Nuestro
país |
Nuestro país ha sido descrito de muy distintas maneras por los ilustres visitantes que solemos recibir; la semana pasada, sin ir más lejos, ofrecimos dos nuevas versiones sobre el aspecto que presentamos al investigador. Pero hace unos cuarenta años un filósofo alemán, el conde Keyserling, nos colocó la primera chapa sensible tratándonos de tristes. Un poco en serio y medio en broma la respuesta se hizo sentir, entre otros medios, por un sainete que se titulaba "La ciudad alegre y confiada", al que siguió otro del mismo tenor con el nombre de "La ciudad triste y cabrera". Quiere decir que sentimos el impacto. En todo ese tiempo continuaron las descripciones: un financista inglés encuentra que somos un país de locos, al que sus gobernantes hacen lo posible por fundir, sin tener éxito en la empresa. Y antes y después de eso, se dice que el oriental es buen pobre, que somos la Suiza de América y otras cosas más. Hasta no hace mucho, que un futbolista vienes va a revelar en su patria que aquí, cuando ganamos un campeonato se suelta a los presos de la cárcel y se viaja gratis en los ómnibus.
No me propongo discutir esas observaciones, sino agregar algo que ha escapado a ellas. Nuestro país, para los que lo conocemos un poco más a fondo que esos señores, que se dan una vuelta en auto por las playas y regresan a dar una conferencia de prensa sobre las bellezas de la costa y de las mujeres orientales, es, por sobre todo, el país del "¿Qué tomas". Por ese medio nos manifestamos, sea en sentimientos amistosos, dolorosos, de piedad, de condolencia. Ninguno escapa a la inquisidora conminación. Y hasta para las personas cuya presencia nos desagrada solemos tener la misma solemnidad y, apenas se ponen a tiro, y nos decimos para lo íntimo, "¡Ya me reventó este maldito!", sin darle tiempo siquiera a pronunciar el buenos días, le tapamos la boca con un violento:
-¿Qué tomas?
-No, nada, che: ¡me patea el hígado!
-¡Entonces tomate un garnacha!
La sencilla ceremonia del mostrador nos sirve para estudiarnos y definirnos. Conocemos a un fulano, muy generalmente, no por el nombre o el oficio; decimos "el que la toma con agua natural" y en seguida estamos todos sobre la pista. Es un ejemplo entre los muchos. Del mismo modo, en la manera de hacer el pedido, distinguimos de inmediato al veterano del novicio. El tipo que se aproxima tímidamente al mármol y pide en voz baja:
-¿Me da una cañita con unas gotas de amaro? -Ese es un debutante absoluto. No posee familiaridad con el producto. Está el que pide "una con ferné", catalogado como ya iniciado. Y está el veterano inconfundible que ronca "¡una cortada!", y está, por último el que con una sola seña al bolichero, dos dedos en cruz, ya lo dijo todo.
El mostrador es un confesionario. Más de una vez me he preguntado por qué las personas que tienen menos que decir son, sin embargo, las que se prodigan más en la conversación. Sin lograr explicármelo satisfactoriamente supuse que los pobres, los que menos tenemos para dar, seamos, por lo general, más dadivosos que los ricos. Con esta lógica tendría que llegar a la conclusión de que si los ricos lo son porque guardan su dinero, los ignorantes toman el camino opuesto y reparten su ignorancia para quedarse, al fin, sin ella. Pero prácticamente no puede ser así. Hay que buscar la razón en otra parte. Entonces concluimos que obedece a una necesidad espiritual. Entre ellas, la más primitiva, es tener en su haber una disputa con el jefe de la oficina y de la cual salió victorioso. De la misma manera que el artista necesita exponer sus cuadros y el entreala figurar en la tabla de goleadores.
-"El jefe me dijo, el otro día: a ver Scolazzo, páseme en limpio esta carta que no se entiende ni medio, no se entiende. Entonces agarré y le contesté, dije: ¡si no se entiende vaya a la escuela a aprender!".
Es todo mentira; ni el jefe le dio la orden así ni él le contestó lo otro. Pero el que hace el cuento es el primero en creerlo y empieza a calentarse solo, frente a la posibilidad de tal injusticia y repite la historia cada vez en tonos más subidos. Llegaría hasta el homicidio si no fuera que hay otros de los que escuchan que a su vez quieren relatar sus performances. Hablan todos a un tiempo:
-¡Permitime!
-¡Déjame a mí!
-¡A mí me pasó algo parecido pero peor todavía!
Se impone el que grita más. Los otros quedan como atragantados; respiran fuerte, abren los agujeros de la nariz. Están febriles. Efectivamente a todos les sucedió algo por el estilo y llega un momento en que han acumulado tanta rebeldía, tanto odio contra el jefe, que ya no les cabe adentro. Entonces buscan un escape:
-¡En el fondo es un infeliz! -lo perdona uno.
-Sí -lo apoya el otro-, ¡en el fondo no es malo!
-Además, la mujer... ¿No? ¡Así oí decir!
-Eso dicen; ¡pero si le vas a hacer caso a la gente...!
No mienten, a sabiendas; lo hacen sin darse cuenta. Tal vez por necesidad, como dije antes: la necesidad de tener en su historial un triunfo resonante. Y ellos lo han obtenido de doble o triple valor, peleándose con el jefe, ganándole la disputa y, por último, perdonándolo, reconociéndolo. Allí procede que alguno los llame a la responsabilidad:
-Bueno, ¿tomamos o no tomamos la otra?
Y la escena típica de nuestro país habrá recibido la pincelada final que la complete. |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
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