Misa de
doce |
La voz del diácono resuena acompasada y grave en el silencio del claustro. A veces parece que rebotara en las sagradas imágenes haciendo temblar la llamita brillante de los cirios. Otras veces, parece que el mismo fervor de esas palabras sacudiera el pecho inmóvil de los santos de piedra con un aliento de vida. Hay un recogimiento espiritual, piadoso, reverente. Sólo es alterado por el susurro de una oración que se desliza como un rodar de hojas marchitas, desde los labios secos de una vieja beata, o el paso breve, ligero, de alguna sombra que se esfuma entre los altares. Después, es todo calma, silencio, misterio.
Las palabras del sacerdote caen redondas, nítidas, brillantes como gotas de agua bendita sobre la testa sumisa de los fieles. —"La esposa debe fidelidad y amor al esposo. Porque así lo ha jurado frente al Señor. Desviarse de ese camino es caer en grave pecado..." La voz tiene resonancias metálicas que se elevan sobre los altares y buscan los ventanales para salir a la luz como el canto de las campanas. Entra un niño pobre. Limpito, pero vestido humildemente. Con medias blancas que le ajustan la pantorrilla y dejan al descubierto sus rodillas raspadas. Hunde la mano en la pila y luego de observarla, con desconfianza —¡a lo mejor tiene tinta, tiene!...— se persigna. Después se acomoda en los últimos bancos y echa una mirada alrededor. Allí advierte, a pocos metros, a otro niño. Son camaradas, sin duda, porque le clava la vista con el propósito de hacerse notar. Los chiquilines son como los perros; no pueden estarse quietos uno en presencia del otro. Se ven. Cambian un saludo discreto. El otro está con la madre, que es una señora lujosa, llena de pieles y caravanas, y por eso no pueden acercarse. Pero se siguen con los ojos, donde tienen patentizada una interrogante. —"La esposa debe obediencia al marido, y amor y dedicación y respeto a los hijos, que son una bendición de Dios..." — acentuó la voz de bronce. Los pibes, con la cabeza baja, se entienden de reojo por entre las filas de personas. —"¿Qué consecuencias ha tenido siempre la falta de cumplimiento a los sagrados deberes? Tenemos el desgraciado ejemplo diario de muchos hogares hundidos por ello. ¿Cuál es el resultado, pues?" El cura hace una pausa y levanta la mirada hacia la bóveda alta, donde el sol que filtra por las ventanas pone una claridad sucia y aguada. Con este paréntesis sube la expectativa y dará más tuerza a sus conclusiones. Se produce una calma turbulenta en los corazones. Ávida, hueca, honda como un pozo. —"...¿cuál es el resultado?..." Entonces, agujereando el silencio, como un silbido, como un soplo, como un papel arrugado que arrastrara por las lozas, despertó la quietud imponente: —Dos a cero... nosotros... Las viejitas .se dieron vuelta, alarmadas; los párpados, siempre lacrimosos, muy abiertos. Las solteronas —que nunca tuvieron ni tendrán hijos— indignadas, fruncieron la boca en un gesto ácido. La señora lujosa dio un sacudón a su chico. Las muchachas, con el oído suspendo aún en las palabras del ministro de Dios, apretaron en sus manitas lindas el aniIlito del novio; se volvieron a los niños con ternura, con amor, con gracia. Y allá, adentro de sí mismas, han visto reflejada como en un espejo, la figurita menuda de otro pibe sano, reo y futbolista, con el pelo revuelto y las rodillas peladas, que mirándolas a los ojos, dulcemente, les dice: "Mamá... hoy le ganamos al Barcelona: dos a cero..." |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América
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