Así era
Héctor Gómez |
No diré una novedad afirmando que, con la pérdida de don Héctor Gómez el fútbol nuestro ha quedado en la situación de desamparo, de desconcierto, de una familia que pierde a su padre. Porque eso era don Héctor Gómez en todos los actos de su vida: un padre.
Pascualito Ruotta me decía una vez, hace algunos años, la enorme confianza, la fe ilimitada que inspiraba, tanto a él como a los demás jugadores el entrar a la cancha en compañía de Piendibene.
Nos parecía que teníamos que ir derecho a ganar; -agregaba- la presencia de José allí nos infundía un espíritu nuevo, nos daba la sensación de ser más fuertes.
Esta misma impresión la experimentamos todos los que alguna vez trabajamos al lado de don Héctor. Es algo curioso. Porque sucede generalmente que, al jefe, al director, al que posee autoridad jerárquica sobre uno, si no se llega a repudiar o a temer -que a veces también ocurre-tampoco se desea su proximidad, que de si implica vigilancia o censura. Antes bien, cuánto más lejos se hallen mejor.
Es algo curioso, pero a don Héctor deseábamos tenerlo cerca. Su sola presencia era un estímulo, una garantía de que nuestros esfuerzos no serían vanos, una seguridad de que allí habría justicia. Su palabra bondadosa, su sonrisa dulce, tenían no se qué extraño poder de persuasión que nos reconciliaba con la vida en aquellos momentos en que un paterio sin levante nos hacía ver más grandes, casi horribles las injusticias sociales, más fuertes las diferencias de clases. Y así, alguna vez mirándolo escribir,-al lado de aquella ventana, sobre un panorama de viejas chimeneas de lata,- me sentí tentado de decirle decididamente, como un desahogo, como una confesión:
-Don Héctor; por usté yo me rompo todo.
|Eso le habría dicho si no se hubiese levantado ante mi como una valla, la palabra "adulón" que aun hoy mismo me ha impedido muchas veces, ser sincero, y espontáneo y, lo que es peor, justo.
-¿Quién, habla?-
Contesté con el nombre del diario.
-¿Quién, habla?- insistió la voz. Y volví a contestar con el nombre del diario, agregándole la palabra "Redacción".
-¿Pero quién habla? volvió a interrogar el desconocido ya algo impaciente. No se me ocurrió decir mi nombre porque estimé que el demandante se quedaría tan en ayunas como al principio. Yo era un pinche y hubiese tenido luego que dar pelos y señales sobre mi identidad. Esto lo vi al instante. Resolví, entonces, ser lo más explícito posible y contesté:
-Habla un empleado.
Aquí la voz se puso opaca, adquirió un tono más enérgico aún, e inquirió molesta:
-¿Pero quién es el bruto que habla?
Entonces sí, respondí sin vacilar:
-Más bruto sos vos. Y colgué el tubo.
Todavía no había tomado de nuevo el pincel del engrudo, cuando ya estaba en la redacción el doctor Manini Ríos, en aquella época ministro de Relaciones Exteriores.
Refirió rápidamente el diálogo sostenido y del que venía a ser parte, se burló de la clase de empleados que amparaba don Héctor, e hizo una serie de otras apreciaciones, a cual más graves, todo delante mío.
Ustedes creerán, que me sentí ofendido y le salí a la cruzada, diciéndole la verdad, como lo hizo Jorge 'Washington, en una actitud que nos presentaban como ejemplar, allá en nuestra infancia. No; nada de eso. Yo tenía un julepe que no veía, pero que traté muy bien de ocultar.
-Y quién fue el que me atendió?
Nos miramos unos a otros. Con cierta indignación y reproche en el gesto. Como cuando se siente mal olor en una kermesse. Alguno tendría qué ser. Si; bueno: ¿pero quién fue?
-Ya sé que fuiste tú, m'hijo. Pero la culpa es de él por no haberse anunciado antes.
-Entonces .... ¿esto? - pregunté vivamente mostrándole el papel que me había dado.
-Ah, sí! Trata de ampliarlo. Por el corredor me fui leyendo con avidez: "El acridio está desovando en la 4ª sección rural de Treinta y Tres".
Nuestros muchachos ganaban uno de aquellos célebres internacionales y se les llevaba a comer juntos. Era la recompensa. Después del banquete, cuándo el gallego Dacal se cambiaba dos o tres veces de asiento para recibir otros tantos habanos en el reparto, empezaban las guiñadas, los codazos, las insinuaciones con Harley.
-Andá ahora, Yoni; andá ahora... - le decían en el oído.
Y el Yoni, con sus patitas torcidas se acercaba cautelosamente a don Héctor y preguntaba:
-Papá Gómez: ¿hoy no hay teatro?
Y don Héctor, sonriendo complaciente, hablaba, al oído, a su vez, de León Peyrou, y del bolsillo salía una chala de aquellas que tenían pintado un marinerito.
Y partían aquellos hombres echando humo, Bartolomé Mitre abajo, a ver a Cotorrita. También aquellos grandotes buscaban su protección, recurrían a su amistad. También ellos habían aprendido a llamarlo, "papá". Porque eso fue siempre Héctor Gómez: un padre. |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América
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