Su secreto |
Alto,
quebradizo, descarnado. La ropa le queda chica porque el pibe estiró de
golpe. Sus piernas largas, desnudas hasta más arriba de las rodillas,
dejan ver casi pelados, los huesos. Pálido, ojeroso, el pelo largo, duro
y caído como quinchas a los costados de la cara. Tiene
el andar embarazoso, como esas gallinas que han estado mucho tiempo
maneadas. Parece que los huesos se entrechocaran, haciéndolo tambalear. Recostado
a un caño, observa cómo los otros gurises juegan al volley ball. En
la expresión de su rostro va acusando los movimientos del balón. Ávido,
primero, atento, expectante, luego: sonríe. Es
cuando termina cada jugada con un tanto. —Dieciocho
a dieciséis! —Va
pelota! A
veces es su cuerpo el que marca el ritmo del luego. Se encoge, se
incorpora, respira fuerte. Mentalmente,
él también está ahí. entre esos chiquillos sonrientes y sanos
que empujan con vigor la ball en medio de gritos, amenazas y protestas. —Diecinueve,
diecisiete. Va! Están
ganando las de allá, los de la subida. También, qué gracia!... Son casi
todos más altos, son... Además son fuertes, qué diablos! Si la guinda
sale como chijete, sale. Al
llegar a esta parte de sus pensamientos, se observó a si mismo. Quiso,
tal vez involuntariamente, cotejarse. Bajó
la vista sobre su camisilla flotante. Dentro de ella, un pechito hundido y
amarillento. Se miró los brazos, flacos, puntiagudos. Y esas manos y esos
pies tan grandotes! —Veinte,
diecisiete! Los
chiquilines se desbandaron; los ganadores comentando vivamente, los otros
quejosos de su derrota. De
repente oyó que se le dirigían: —Vos
jugás? No
entendió al principio. Miró para atrás a ver si no era para otro la
invitación. —Vó!
Querés jugar? Con
la cabeza dijo que si. Con el corazón lleno de gozo, marchó a tomar
colocación. Él
era alto, también. Alcanzaba perfectamente la red. Tenia esa ventaja. Quién
sabe si no decidiría el partido!... Lo
pusieron en la delantera para aprovechar sus condiciones. Allí el juego
era muy movido y no entraba a dominarlo. Cuando se proponía hacer, cuando
veía lo que debía hacer, ya la ball estaba en el suelo. —Tres
a uno. Pelota!!... Lo
cambiaron de puesto. Fue atrás. Se
siguió disputando intensamente el partido. Esos muchachitos eran unos
demonios de ligeros y vivaces. Le llamaban la atención ahora que estaba
entre ellos, más que hace un ratito, cuando era espectador. —Vamo,
vó, flaco! El
grito fue dirigido a él. Lo despertó, puede decirse. Estiró las dos
manos y pegó en la pelota. —Bien!
Ahí! Pero
ésta, apenas se levantó unos centímetros, le venció las muñecas y cayó
sobre la arena. -Cuatro
a uno! Los
demás chiquilines lo miraban sorprendidos. Uno
de ellos, el más audaz, el más fuerte, le increpó enojado: —Vó!
No comiste hoy? Entonces, por primera vez, se tiñeron de rojo las mejillas del niño pobre. Y bajó los párpados, avergonzado, como un pecador sorprendido en el secreto de su delito. |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América
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