Los brujos |
Empezó por mirarme solapadamente. Cada vez que pasó por al lado de mi mesa, llevando el servicio para la cocina o trayendo de allí los platos humeantes, sus ojillos azules, aguados, viraron en redondo atrás de los cristales y se me fijaron un momento.
Pero parece que después tomó confianza porque ya no tuvo reparo en observarme con más atención.
Entonces
experimenté un ligero sobresalto.
—A lo mejor,
alguna vez me fui sin pagar—pensé— y este es el instante fatal en que
me identifica.
Miré alrededor
tratando de imaginar la magnitud del calor que iría a pasar.
Era
emocionante, dramático. La milanesa empezó a atragantárseme. Las
papitas a estrangularme. El vino a resistirse.
Tuve la sensación
de hallarme frente a un verdadero motín de comestibles.
Quizás se
advirtiera de lejos ese azareo porque desde atrás de los lentes, los
ojitos me sonrieron. ¿Era una burla, un ensañamiento cruel, o una
muestra de adhesión?
La cara del
mozo no lo dejaba discernir. A veces me parecía la de algún sabio húngaro
que inventó alguna terrible ametralladora. Eso, cuando sonreía
maliciosamente.
Otras veces
semejaba una de esas fotos que salen en los diarios con la referencia
expresa de que se trata del hombre que mató a la viuda a martillazos
mientras dormía. Esto cuando me miraba fijo.
Y por momentos
se me ocurría nada más que un infeliz.
En un
"impasse"' de estos se me escapó a mi también una sonrisa de
correspondencia y ya quedamos vinculados.
Desde allí
para adelante, cada vez que pasó a mi lado dio una prueba de cariño, con
un gesto afable, con una actitud ceremoniosa.
Hasta temí
–quizás en un exceso de optimismo- que fuera a decirme un piropo. El
restorán se va quedando sólo. Apenas cuatro o cinco ocupamos el pequeño
salón.
Entre
ellos, los lentes del mozo que atisban desde atrás de una cortadora de
jamón, y yo.
Los
lentes que me miran. Que se desprenden de la máquina, y espejean bajo los
focos y se me acercan silenciosos, taimados, felinos.
Me
recogí dentro de mí mismo. Como un caracol. Junté todas las fuerzas, físicas
y morales, y esperé.
Entonces, oí
su voz:
—¿Ganaremos
mañana?
—Si!!...
—contesté; con amplia confianza, rotundamente, con todo el ímpetu que
tenía acumulado.
El tipo miró
para atrás alarmado. Lo que vio a su patrón indiferente tras el
mostrador, volvió a inquirir:
—¿Está bien
Peñarol?
—Está
macanudo, ésta!
Una
sonrisa de satisfacción, amplia, generosa, le alumbró los ojitos de
agua.
Y
con disimulo se puso a revolver entre las mesas, a sacudir las miguitas, a
acomodar las sillas.
Cuando
logró una posición fuera del alcance visual del dueño, repitió con un
gesto su sincero reconocimiento.
Se
me representó aquella escena, no sé si auténtica o imaginaria, de los
agricultores cordobeses, entrevistando en delegación a Martín Gil para
pedirle que hiciera llover.
Este estaba
igual. El también creía que porque los cronistas pronosticamos y
comentamos, podemos hacer, incluso, ganar o perder un partido.
Para
él debemos ser brujos. Y estaba realmente confiado.
No
obstante, quiso asegurarse más:
—Esa
línea de Penarlo es buena, ¿verdad?
—Sí!
Es muy buena.
—¿Y
la defensa?
—Mejor
todavía!
Cada
respuesta llenaba más de gozo aquel semblante ingenuo. ¿Empecé a temer
que, de seguir así, reventara, salpicándome todo.
No hubo tiempo. El patrón, que ahora lo ha localizado, le pega unos gritos:
—Salga
de ahí. Siempre con el maldito fóbal. Parece mentira, gandul!
—Estaba
hablando de fóbal, ¿no?
Le
hice una seña afirmativa.
El amo acentuó un gesto de desprecio, clavó la mirada llena de odio, en la puerta por dónde había desaparecido el empleado infiel, se mantuvo así breves segundos en una pose digna, arrogante y volviéndose a mí repentinamente se explicó, ya en otro tono:
—Yo
lo conozco a éste. Siempre Peñarol! Haciendo trabajitos. Pero atrás mío,
¿eh? Todo atrás mío. Yo le voy a dar... Peñarol no va a ganar; se lo
digo yo —explotó fuera de sí.
—¿Verdad?
¿Verdad que no?
El
hombre se ablandó de golpe. Sintió que un gozo íntimo le cosquilleaba
en el corazón, que una dulzura inefable le embargaba el alma y como señal
de agradecimiento sincero, me dijo con toda la ternura de que era capaz:
—Tome algo, señor. Sírvase de algo! ... |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América
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