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Una vida
excepcional |
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Era
una cuestión prevista: Andrade tenia que terminar así, porque fue
siempre así: desaprensivo, indiferente para con todos, incluso consigo
mismo. Una
vez —hace algunos años— escribimos algo de Andrade en "El País". Fue
en vísperas del Campeonato Mundial. Nos ocupamos especialmente de él,
porque habíamos sorprendido en la vidriera de un cambalache uno de sus
trofeos olímpicos: la medalla de campeón. Allí, al lado de un clarinete
adusto y negro como un cura, entre un par de espuelas —sin dientes ya
las pobres, de tanto morder caminos—y unas bolas de billar cansadas de
rodar, allí, el pequeño disco de oro escondía su vergüenza al
comentario mordaz e intencionado de las gentes. Daba
lástima y por eso escribimos. A
veces, escribir es como cantar: dulcifica las tristezas. Otras
voces es como una confidencia, que alivia las amarguras. Por
eso escribimos. Aquella
medallita rubia, había nacido para arrimarse, mimosa, al pecho de un
campeón y soñar allí al ritmo sereno de un corazón fuerte. Pero el
hombre desaprensivo la arrojó a la vida. La mandó al asfalto como se
manda a un clarinete o a un puñal. Esto
solo pintaba la psicología de Andrade. Y adivinamos lo que habría de
suceder más tarde, cuando aquellas piernas oscuras y finas empezaran a
hundirse en los años y las bisagras enmohecidas por muchas lluvias
empezaran a chirriar. Lo
predijimos. Andrade
vivió con la precipitación e indiferencia de los triunfadores. Pareció
que la vida se le entregaba para siempre y sin condiciones. El
pardito humilde, que se pasó los días fumando, arrimado a un buzón de
la Estación Pocitos y en espera de que alguno lo invitara con un vinito
de a vintén, subió rápidamente sobre las multitudes y las conquistó y
despreció ensoberbecido. Fue
a París. Como el tango. Se
cambió la gorra grasienta y las alpargatas destripadas por el capelo
clarete que le hacía sombra sobre los ojos y las botitas de charol que
iluminaban todavía más, aquellos pies privilegiados. Y lo bailaron las
francesitas y lo acercaron a su corazón. Era el tango, era. Reo,
compadre, varón y cruel. Era el tango que triunfaba arrollándolo todo. Por
eso, en lo mejor de su vida, cuando se le ofrecía la fortuna
con los ojos ciegos y las mujeres con los ojos entornados, se desprendió
de aquella medallita, que para él no tenía otro valor que el de todas
las cosas de la tierra. Es decir, ninguno, porque todas las conseguía fácilmente. Espíritu
excepcional el de este negro que no conmovieron las glorias ni
quebrantaron las miserias. Tipo
admirable que vio con indiferencia pasar a su lado el triunfo y la
celebridad y soportó con la misma hidalguía y entereza las horas tristes
de la decadencia. Cuando
estaba en su apogeo, Andrade, más de una vez creímos descubrir en la
mueca desdeñosa de sus labios y en sus ojos entornados que parecían
mirar siempre a la distancia, un infinito desprecio hacia quienes le
rodeaban y proclamaban como ídolo. Entonces pensamos que el tiempo habría
de castigar cruelmente su altivez. Pero
poco más tarde volvemos a ver a Andrade. Había
perdido su brillo y su fama. No interesaba a nadie. Había perdido sus
amigos de las épocas buenas y cuando volvió al barrio tampoco encontró
allí una mano que se extendiera fraterna. Había perdido todo. Todo
menos su gesto despectivo, y la gallardía de su estampa y la indiferencia
altiva hacia este mundo nuestro. Porque
es así: duro, impenetrable tanto al odio como a la ternura. Esa
nota que publicamos lo molestó. Quienes lo vieron en aquel momento dicen
que tomó el diario y lo deshizo en virutas. Más
aún, prometió tomarse venganza. Pero
pasaron dos meses, no más, y una noche de Carnaval nos encontramos a
Andrade confundido en una agrupación de negros frente a la redacción del
diario. El
tambor cruzado al pecho, los ojos cerrados en un profundo éxtasis, el oído
dormido sobre el canto armonioso y dulce de los pinos. Andrade, olvidando
todo resquemor, venía, él también, a ofrendarnos su simpatía con el
alma puesta en el parche. En
París fue la novedad. Se le dispensó una admiración supersticiosa. Se
lo disputaron las lindas francesitas como a un extraño amuleto, con algo
de temor, algo de curiosidad y quién sabe qué extraño sensualismo
salvaje. Una
vez el loco Romano lo fue a buscar a una dirección, que el mismo José
Leandro le había dado. Llegó
frente a un suntuoso apartamento y pensó: “Me habré equivocado".
Igual se resolvió. Y allí, su sorpresa no tuvo límites. Ante la
invocación de una doncella a quien lo único que se le entendía era
"mesié Andrad", apareció José Leandro vistiendo un regio
kimono de seda, en aquellas habitaciones llenas de pieles, de estatuitas,
de "abat jours" y perfumes. Un
par de días más tarde Andrade anclaba de nuevo suelto. Lo aburría el
amor, lo ahogaban las pieles, lo asfixiaba ese aire cargado de esencias, a
él, acostumbrado a respirar fuerte en la costa que Palermo que bendice el
mar, y a recibir con el pecho descubierto el sol picante de la muralla. Así,
despreciándolo todo, se precipitó el triste final. Andrade, en la
miseria, fue a parar a un sanatorio de enfermos pulmonares. Sus amigos le
organizaron algunos festivales de beneficio que nunca se realizaron. Ahora
—qué diablos!— ahora Andrade no interesa. Hay algo de admirable y de grande en todo esto. Algo admirablemente dramático en esta vida original, personalísima, que se despego de un buzón hediondo a perros, y se levantó hasta los labios perfumador de las finísimas parisinas, para ser devuelto a la calle, más pobre y abandonado que antes. Hay hasta poesía. Hay, sí. Poesía de arrabal: letra de tango. |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América
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