La historia simple de un burrero
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero
"

Si tuviera que describir la sensación que experimentaba, le llamaría "miedo". Miedo: eso es lo que sentía; miedo de volver a su casa y no encontrar a su compañera.

 

Parece mentira! Todo el año luchando interiormente con la vulgaridad de su vida rutinaria, siempre igual. Todos los días rebelándose contra ella. Ahora, que se le ofrecía la probabilidad de un cambio, de marchar hacia lo imprevisto, sentía temor de enfrentarse a la situación.

 

Recordó mentalmente el pasado, de un vuelo redondo, como hacen las palomas para orientarse.

 

Oyó el despertador frenético, saltando en la mesita, anunciándole el comienzo de su día. El despertador debe tener alma de enano. Vengativo, pasa las horas reconcentrado, juntando rabia. Las palpitaciones se le hacen más intensas a medida que avanza la noche. Y cuando se siente libre grita, grita con todo el cuerpo, con sus patitas cortas, con su vientre redondo, hasta que una mano lo amordaza de nuevo.

 

Su repiqueteo está íntimamente ligado a la canción del taller, al jadear afanoso de la fragua, al chirrido desgarrante de la sierra sin fin.

 

Todos los días iguales. Pesados, lentos, cansados.

 

La comida frugal. La lectura de los aprontes o la compulsa del programa de carreras y el chiquilín del clandestino que viene a ver si quieren algo para Las Piedras, La Plata, Palermo o Marañas. ¡Mire que hay carreras!

 

Pero si no fuera por eso! Eso es lo que levanta un poco su atención siempre dormida sobre los mismos sucesos que se reproducen sin cesar; eso es lo que pone un poco de emoción en los días eternamente iguales. Y, ahí tienen! Ello es lo único que le combate su compañera, pobre muchacha ignorante recogida en la calle.

 

Recuerda cómo iniciaron la vida en común. Era una noche cálida, perfumada de flores, de pasto, de tierra húmeda. Comieron mal. Los huevos fritos parecían escarapelas; los bifes, billetes de cinco reales. Pero el amor dio un sabor distinto a aquélla humilde cena. Después apagaron la luz, para que no se llenara de mosquitos, y abrieron la ventana.

Abrazaditos. Allá, arriba de los árboles, el cielo se destrozaba en tirantes nubarrones negros, que pasaban sobre la luna como queriendo limpiarla. Subía hasta la ventana ese aroma fresco que precede a la tormenta.

 

Entonces ella, con una voz muy tierna, melosa, nasal, le dijo volcando la cabeza sobre su hombro:

 

—Las mujeres nos parecemos a las gatas.

 

Eso fue la primera noche. Después cambió muy poco el panorama. Pasada la luna de miel, empezó a molestarle algo su presencia. Claro! el rancho es tan chico que no podía estarse un minuto solo. Siempre la tenía al lado. Y el hombre, medio soñador como era, necesitaba de algún minuto de abandono, precisamente para soñar. Aunque fueran pavadas!

 

Cuando se nos para uno al lado de la máquina de escribir no podemos continuar. Aunque estemos escribiendo un artículo destinado al público, aunque estemos copiando un expediente o escribiendo una "patente de bolitas y bochones" para los pibes, aunque no sea nada íntimo o particular, en fin, la presencia de uno al lado de la máquina nos incomoda e imposibilita. Y bueno; al hombre le pasaba lo mismo.

 

Más adelante se fue acostumbrando; ya no le molestó ni alegró. Le parecía lógico y natural que, al oír las primeras gotas en el zinc, le dijera: "Está lloviendo", como que, al sonar la bocina de la fábrica de vidrio, repitiera diariamente: "Ya es la una".

 

Quizás se sintiera solo a pesar de su compañía, que se hacía presente nada más que al aparecer el chiquilín del clandestino. Entonces tenía que soportar, a veces un consejo, otras veces una advertencia y no pocas, la misma pregunta:

 

—¿Pa qué jugás, vida?

 

Nunca había pasado de eso hasta ayer. Ayer vino el carnicero, el verdulero y el del puesto de pescado frito. Ella tuvo que dar la cara a todos y oír sus protestas, sus burlas, sus explosiones. Lo peor es que los vecinos estaban escuchando.

 

Y se decidió a plantear seriamente la situación:

 

—Si vos seguís jugando, yo me voy. El no esperaba esa rebelión y, por lo mismo, no supo contestar.

 

—Por mí, podes irte desde ahora, —le dijo.

Cuando salió para el taller la dejó embalando su ajuar. Por un lado, mejor. Era una burra. No se da cuenta de que con los dos o tres pesitos que se juega por reunión no alcanzan para pagar a nadie. Que se vaya, en buena hora!

 

Pero después, pensando mejor, no creyó lo mismo. Y ahora tenía miedo, francamente. Miedo de entrar a la casita y no hallar a ella, como todos los días, arrastrando las chancletas; miedo de no recibir su mirada humilde de perrito vagabundo; miedo de que no le dijera, como todas las tardes:

 

—Viejo: ¿querés que te apronte la palanganita?

 

Miedo, en fin, de alejarse de esa vulgaridad que le había parecido insoportable y que tantas veces le había hecho cerrar los puños y mirar al cielo en esa actitud de protesta y resignación que él mismo veía en los monumentos funerarios. Y todo ¿por qué había venido? Por las carreras. Por el inocente placer que tres o cuatro veces a la semana venía a agilizar el rodar monótono de los días. Por ese inocente placer que, incorporado a su vida vulgar, al fin y al cabo, formaba parte de ella, igual que el despertador, igual que el bife con huevos, igual que la mirada mansa de la muchacha y el olor a tortas fritas del mosquitero.

 

¿No sería tarde, ya, para separarse de alguna de esas cosas que caracterizaban su vida y a las cuales se había amoldado, ajustado, hasta identificarse?

 

Y en el dilema de tener que abandonar alguna, ¿con cuál lo haría? ¿Con las carreras? ¿Con la mujer? El cerebro le hervía. En presencia de su ranchito sintió un terrible azoramiento. ¿Habría cumplido ella su amenaza?

 

Entró. La luz estaba encendida. Oyó el ruido del primus. Después el de las cacerolas. Todo eso lo conocía perfectamente.

 

Oyó una voz que le decía:

 

—Viejo: ¿querés que te apronte la palanganita? Todo le era familiar; nada había cambiado a su al­rededor.

 

Oyó el grito del chiquilín del clandestino:

 

—Don Cándido!

 

Entonces fue hacia él lentamente; levantó los ojos, poseído como un fakir en éxtasis, como haciendo un difícil cálculo, dijo para si mismo algo que se denunció en el movimiento de sus labios y que pareció una oración, alargó hacia el niño un puño cerrado:

 

—Ganador al cinco en la primera, todo derecho al dos en la cuarta...

crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América

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                      Julio C. Puppo "El Hachero"

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