
Por fin el suplicio concluyó. En el fondo de la jaula, arrinconado,
aniquilado en un rincón, sólo quedaba su cuerpecito sangriento de niño,
que había sido Juan Darién. Vivía aún, y aún podía caminar cuando se le
sacó de allí; pero lleno de tales sufrimientos como nadie los sentirá
nunca.
Lo sacaron de la jaula, y empujándolo por el medio de la calle, lo
echaban del pueblo. Iba cayéndose a cada momento, y detrás de él iban
los muchachos, las mujeres y los hombres maduros, empujándolo.
-¡Fuera de aquí, Juan Darién! ¡Vuélvete a la selva, hijo de tigre y
corazón de tigre! ¡Fuera, Juan Darién!
Y los que estaban lejos y no podían pegarle, le tiraban piedras.
Juan Darién cayó del todo, por fin, tendiendo en busca de apoyo sus
pobres manos de niño. Y su cruel destino quiso que una mujer, que estaba
parada a la puerta de su casa sosteniendo en los brazos a una inocente
criatura, interpretara mal ese ademán de súplica.
-¡Me ha querido robar a mi hijo! -gritó la mujer-. ¡Ha tendido las manos
para matarlo! ¡Es un tigre! ¡Matémosle en seguida, antes que él mate a
nuestros hijos!
Así dijo la mujer. Y de este modo se cumplía la profecía de la
serpiente: Juan Darién moriría cuando una madre de los hombres le
exigiera la vida y el corazón de hombre que otra madre le había dado con
su pecho.
No era necesaria otra acusación para decidir a las gentes enfurecidas. Y
veinte brazos con piedras en la mano se levantaban ya para aplastar a
Juan Darién cuando el domador ordenó desde atrás con voz ronca:
-¡Marquémoslo con rayas de fuego! ¡Quemémoslo en los fuegos
artificiales!
Ya comenzaba a oscurecer, y cuando llegaron a la plaza era noche
cerrada. En la plaza habían levantado un castillo de fuegos de
artificio, con ruedas, coronas y luces de bengala. Ataron en lo alto del
centro a Juan Darién, y prendieron la mecha desde un extremo. El hilo de
fuego corrió velozmente subiendo y bajando, y encendió el castillo
entero. Y entre las estrellas fijas y las ruedas gigantes de todos
colores, se vio allá arriba a Juan Darién sacrificado.
-¡Es tu último día de hombre, Juan Darién! -clamaban todos-. ¡Muestra
las rayas!
-¡Perdón, perdón! -gritaba la criatura, retorciéndose entre las chispas
y las nubes de humo. Las ruedas amarillas, rojas y verdes giraban
vertiginosamente, unas a la derecha y otras a la izquierda. Los chorros
de fuego tangente trazaban grandes circunferencias; y en el medio,
quemado por los regueros de chispas que le cruzaban el cuerpo, se
retorcía Juan Darién.
-¡Muestra las rayas! -rugían aún de abajo.
-¡No, perdón! ¡Yo soy hombre! -tuvo aún tiempo de clamar la infeliz
criatura. Y tras un nuevo surco de fuego, se pudo ver que su cuerpo se
sacudía convulsivamente; que sus gemidos adquirían un timbre profundo y
ronco; y que su cuerpo cambiaba poco a poco de forma. Y la muchedumbre,
con un grito salvaje de triunfo, pudo ver surgir por fin, bajo la piel
del hombre, las rayas negras, paralelas y fatales del tigre.
La atroz obra de crueldad se había cumplido; habían conseguido lo que
querían. En vez de la criatura inocente de toda culpa, allá arriba no
había sino un cuerpo de tigre que agonizaba rugiendo.
Las luces de bengala se iban también apagando. Un último chorro de
chispas con que moría una rueda alcanzó la soga atada a las muñecas (no:
a las patas del tigre, pues Juan Darién había concluido), y el cuerpo
cayó pesadamente al suelo. Las gentes lo arrastraron hasta la linde del
bosque, abandonándolo allí para que los chacales devoraran su cadáver y
su corazón de fiera.
Pero el tigre no había muerto. Con la frescura nocturna volvió en sí, y
arrastrándose presa de horribles tormentos se internó en la selva.
Durante un mes entero no abandonó su guarida en lo más tupido del
bosque, esperando con sombría paciencia de fiera que sus heridas
curaran. Todas cicatrizaron por fin, menos una, una profunda quemadura
en el costado, que no cerraba, y que el tigre vendó con grandes hojas.
Porque había conservado de su forma recién perdida tres cosas: el
recuerdo vivo del pasado, la habilidad de sus manos, que manejaba como
un hombre, y el lenguaje. Pero en el resto, absolutamente en todo, era
una fiera, que no se distinguía en lo más mínimo de los otros tigres.
Cuando se sintió por fin curado, pasó la voz a los demás tigres de la
selva para que esa misma noche se reunieran delante del gran cañaveral
que lindaba con los cultivos. Y al entrar la noche se encaminó
silenciosamente al pueblo. Trepó a un árbol de los alrededores y esperó
largo tiempo inmóvil. Vio pasar bajo él sin inquietarse a mirar
siquiera, pobres mujeres y labradores fatigados, de aspecto miserable;
hasta que al fin vio avanzar por el camino a un hombre de grandes botas
y levita roja.
El tigre no movió una sola ramita al recogerse para saltar. Saltó sobre
el domador; de una manotada lo derribó desmayado, y cogiéndolo entre los
dientes por la cintura, lo llevó sin hacerle daño hasta el juncal.
Allí, al pie de las inmensas cañas que se alzaban invisibles, estaban
los tigres de la selva moviéndose en la oscuridad, y sus ojos brillaban
como luces que van de un lado para otro. El hombre proseguía desmayado.
El tigre dijo entonces:
-Hermanos: Yo viví doce años entre los hombres, como un hombre mismo. Y
yo soy un tigre. Tal vez pueda con mi proceder borrar más tarde esta
mancha. Hermanos: esta noche rompo el último lazo que me liga al pasado.
Y después de hablar así, recogió en la boca al hombre, que proseguía
desmayado, y trepó con él a lo más alto del cañaveral, donde lo dejó
atado entre dos bambúes. Luego prendió fuego a las hojas secas del
suelo, y pronto una llamarada crujiente ascendió. Los tigres retrocedían
espantados ante el fuego. Pero el tigre les dijo: “¡Paz, hermanos!”, y
aquéllos se apaciguaron, sentándose de vientre con las patas cruzadas a
mirar.
El juncal ardía como un inmenso castillo de artificio. Las cañas
estallaban como bombas, y sus gases se cruzaban en agudas flechas de
color. Las llamaradas ascendían en bruscas y sordas bocanadas, dejando
bajo ella lívidos huecos; y en la cúspide, donde aún no llegaba el
fuego, las cañas se balanceaban crispadas por el calor.
Pero el hombre, tocado por las llamas, había vuelto en sí. Vio allá
abajo a los tigres con los ojos cárdenos alzados a él, y lo comprendió
todo.
-¡Perdón, perdóname! -aulló retorciéndose-. ¡Pido perdón por todo!
Nadie contestó. El hombre se sintió entonces abandonado de Dios, y gritó
con toda su alma:
-¡Perdón, Juan Darién!
Al oír esto, Juan Darién alzó la cabeza y dijo fríamente:
-Aquí no hay nadie que se llame Juan Darién. No conozco a Juan Darién.
Éste es un nombre de hombre, y aquí somos todos tigres.
Y volviéndose a sus compañeros, como si no comprendiera, preguntó:
-¿Alguno de ustedes se llama Juan Darién?
Pero ya las llamas habían abrasado el castillo hasta el cielo. Y entre
las agudas luces de bengala que entrecruzaban la pared ardiente, se pudo
ver allá arriba un cuerpo negro que se quemaba humeando.
-Ya estoy pronto, hermanos-dijo el tigre-. Pero aún me queda algo por
hacer.
Y se encaminó de nuevo al pueblo, seguido por los tigres sin que él lo
notara. Se detuvo ante un pobre y triste jardín, saltó la pared, y
pasando al costado de muchas cruces y lápidas, fue a detenerse ante un
pedazo de tierra sin ningún adorno, donde estaba enterrada la mujer a
quien había llamado madre ocho años. Se arrodilló -se arrodilló como un
hombre-, y durante un rato no se oyó nada.
-¡Madre! -murmuró por fin el tigre con profunda ternura-. Tú sola
supiste, entre todos los hombres, los sagrados derechos a la vida de
todos los seres del Universo. Tú sola comprendiste que el hombre y el
tigre se diferencian únicamente por el corazón. Y tú me enseñaste a
amar, a comprender, a perdonar. ¡Madre!, estoy seguro de que me oyes.
Soy tu hijo siempre, a pesar de lo que pase en adelante pero de ti sólo.
¡Adiós, madre mía!
Y viendo al incorporarse los ojos cárdenos de sus hermanos que lo
observaban tras la tapia, se unió otra vez a ellos.
El viento cálido les trajo en ese momento, desde el fondo de la noche,
el estampido de un tiro.
-Es en la selva -dijo el tigre-. Son los hombres. Están cazando,
matando, degollando.
Volviéndose entonces hacia el pueblo que iluminaba el reflejo de la
selva encendida, exclamó:
-¡Raza sin redención! ¡Ahora me toca a mí!
Y retornando a la tumba en que acaba de orar, arrancóse de un manotón la
venda de la herida y escribió en la cruz con su propia sangre, en
grandes caracteres, debajo del nombre de su madre:
Y
JUAN DARIÉN
-Ya estamos en paz -dijo. Y enviando con sus hermanos un rugido de
desafío al pueblo aterrado, concluyó:
-Ahora, a la selva. ¡Y tigre para siempre! |