Se
tomaba la caña más lenta de la historia universal
Tenia dinero para una sola, para una única caña que debía prologarse
cuando menos, hasta que el temporal de viento y agua helada, amainara lo
suficiente, como para permitirle llegar hasta su casa sin riesgo de ser
arrastrado al río.
Tenía languidez y el alcohol de alguna manera la agudizaba como un hierro
clavándose en el esófago.
Un perro gordo como una foca saciada, respiraba pausadamente mientras dormía
soñando seguramente con escenas de caza, a la vez que movía inequívocamente
las patas, en un espasmo que se parecía más a un estertor agónico que
al recuerdo onírico de una persecución emocionante.
El olor era rancio. El encierro al que obligaba la inclemencia inaudita
del temporal, sumada a vaho de los abrigos de paño secándose
presurosamente al calor de la estufa de chapa que aún a pesar del óxido
y los aditamentos funcionales, seguía perseverando en parecerse a un
calefón. Tres menos cuarto de la tarde y los minutos parecían hormigas
de hierro aferrándose al minutero como para retenerlo eternamente en su
lugar.
Por las hormigas de hierro su caña era tan larga.
Ramón no sabía donde fijar la vista mientras la caña bajaba lentamente,
más por evaporación que por ingestión.
Mirara para donde mirara, se topaba con el
recuerdo vivo de un momento muerto. El tono pardo del entorno, no
favorecía precisamente a la alegría. La electricidad había desparecido
de todos los cables, cuando un gajo de eucaliptus de respetable tamaño,
cayó sobre las líneas eléctricas que alimentaban la zona del Puerto.
Gardel se había ido con la corriente, y la luz, amortiguada
indudablemente por las innumerables cagadas de las moscas, se había ido
también de ese boliche tan triste sin Gardel.
Un antiquísimo almanaque de Pablo Ferrando informaba a nadie, que cabía
la posibilidad de que hoy fuera 19 de Junio. Día de Artigas, Día del
Abuelo. Martes, por más datos. Se alegró vagamente de que los
chiquilines no hubieran tenido que ir a la escuela con semejante día y de
paso aprovechó para putearse a si mismo, por haber cedido a la tentación
de un claro entre las nubes para largarse hasta el boliche a la búsqueda
de una caña y un silencio.
Ahora, preso de la inclemencia del tiempo, el silencio le atosigaba el ánimo
y la artritis tocaba en sus huesos, la dolorosa melodía de la humedad.
Sentado en la mesa de la ventana, maldecía su imprudencia. Hacía años
que debería haber aprendido a desconfiar de las cosas efímeras como un
claro entre las nubes. Las esperanzas al pedo son las peores de las cosas
al pedo que hay en el mundo, se recordó con malintencionado cinismo.
A medida que los años se hacían más importantes que los sueños, se
daba cada vez más frecuentemente al soliloquio. Casi siempre podía
mantenerlo de la boca para adentro, pero a veces no y se avergonzaba de
sorprenderse a si mismo, susurrando a solas como un loquito triste.
También a medida que envejecía, se sorprendía sin sorpresa, del cinismo
sin límites que se dedicaba a si mismo. "Me trato mal", pensó.
Y a continuación : "Sos un viejo de mierda, ¿qué tanto cambia
tratarte bien o mal?" Miró la caña hoscamente, se llevó la copa mínima
a los labios y se los humedeció apenas. Tres menos cinco. Las hormigas de
fierro hacían bien su trabajo de enlentecer el tiempo.
Un minuto después pasó el ómnibus que venía de la Agraciada. Recuerdo
de lo que alguna vez fue ONDA, Ramón no dejaba jamás de preguntarse como
era posible que no se le cayeran los pedazos entre los baches y la falta
de pintura. Todavía podía distinguirse el viejo galgo debajo de la
aguachenta mano de verde cotorra que le habían dado por encima. Pero
puntual como pocos, pocos podías poner en hora el reloj, escuchando los
pedos mecánicos del motor GM. "Los viejos no olvidamos fácil lo que
aprendimos difícil" pensó Ramón. Y el pensamiento le disparó otra
avalancha de recuerdos. Con chirridos de aire, y ruido de huesos, el viejo
bus se detuvo mismo en la puerta del boliche. La proximidad del puerto, lo
hacía una parada frecuente de infrecuentes pasajeros. Dos hombres
vestidos de forma humilde, con cierto aire gauchesco, se pusieron de pie
con parsimonia, agarraron del perchero los abrigos y sombreros y salieron
a la inclemente garganta de la intemperie, mientras caminando hacia el ómnibus
como si ninguno de los tres tuviera apuro. Como sino cayeran un diluvio de
agua y soplara tan fuerte el viento, como para arrastrarlos como pajas
hasta las aguas revueltas del Uruguay insomne.
Se habían ensopado antes de llegar a la mitad de la calle, por arriba y
por abajo, como era de esperar con tanto pozo. El perro a unos metros de
la estufa, estiró una pata y se tiró un sonoro pedo que pareció haber
esperado la oportunidad de un silencio,
como un político que espera una pausa entre los aplausos para reafirmar
alguna idea luminosa y seguramente ajena. El Gallego Felipe lo miró con
indiferencia y murumró un par de palabras en un dialecto cerrado e
impenetrable a los años de convivencia criolla. ¿Una puteada al perro en
una de esas? ¿O lo habrá felicitado por tirarse el pedo mejor ubicado de
la tarde? Felipe con la lluvia, se nublaba como camuflajeándose con el
tiempo. Se ponía anodino y a la vez malhumorado. Ramón desde su mesa,
miró su caña con respeto reflexivo y apuró un trago algo más largo de
lo que convenía a sus intereses.
La puerta del boliche se abrió nuevamente. Ramón levantó la mirada,
esperanzado con que fuera algún conocido con coche, que pudiera arrimarlo
después hasta su casa, salvándolo de la humillación de hacer tiempo con
el vaso vacío y una sola entre pecho y espalda. O tal vez algún ex
alumno de los pocos que aún quedaban en el pueblo.
Pero era evidentemente un forastero.
Munido una inopinable cara de vendedor de intangibles y vestimenta al
tono, mostró en su rostro un cambio de expresión interesante al cinismo
de Ramón que sonrió para si mismo. Hasta que llegó al umbral mismo de
la puerta del boliche, el rostro reflejaba algo parecido a la desesperación
pero más sórdido. Como si el tipo pensara que la ropa podía disolvérsele
con la lluvia dejándolo en pelotas allí mismo. O tal vez luciendo unos
boxers con corazoncitos rojos que insolubles en agua, perseverarían en
mostrarse vergonzosamente ridículos para siempre jamás.
Al atravesar la puerta, puso una cara de transición. Por un momento,
despojado de la máscara del miedo pareció casi humano, pero aún antes
de haber de haber metido apenas la rodilla adentro de las paredes del
boliche, que le debieron parecer seguramente acogedoras en comparación
con la inclemencia de afuera, ya su cara había asumido el gesto
profesional del vendedor conspicuo, convencido y convincente. Los
veteranos lo miraron con una curiosidad que en ningún caso les llegó a
los ojos. Los viejos habían aprendido que dejar que la curiosidad se les
asomara al balcón de la mirada, podría acarrear desagradables
calificativos de viejo verde o viejo loco. Preferían prudentemente
mantener la actitud y reservarse el gesto. El forastero llegó hasta el
mostrador con pasos un tanto acuosos.
-¿Un teléfono?- Preguntó el insensato, sin siquiera haber saludado
previamente. Felipe le contesto algo en voz baja e inteligible.
¿El qué?-preguntó el forastero nuevamente.
-¡Coño, hombre que no hay! -se expresó Felpe en un lenguaje casi humano
y agregó un tanto incongruente -¿Nove quenotenemusluz?-
El vendedor abrió la boca como para responder algo ingenioso, pero algo
en la cara de Felipe hizo que lo pensara mejor y cerró la boca un tanto
repentinamente. El Gallego miraba hacia ninguna parte directamente a través
de él.
-¿Un café puede ser?- volvió a hablar, con su alegre firmeza de
exhibidor ambulante, algo opacada por el anterior fracaso.
Felpe lo miró y abrió la boca como para explicarle la Ley de la
Gravedad. Pero optó por la versión breve y descortés
-No hombre, ¡ya le dije que no tenemusluz!-
El perro se tiró otro pedo.
Otro pedo oportunamente ubicado en un silencio.
-¿Una Coca Cola light? -preguntó con indudable tono de derrota.
-Mientas que no la quiera fría -
-No, natural está bien, ¿Puedo usar el baño por favor?-consultó algo más
cortés respondiendo intintivamente a la cara homicida de Felipe.
El Gallego lo escrutó con la mirada como para preguntarle para que lo
quería. Probablemente estuvo a punto de preguntarle, sonrió Ramón para
si mismo.
-Cruzando el patio a la derecha.- señaló Felipe con el pulgar de la mano
izquierda, mientras con la derecha ponía un dejaba la botella sobre el
mostrador.
Afuera arreciaba la lluvia mientras que adentro, en el vaso de Ramón,
menguaba la caña alarmentemente. El viejo sintió una punzada de pánico.
Felipe no se destacaba precisamente por el buen humor o la paciencia los días
de lluvia. El vendedor volvió del patio mucho más mojado que antes.
Agarró la Coca Cola y el vaso, y miró hacia la pared en búsqueda vana
de una mesa.
Ramón le hizo un gesto convidándolo a compartir la suya.
Alguno de los parroquianos lo miró con cierta severidad exenta de
sorpresa. No eran gente dada a tratos con forasteros ni a confianzas.
Muchos de ellos, aún tenían el facón atravesado a la cintura y el
silencio atravesado a la palabra.
La artritis le serruchó los huesos húmeros como a Vallejo. Deseó poder
apretar los dientes que casi no tenía. Pasó el dolor antes de que el
forastero hubiera caminado los cinco pasos que separaban su mesa del
mostrador mastodónico y antediluviano.
-Siéntese- le dijo Ramón lacónicamente mientras se miraba las uñas, un
tanto avergonzado.
-Oscar Pérez- murmuro el otro, contestando a una pregunta que no había
sido formulada aún y probablemente no lo hubiera sido nunca.
-¿Vendedor verdad?- preguntó Ramón con más cara de solicitud que la
que ameritaba el escaso interés que le despertaba la vida del tipo.
-¿Cómo lo supo?- cara de asombro ingenuo por parte de su interlocutor.
Ramón omitió toda referencia a ese como que quedaría ignoto.
-Ramon Medina, maestro jubilado- se presentó como si la mención de su
oficio, lo explicara todo,
-¿De por acá?- preguntó el forastero colmando la capacidad de asombro
de Ramón ante lo idiota de la pregunta. Tentado estuvo de contestar
"No, de Nueva York, pero vengo siempre a este boliche a esperar el
Pan Am. Luego pensó que el forastero podía pagarle otra caña y prefirió
ser sumiso.
-De por acá, y nací a escasas tres leguas del pueblo y seguramente me
entierren a otras tantas- contestó y se sumergió nuevamente en el
silencio.
Pero no hay citadino que soporte mucho rato el silencio.
Un trueno enorme hizo vibrar los vidrios y a punto estuvo de despertar del
todo al perro, que abrió un ojo con expresión soporífera, se rascó dos
o tres veces displicentemente como si quisiera aprovechar de alguna manera
útil sus breves segundos de desvelo y volvió a quedar dormido como
piedra. Quieto como si estuviera embalsamado. Varios parroquianos, que
esperaban otro pedo, lo miraron con cierta desazón.
-¡Qué día más espantoso!- comentó el forastero. -Todavía me quedan
como cinco pueblos más para recorrer y tenía una entrevista como un
cliente que tendré que cancelar, mi celular se quedó sin batería, y el
simpático barman hispánico, no se mostró muy interesado en decirme
donde puedo conseguir un teléfono. En fin, que se joda. No puedo hacer
milagros. Aunque lo más probable es que la venta se me caiga. ¿Vió como
son esas cosas? Por una negocio de un par de miles de pesos, uno tiene que
rendirle pleitesía a los clientes como si les estuvieras ofreciendo un
Mercedes Benz. ..-
Don Ramón acompañaba con un leve gesto afirmativo, apenas perceptibles,
como para que ninguno de los muchachos lo notara, la cháchara climático
comercial del recién llegado. Hábil jugador, nada podía leerse en sus
ojos. Ni siquiera desinterés. No quería claudicar. No quería que los
demás pensaran que le sobaba el lomo al forastero para hacerse pagar una
copa. Sobre todo, no quería creerlo él mismo.
Como para confirmar la afirmación del vendedor sobre lo aciago del día,
apenas este finalizó su comentario comenzó a granizar. El veterano miró
hacia fuera con gesto a la vez indiferente y desolado.
El perro echado, elevó una oreja hacia el sonido del granizo en el techo,
luego volvió a bajarla y continuó soñando que era joven.
-¡Pero la puta madre que lo parió!, mire eso, mire eso, graniza como
Dios quisiera exterminar a pedradas este pueblo miserable. ¿Se da cuenta?
¿Y ahora que hago? ¿Queda muy lejos ANTEL?
-No mucho. -Sonrió Don Ramón para sus adentros disfrutando sin saber
porqué de la derrota del tipo, -Nueve, diez cuadras, en el centro.-
El extraño giró su cabeza hacia él haciendo gala de una mirada vidriosa
y algo demente. Se mesó los cabellos, miró la el maletín que había
dejado a su lado en el piso, lo levantó, lo abrió, quedando oculto de
Don Ramón por la tapa. Miró dentro, hurgó entre las tripas del
portafolio buscando algo. Su centro, pensó Don Ramón, este tipo está
buscando su centro entre los papeles idiotas lleva ahí. El maletín fue
cerrado con un golpe seco y áspero. Surgió nuevamente a la vista de Don
Ramón el rostro del forastero, recompuesto, nuevo, confiado. Sea lo que
fuere que buscaba dentro del maletín, el viejo maestro pensó que parecía
haberlo encontrado. El maletín descendió nuevamente hacia los confines
del piso de tablas.
-Y bue, ¡Joderse!- comentó- Contra la naturaleza no se puede.- Usted
debe haber visto unas cuantas de estas - Interrogó o afirmó mientras con
el pulgar señalaba hacia fuera, donde el río era apenas visible a través
del denso cortinado del granizo y el pavimento se colmaba rápidamente de
pelotitas blancas. Las chapas del techo parecían a punto de ceder por
encima de cielorraso de madera compensada pintado de un verde enfermizo.
De vez en cuanto, la luz de un relámpago, repetida y dispersada por cien
botellas añejas puestas en fila sobre la inútil heladera de ocho
puertas, daba a los parroquianos, el aspecto de monumentos mortuorios
mohosos de tanta intemperie en un cementerio de biógrafo.
Don Ramón, como si no importara en absoluto la rebelión de la
naturaleza, miraba extinguirse las últimas gotas de la caña. La copa vacía
era su pasaje a la intemperie. El reconocimiento de una vida que había
terminado con una goleada en contra. Una vida que en los descuentos, no
encontraba ni resignación ni rebeldía sino solamente un infinito hastío.
El forastero, no había hecho ni un amague de invitar.
En cambio, seguía hablando.
-Faltando tan poco para las internas, me parece un tanto raro la poca
cantidad de publicidad que he notado en estos pueblitos del litoral. ¡Si
usté viera como está Montevideo!- Hablaba, hablaba y seguía hablando.
Don Ramón se cuidaba mucho de que el extenso aburrimiento y fastidio que
le provocaba el forastero se le trasladara al rostro.
Miró su copa una vez más. Se sintió un poco como un perro vagabundo. Un
hijo más de la intemperie. En el mostrador, Felipe lavaba vasos limpios
por la pura costumbre de no estar quieto, a la vez que de tanto en tanto,
relojeaba el cielorraso buscando nuevas goteras en las uniones de los
paneles. Don Ramón miraba hacia fuera por la ventana, mientras hacía
como que escuchaba más o menos atentamente. Un perro amarillo y enorme
refugiado debajo del banco de la parada de ómnibus, le llamó vagamente
la atención y se preguntó donde lo habría conocido. Ahora, su compañero
de mesa, atacaba a sus superiores por no pagarle al menos el arrendamiento
de un vehículo para estas giras tan fatigosas por el Litoral.
-Y el viejo roñoso, porque hay que ser roñoso para decirme lo que me
dijo, muy suelto de cuerpo me salió con que el vehículo en todo caso,
era más una comodidad que una necesidad... Don Ramón se desconectó.
Volvió a la calle, volvió al granizo. Pensó que era raro que granizara
con semejante viento e intentó recordar similares granizadas en medio
similares vendavales seguramente ya vividos. No pudo. Se lo impidieron por
un lado la cantinela constante del forastero y por otro, su propia
incapacidad de rescatar de si mismo los recuerdos, al menos rescatarlos en
el momento debido, Se halló inhibido de encontrar en su memoria lo que
buscaba. Es como bajar el balde al aljibe y en vez de agua sacar arena, o
una tortuga o una jaula. Te volvés viejo y parece que de tu memoria sacás
siempre el recuerdo equivocado, como si alguien se divirtiera cambiándote
las memorias de lugar.
-¿No le parece?- terminaba de preguntarle su compañero de mesa. A Don
Ramón, sin haberse ido, le costó volver.
-Da para pensarlo- contestó. Una respuesta que le cabía más o menos
certeramente a cualquier pregunta. No en vano le había dedicado una vida
entera a la pedagogía.
-Si, tiene razón. Tiene razón mi amigo. ¡Se nota que usted conserva la
sal de la sabiduría!- El viejo pensó que viniendo el elogio de ese tipo,
era muy probable que tuviera menos valor que un trozo de papel higiénico
descartado. Cortésmente, hizo un gesto vago con la cabeza y los hombros,
como queriendo decir, "seguramente no es para tanto" . Miró la
copa. Vacía. Extinta. Definitivamente terminada. Con ella, se le había
acabado su derecho al abrigo del boliche. Se firmaba prácticamente su
destierro a la intemperie. A las seis interminables cuadras que le
distanciaban de su casa. Los últimos despojos de dignidad que le dejaban
tantos años de sutil molienda, por las muelas implacables de la
indiferencia fría y el abandono de todos los gobiernos para con él y los
de su oficio, le impedían quedarse sentado sin tomar, tanto como la
posible ira del Gallego Felipe.
-¿Tiene nietos?- Preguntaba entre tanto el visitante.
Con un atisbo de sonrisa, y en medio de un trueno bastante descomunal, Don
Ramón con los dedos de la mano, ante la imposibilidad de hacerse oír
entre el estruendo, señaló "dos".
Don Ramón se esperaba una larga perorata sobre nietos o abuelos o lo que
fuere, pero el otro, simplemente asintió con la cabeza.
-¡Feliz día entonces!- le dijo con una sonrisa un tanto idiota, como si
en vez de felicitarlo, le estuviera leyendo el obituario. - Lo invito a
una copa- ¿Qué toma Ron Damón?- dijo el vendedor haciendo uso
exactamente del mismo anagrama que el Chavo.
El viejo lo evaluó manso y no demoro nada en confirmar que no había
sorna alguna en el anagrama. Sólo prisa. Años de maestro le habían enseñado
a leer caras. Su interlocutor ni siquiera se había percatado del error.
Durante un segundo fugaz pensó en hacerse rogar, Pero lo descartó. Con
los de la ciudad nunca se conoce la exacta duración de las ofertas.
Decidió aceptar sin resistencias
-Le acepto una cañita- le contestó con acento monocorde y
condescendiente, como haciéndole un favor.
El hombre se giró hacia Felipe que seguía lavando vasos y controlando
goteras. -¡Una caña para el amigo y otra Coca para mi!- urgió más que
pidió.
Recibido el anhelado convite que lo ponía por un rato a salvo de la
intemperie, el viejo maestro condescendió en preguntar.
-Y dígame ¿Qué vende usted después de todo?
-Tarjetas telefónicas de larga distancia, es el nuevo curro en ventas.
Con tanto emigrado...-
-Parece un negocio con futuro.- siguió condescendiendo el veterano.
Repentinamente, cesó la granizada y fue como si alguien le hubiera bajado
el volumen al la banda sonora del universo. Sólo quedó la voz de Don Ramón,
evidenciada, y clara, diciéndole al relamido vendedor montevideano: - Mi
nuera tiene un saloncito en la Plaza, ¿Por qué no se da una vueltita por
ahí de parte mía? ¿En una de esas quién le dice, eh?-
El agradecimiento por la copa, le había dado un tinte de obsecuencia a
sus palabras. O tal vez fue su voz que sonó en un tono más elevado de lo
conveniente, como ajustada aún al estruendo del granizo en el techo de
chapa, que tan inoportunamente había callado.
Aunque el forastero no se percató, la temperatura pareció bajar un par
de grados, y el silencio se tornó ominoso.
Desde la barra, un parroquiano lo miró con una desaprobación, rayana en
el desprecio.
Felipe llegaba ya con la caña de Ramón.
Una caña exigua, cortita, irreverente.
Servida escasa como si él, en vez de un maestro jubilado, fuera una
copera de quilombo. |