La historia
simple de un burrero |
Si
tuviera que describir la sensación que experimentaba, le llamaría
"miedo". Miedo: eso es lo que sentía; miedo de volver a su casa
y no encontrar a su compañera. Parece
mentira! Todo el año luchando interiormente con la vulgaridad de su vida
rutinaria, siempre igual. Todos los días rebelándose contra ella. Ahora,
que se le ofrecía la probabilidad de un cambio, de marchar hacia lo
imprevisto, sentía temor de enfrentarse a la situación. Recordó
mentalmente el pasado, de un vuelo redondo, como hacen las palomas para
orientarse. Oyó
el despertador frenético, saltando en la mesita, anunciándole el
comienzo de su día. El despertador debe tener alma de enano. Vengativo,
pasa las horas reconcentrado, juntando rabia. Las palpitaciones se le
hacen más intensas a medida que avanza la noche. Y cuando se siente libre
grita, grita con todo el cuerpo, con sus patitas cortas, con su vientre
redondo, hasta que una mano lo amordaza de nuevo. Su
repiqueteo está íntimamente ligado a la canción del taller, al jadear
afanoso de la fragua, al chirrido desgarrante de la sierra sin fin. Todos
los días iguales. Pesados, lentos, cansados. La
comida frugal. La lectura de los aprontes o la compulsa del programa de
carreras y el chiquilín del clandestino que viene a ver si quieren algo
para Las Piedras, La Plata, Palermo o Marañas. ¡Mire que hay carreras! Pero
si no fuera por eso! Eso es lo que levanta un poco su atención siempre
dormida sobre los mismos sucesos que se reproducen sin cesar; eso es lo
que pone un poco de emoción en los días eternamente iguales. Y, ahí
tienen! Ello es lo único que le combate su compañera, pobre muchacha
ignorante recogida en la calle. Recuerda cómo iniciaron la vida en común. Era una noche cálida, perfumada de flores, de pasto, de tierra húmeda. Comieron mal. Los huevos fritos parecían escarapelas; los bifes, billetes de cinco reales. Pero el amor dio un sabor distinto a aquélla humilde cena. Después apagaron la luz, para que no se llenara de mosquitos, y abrieron la ventana.
Abrazaditos.
Allá, arriba de los árboles, el cielo se destrozaba en tirantes
nubarrones negros, que pasaban sobre la luna como queriendo limpiarla. Subía
hasta la ventana ese aroma fresco que precede a la tormenta. Entonces
ella, con una voz muy tierna, melosa, nasal, le dijo volcando la cabeza
sobre su hombro: —Las
mujeres nos parecemos a las gatas. Eso
fue la primera noche. Después cambió muy poco el panorama. Pasada la
luna de miel, empezó a molestarle algo su presencia. Claro! el rancho es
tan chico que no podía estarse un minuto solo. Siempre la tenía al lado.
Y el hombre, medio soñador como era, necesitaba de algún minuto de
abandono, precisamente para soñar. Aunque fueran pavadas! Cuando
se nos para uno al lado de la máquina de escribir no podemos continuar.
Aunque estemos escribiendo un artículo destinado al público, aunque
estemos copiando un expediente o escribiendo una "patente de bolitas
y bochones" para los pibes, aunque no sea nada íntimo o particular,
en fin, la presencia de uno al lado de la máquina nos incomoda e
imposibilita. Y bueno; al hombre le pasaba lo mismo. Más
adelante se fue acostumbrando; ya no le molestó ni alegró. Le parecía lógico
y natural que, al oír las primeras gotas en el zinc, le dijera: "Está
lloviendo", como que, al sonar la bocina de la fábrica de vidrio,
repitiera diariamente: "Ya es la una". Quizás
se sintiera solo a pesar de su compañía, que se hacía presente nada más
que al aparecer el chiquilín del clandestino. Entonces tenía que
soportar, a veces un consejo, otras veces una advertencia y no pocas, la
misma pregunta: —¿Pa
qué jugás, vida? Nunca
había pasado de eso hasta ayer. Ayer vino el carnicero, el verdulero y el
del puesto de pescado frito. Ella tuvo que dar la cara a todos y oír sus
protestas, sus burlas, sus explosiones. Lo peor es que los vecinos estaban
escuchando. Y
se decidió a plantear seriamente la situación: —Si
vos seguís jugando, yo me voy. El no esperaba esa rebelión y, por lo
mismo, no supo contestar. —Por
mí, podes irte desde ahora, —le dijo. Cuando
salió para el taller la dejó embalando su ajuar. Por un lado, mejor. Era
una burra. No se da cuenta de que con los dos o tres pesitos que se juega
por reunión no alcanzan para pagar a nadie. Que se vaya, en buena hora! Pero
después, pensando mejor, no creyó lo mismo. Y ahora tenía miedo,
francamente. Miedo de entrar a la casita y no hallar a ella, como todos
los días, arrastrando las chancletas; miedo de no recibir su mirada
humilde de perrito vagabundo; miedo de que no le dijera, como todas las
tardes: —Viejo:
¿querés que te apronte la palanganita? Miedo,
en fin, de alejarse de esa vulgaridad que le había parecido insoportable
y que tantas veces le había hecho cerrar los puños y mirar al cielo en
esa actitud de protesta y resignación que él mismo veía en los
monumentos funerarios. Y todo ¿por qué había venido? Por las carreras.
Por el inocente placer que tres o cuatro veces a la semana venía a
agilizar el rodar monótono de los días. Por ese inocente placer que,
incorporado a su vida vulgar, al fin y al cabo, formaba parte de ella,
igual que el despertador, igual que el bife con huevos, igual que la
mirada mansa de la muchacha y el olor a tortas fritas del mosquitero. ¿No
sería tarde, ya, para separarse de alguna de esas
cosas
que caracterizaban su vida y a las cuales se había amoldado, ajustado,
hasta identificarse? Y
en el dilema de tener que abandonar alguna, ¿con cuál lo haría? ¿Con
las carreras? ¿Con la mujer? El cerebro le hervía. En presencia de su
ranchito sintió un terrible azoramiento. ¿Habría cumplido ella su
amenaza? Entró.
La luz estaba encendida. Oyó el ruido del primus. Después el de las
cacerolas. Todo eso lo conocía perfectamente. Oyó
una voz que le decía: —Viejo:
¿querés que te apronte la palanganita? Todo le era familiar; nada había
cambiado a su alrededor. Oyó
el grito del chiquilín del clandestino: —Don
Cándido! Entonces
fue hacia él lentamente; levantó los ojos, poseído como un fakir en éxtasis,
como haciendo un difícil cálculo, dijo para si mismo algo que se denunció
en el movimiento de sus labios y que pareció una oración, alargó hacia
el niño un puño cerrado: —Ganador al cinco en la primera, todo derecho al dos en la cuarta... |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América
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