Locuras de
primavera |
La llegada de la primavera, ese clima cordial, parece que rejuveneciera la sangre sugiriendo grandes ideas, infundiéndonos un dinamismo que no sospechamos tener. Se siente el impulso de hacer, de obrar. De ser escritor, uno escribe: ,de ser torero, torearía; de ser guarda, en fin, treparía a un pedestal y desde allí, señalando al infinito, podría gritar con toda su inspiración: "Más adelante!" Pero yo en aquel tiempo no era nada. La primavera me sorprendió sin oficio. Apenas cronista de box en un momento en que no había boxeo. Como quien dice: un disfrazado sin carnaval.
Entonces, sucede con frecuencia, que lo que no podemos realizar nos contentamos con soñarlo, y el primer paso para ello consiste en vaciar unos copetines. Algo que nunca pude explicarme y que observé también en el perro. Cada vez que aparecía alguna gallina colgada en la cocina, lloraba desconsoladamente. Quizá presintiera en ello, su destino. -Vieja, pónete el saco que vamos a dar una vuelta por la costa. -¿Tas loco? ¿Qué ocurrencia es ésa? -¡Vamos, no seas boba; que la noche tá macanuda! Lo estaba efectivamente. Aquel cielo alto picado de estrellitas; aquel olor fresco a pasto y a salitre; ese mar oscura y misterioso que rezonga su cansancio... Empezamos a cantar. Primero, bajito; después, más fuerte, y las voces rebotaban en el espacio y se tiraban lejos, rodando, rodando... Los dos solos, en medio de esa noche tibia, primaveral, deberíamos estar magníficos. Nos besamos. -¡Vieja!... -¿Qué, negro? Me había asaltado una inspiración repentina; un proyecto realizable, quizás el único en esa noche que encendía los nervios. Le señalé hacia la sombra de una verja: -Mira qué lindo banco! - . -Pero ¿vos tás loco? ¿Si nos llega a ver alguno?... -No seas boba; vamos. La pobre era muy débil y acató mi sugestión. Temblando, se aproximó al banco, lo tomó por un brazo, siguiendo mi ejemplo, y empezamos la marcha. -Pero nene, ¿para qué lo queremos? -Vos déjame: ¡para sentarnos! Aquel demonio de banco pesaba una enormidad. Las patas nos golpeaban en las canillas obligándonos a dar pasetes falsos. Como potrillos. A las cuatro cuadras no podíamos más. Jadeantes, exhaustos, doblados, hombre y mujer en ese riguroso esfuerzo de solidaridad, deberíamos semejar alguna de esas estampas del Éxodo. -Viejo, ¡mira! -¿Qué? ¿Lo qué? Lo que se presentó a mis ojos, y más que eso, lo que súbitamente me vino a la imaginación, fue terrible. Corriendo, con los brazos abiertos, con el capote abierto como las alas de un vampiro gigante, se aproximaba un guardia civil. Tiramos el banco y empezamos a correr nosotros también. Pero mi desdichada amiga, con sus taquitos altos, con sus tobillos flojos y quebradizos, no podía continuar mucho tiempo. Era inútil, pues, huir. Esperamos. Como dos niños sorprendidos en una huerta, contra el alambre. -¿Qué hacían ustedes? La pregunta estaba demás, lo mismo que la respuesta. Sin embargo nos ajustamos. a estas elementales fórmulas sociales. Con gesto desolado, en que no había la mínima ficción, le señalé el banco. -¿Dónde lo robaron? -Allá.... -¿Y ustedes saben lo que les espera? ¡Si lo sabría! Lo que nos esperaba era que nos harían culpables de todos los robos por allí ocurridos. Lo que nos esperaba eran las fotografías de ftrente y de perfil, las impresiones digitales, las rejas... El temor me hizo locuaz; expliqué al agente mi situación con términos sinceros, con expresiones de franco arrepentimiento. Le hablé al alma; a su corazón de hombre, a su conciencia de funcionario. Y conseguí que, al menos, no llevara a la muchacha. Pero todo ese trabajo también fue inútil. Ella no quería irse sin mí. Se empeñó. Su gesto tenia algo de heroico, de abnegado y valiente cuando se prendió a mi brazo, con la frente levantada, acusando su decisión. Parecía una de aquellas mujeres fuertes de la historia que en un desprendimiento sobrehumano, en un sacrificio de si mismas, dijeran a su compañero: -"Viejo, tome la garabina y-vaya a matar salvajes unitarios". Era así. Tuvo esos rasgos de fidelidad, de cariño, siempre, hasta el día que se me escapó con un violinista. Tenía esos rasgos enternecedores, admirables, con que al fin tocó la sensibilidad del buen guardián, paisanito derecho, comprensivo, noble. Estoy seguro por eso, que -tenía éste, los; ojos llenos de lágrimas, igual que yo, cuando dijo, en un acento fraternal: -Bueno, yo no les via´cer nada. Lleven el banco .. Le regalé todo lo que tenía en el bolsillo, que eran dos pesos; lo abrasé efusivamente, lo llamé "gaucho lindo", le indiqué la redacción del diario en que trabajaba .-"por si alguna vez necesitaba algo- y tomamos el banco y volvimos para atrás. Otra vez los golpes en las canillas, otra vez. los pasetes falsos y los saltitos, como si nos pincharan con una picana. Otra vez la misma escena del guardia civil corriendo hacia nosotros, con las alas abiertas, cuando apenas hablamos hecho unos doscientos metros. -¿Adonde van? -A ponerlo donde estaba... -No, hombre; lléveselo pa su casa. Ustedes creerán que eso nos produjo una gran satisfacción. Se equivocan. Nos miramos, ella y yo; las miradas cayeron doloridas al banco; medimos la distancia recorrida y la que tendríamos que recorrer, y sentimos una profunda depresión moral. Otra vez para atrás! Torcidos, desfallecientes, golpeados, arrastrando los pies, parecíamos los barqueros del Volga. Qué castigo, señor! Castigo interminable! Llegamos al rancho y el banco no cabía. Para meterlo hubiésemos tenido que sacar la cama. No podíamos, tampoco, dejarlo afuera, a la vista de todos. ¿Entonces?... Volvimos a mirarnos, volvimos a mirar el banco y, sin hablarnos -que no hubiéramos podido con las ganas de llorar que teníamos- lo tomamos por los brazos y salimos: yo adelante, ella atrás, separados por el banco como por una maldición, aferrados a él como a un destino. ¿Estábamos condenadas a banco perpetuo? Llegué a temerlo. Quién sabe, todavía, lo que podría sobrevenir! Así, pues, nos abrazamos y nos besamos, más alegres que si hubiésemos huido del infierno, cuando el maldito mueble volvió a su .antiguo rincón, al lugar donde lo habíamos tomado. Una sensación amplia de libertad ,nos llenaba el alma. Daban ganas de descalzarse y ponerse a correr. Efectivamente, yo había estado loco, como decía ella. Pero ya éramos libres y dichosos. Transcurrió un par de meses. No había olvidado aún aquella severa enseñanza, ni habían desaparecido totalmente los machucones de mis canillas, cuando una noche se me presenta el guardia civil en la redacción: -Como usté me dijo que si precisaba algo... -Ah, si! Macanudo viejo -le dije con fingido buen humor, pero molestado por la idea de que aquel hombre se sintiera con algún derecho sobre mí-. Sí; hizo bien en venir! Le di cincuenta centésimos. El oficio no daba para más. Y al mismo tiempo me propuse descartarme de ese sujeto que tenía toda la apariencia de un chantajista. -¡Qué clavo con el banco! No supe dónde ponerlo. Me hizo una guiñada cordial, como sí ocultara un secreto familiar que reservaba para último momento, y dijo persuadido: -Era un banquito macanudo, amigo! -Si... pero no me sirvió para nada. -¿Cómo amigo? ¿Y para sentarse? Evidentemente, no creía en mis palabras. Suponía que al restarle méritos al banco me proponía desmerecer su buena acción para conmigo y retirarle, en consecuencia, la protección o ayuda prometidas. -Si; tuve que volver a ponerlo donde estaba! Esta revelación le cayó como un balde de cemento. Se fijó en mí extrañado, huido; miró los cinco reales que tenía en la mano como si estimara injusta esa recompensa: volvió a fijarse en mí angustiado, pensativo, quizás defraudado en sus más sanas intenciones. Me dio lástima. Me, arrepentí de haberle hecho ese desprecio a él, que tan noblemente se había portado conmigo. Bajé los párpados avergonzado y permanecimos así, en silencio, unos minutos; no sé cuántos. Hasta que él, siempre mirando al suelo, habló con voz entrecortada: -Ahora estoy en el Parque Durandeau... Allí no hay nada para robar ... Pero cuando tenga una parada buena, vengo y le aviso... Aquel muchacho era, sin disputa, un hombre honrado. Debo a una locura primaveral, el haberlo conocido. |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América
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