Lazos de sangre |
Se levantó a las cinco y diez y con la luz apagada para no despertar a Yolanda, tanteó el suelo con los pies ansiosos en búsqueda de las alpargatas que usaba habitualmente para desplazarse desde el baño hasta la cama. La señal que le envió su pié izquierdo, demoró algo más de lo debido en llegar a su cerebro embrutecido aún en la penumbra del sueño. Más aún, demoró éste en interpretarla. Para cuando lo hizo, ya tenía ambos pies calzados y caminaba hacia al baño con andar de borracho, cortando por instinto la oscuridad intensa del dormitorio. Algo le había mojado el pie izquierdo. ¿Se me habrá caído el vaso de agua? Consideró por un momento la posibilidad antes de desecharla. El vaso de agua estaba en la mesa de luz de su mujer desde hacía una semana, cuando se le hizo trizas el vidrio que recubría la suya, sin motivo ni razón. Sólo apareció estrellado en quinientos pedazos el jueves de tarde, provocándole un extraño pánico. Ahora mientras faltan menos de tres pasos para llegar a la puerta del baño, recuerda que al ver las viejas fotos familiares que habitualmente descansaban en paz bajo una lápida de cuatro milímetros de cristal levemente ahumado y ahora cuasi pulverizado, se sintió espantado, invadido por una especie de pánico onírico. Su pasado, buena parte de él, parecía haberse resquebrajado y las caras de las fotos, parecían embargadas de una inhumana amargura contagiosa, bajo las minúsculas y múltiples luces y sombras provocadas por los trozos de vidrio. El Viejo, muerto hacía cinco años, parecía hacerle guiñadas ominosas a medida que el ángulo de incidencia de la luz, se alteraba con el suave ondular de la cortina. Llegó al baño, encendió la luz y los fluorescentes le deslumbraron como a quien mira un relámpago inusualmente luminoso. Entornó los ojos. Se sentó mecánicamente en el inodoro, sacó el pie izquierdo del recinto negro de la alpargata y lo miró con intranquilidad creciente. La planta estaba cubierta de sangre. Un
tanto asqueado, metió el pié dentro de del duchero, a la vez que se
remangaba el pantalón del pijama. Consideró vagamente bañarse ya que
estaba pero descartó la idea. Prefería investigar primero la magnitud de
la herida, aún antes de preguntarse como se la había provocado. Con la
ducha de mano, lavó cuidadosamente el pié usando agua fría que se
supone, detiene las hemorragias. El límpido recuerdo de su abuela, lavándole
el pulgar de la mano derecha, cuya yema se había herido mientras
preparaba un teléfono construido con latas y cordón, desfiló por su
mente con la fugacidad de una antigua película en blanco y negro. (Una
cinta, corrigió su mente, en esa época las películas eran cintas), No
discutió con su mente. No era la mejor hora para eso. Con retraso, le
llegó la banda sonora. Las heridas se lavan con agua fría Manuel, el
agua fría detiene las hemorragias decía su abuela desde cuarenta y nueve
años atrás. La voz de su abuela le sonó tan límpida en la cabeza, que
casi se da vuelta para ver si ella estaba parada detrás de él, con su
olor a tomillo, sudor y Agua de Colonia Polyana. No había abuela, por
supuesto, pero tampoco había herida y eso no era supuesto alguno. ¿De dónde
había salido esa sangre? Por las dudas, se sentó otra vez en el water y
se miró el pié más detenidamente y tan de cerca como se lo permitieron
las articulaciones de las caderas y las rodillas. Ahí decididamente no
había nada. Nada excepto su pie blanco como la barriga de un pescado
podrido y por suerte, no tan oloroso, aunque tampoco exento de un cierto
tufillo que le hizo decidirse a bañarse... después de haber investigado
debidamente la fuente de esa sangre. Su pié se rehusó decididamente a
introducirse de nuevo en la alpargata. Él estuvo de acuerdo en que sería
un asco y agarrando ambas alpargatas por la tela del talón, se dispuso a
tirarlas en el tacho de acero inoxidable con pedal para abrir la tapa, que
su mujer insistía siempre, debía ser utilizado para arrojar dentro
cualquier desecho sólido que no proviniera del interior de uno. Fue
entonces cuando vio que la alpargata derecha, tenía empapada en sangre su
suela de yute. Una gota de sangre se descolgó displicente de los bigotes
del calzado y cayó al suelo de cerámica con un audible ¡ploc! que sonó
amplificado en el silencio del asombro. Otra gota y otra más. ¡ploc!, ¡plic!
Esto amenazaba con convertirse en una cascada. Con presurosa torpeza, lanzó
las alpargatas dentro del tacho en el que cayeron con un ruido de animal
herido de muerte. La tapa del tacho cayó demasiado rápido y con decidido
estruendo. Puteó bajito y maquinalmente miró hacia el suelo buscando las
huellas que debió dejar en el trayecto a la vez que se lamentaba de tener
que limpiarlas antes de salir para el trabajo. Tenía una torta de tareas
pendientes esa mañana y llegar tarde a la fábrica le complicaría las
cosas. Pero bien mirado, las cosas ya estaban complicadas de entrada, así
que la llegada tarde en todo caso, no sería más que la continuación
natural de los sucesos de esa madrugada extraña. |
Germán Queirolo Tarino
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