Escenas de la redacción
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero
"

Difícilmente se encontrará una redacción tan accesible para todos como la de "El País", de quien alguien dijo una vez que "tenía, las paredes de vidrio".

Lo dijo como un título de orgullo, como un calificativo honroso. Y ha de ser así, no más. Pero me quedó grabada la frase por otra cosa. Por lo que tiene de negativo.

Y me la repetí todas las noches, observando cómo cien visitantes por turno riguroso, se sentaban en mi silla, se fumaban mi tabaco, leían mis originales por encima del hombro, discutían entre ellos armando un bochinche infernal.

Esa redacción nunca tuvo puertas. Era como una prolongación de la calle, abierta a todo el mundo. Y todo el mundo entro siempre que se le ocurrió sin que nadie le preguntara adonde iba.

De repente uno aparta la vista del papel y ve al otro lado de la mesa un par de botines; más arriba un pantalón, sobre éste una barriga redonda y arriba del todo, una cara colorada y ancha. Vino solo. Nadie le interceptó el paso. A lo mejor quiere pelear.

—El señor?...

—Mire; yo venía a ver si me pueden publicar este sueltito; es un baile infantil en el "Consuma manteca "Tres Eles" Fóbal Clu".

Y el buzo extrae un sobrecito sucio y lo pone sobre la mesa; y uno siente ganas de decirle:

—No le da vergüenza, tan grande y con un sobre tan chiquito?   Al rato aparecen tres caballeros apuestos, solemnes, graves. Tienen cara de padrinos, y también entraron solos.

—Los señores?...

Entonces uno de ellos, ya designado de antemano, toma la palabra y nos; explica que son del Club Atlético Cementerio Central, y vienen a pedir... A pedir algo.

Y al rato otro, y en seguida otro. Todos vienen solos. Nuestra sección "Deportes" es la más castigada pero no es la única.   

Recuerdo, de hace unos años, casos excepcionales, increíbles.

Una vez se presentó al cronista policial un hombre de aspecto humilde. Era extranjero y hacía pocos meses que estaba aquí.

Venía a denunciar que le habían robado, su mujer! Linda ella, joven ella, el tipo sospechaba que el autor del hurto era un compadrito que vivía en la pieza de al lado y cuya desaparición coincidía con la de la doña.

Y el pobre marido quería hacer la denuncia pública!

 

Otra noche llegó un borracho protestando contra la policía de este país.

—Aquí no hay policía; aquí son unos inútiles—vociferaba.

 

Y cuando estuvo algo sereno y pudo hablar, se expresó:

—Yo vengo desde la calle Yaro haciendo pamento, golpeando en los llamadores y cantando. Pues bien: ni un guardia civil me dijo nada ni me llevaron preso ni nada! Esto es el colmo!                 

Sería imposible mencionar uno por uno todos los casos extraños que presenció esa redacción.

Es que ni los directores del diario escaparon a las virtudes de las paredes de vidrio.                    Una vez se hizo presente en la dirección, ese personaje popular que todos conocemos por Guillermo, vendedor ambulante de versos, producción suya.

Se enfrentó al doctor Aguirre que estaba escribiendo y dijo:

—Perdóneme doctor que lo interrumpa. ¿Si yo precisara cinco pesos, usted me los daría?

Embebido en su tarea, el doctor Aguirre apenas levantó la vista; echó mano a la cartera y, siempre abstraído en sus pensamientos, alargó un billete de cinco pesos.

Entonces Guillermo, con un gesto digno, rechazó la dádiva:

—No, señor. Yo quería saber si podía contar con usted. Nada más, buenas noches!

Estas son las cosas que se nos ofrecen como curiosidades a quienes ya estamos curados dé espanto. Yo tengo presente, sin, embargo, en manera especial, aquella noche de Carnaval en que allegaron los muchachos de mi barrio.

Lo tengo presente y se lo agradezco.

Entraron como una bandada, de gorriones y llenaron de bullicio la sala. Venían a ofrecernos sus trinos de aves callejeras y la alegría de su infantil desenfado. Y un recuerdo ... El recuerdo de un tiempo más lindo.

                       

Estaban, iguales. Pito, Juan, Pingola y el Coro. Parece que en su espíritu limpio e inocentón se hubiera detenido la niñez, aquella niñez nuestra que jugueteó libremente sobre las peladas crispadas y rebeldes del viejo Chivero.

Estaban iguales.

Los observo un poco y todavía me parece adivinar en sus miradas vivaces un alerta constante al guardia civil que da vuelta la esquina, y recoger las pilchas, las pobres  pilchas pisoteadas — que ahora señalan el goal y más tarde serán cobijas en la catrera humilde— y perderse corriendo tras la montañitas sembradas de cardos. Eran los mismos reos amigos de antes que venían a traerme, una época pasada para que la hojeara, como se les lleva a los enfermos una revista vieja.

 

Eramos pibes juntos: ellos quedaron ahí. Yo no. Quise adelantar el reloj y apurar la vida, y los dejé atrás. Ahora ya de vuelta, nos encontramos en el camino. Yo sólo envejecí; ellos quedaron iguales, chiquitínes siempre. Pingola me lo dice:

—Chá que tás gordo y pelao!

—Viste; vos?

Después, él mismo halla remedio:

—Mira: mejor. Porque si sos flaco y periodista ... Ufa! La gente te ve venir y se abrocha los bolsillos.

 

Están iguales. Apenas la diferencia de algún diente que ha caído junto con las hojas del almanaque. Tal vez alguna arruga de esas que deja a su paso la vida árida. Pero nada más.

Pito, el de Miramar, Juan, el de Peñarol Pocitos, Pingola, el del Recluta, que marcó una época en la historia de la Mondiola. Y Coco, el que no jugaba porque en su alma había una estrella azul. Coco, el sentimental!

Se tiraba a la orilla del cuadrado, de lomo sobre el pastito fresco, perdida su mirada celeste en el celeste del cielo. Pasaba horas así. Y cuando volvíamos a reunimos al costado de la laguna; el Coco pálido, triste, demudado por sus diálogos misteriosos con el infinito, era una nota rara y melancólica dentro del grupo de chiquilines rojos y sudorosos de tanto correr.

Como una flor de invernadero en un campo de malvones. Hasta que se encontró a sí mismo y el corazón se le abrió como un clavel en la canción:

"Mi barrio reo, mi viejo amor:

oye el gorjeo, soy tu cantor..:"

Salieron volando los duendecitos de su angustia y posaron en las cuerdas de las guitarras. Y él les ahuyentó de ahí. Los dirigió al cielo.

Se hizo payador.

 

Una noche lindaza, clara, se confesó ante nosotros, pobres pibes que no podíamos comprender su tormento.

—Canto pa no llorar; me muera que sí.

Nos miramos sorprendidos y empezamos a los codazos bajó cuerda. El pobre estaría loco! E íntimamente habremos pensado que tal vez fuera preferible que llorara en vez de cantar.

 

Familia de canillitas y canillitas de alma, son los hermanos Monsillo. Si los sacaran de la calle se morirían de pena. Los gorriones no viven encerrados. Sólo Pingola escapó a aquella ley. Era verdulero y tenía un burro cantor que se llamó Caruso en todo el lugar.

Alguna vez habrá pensado meterlo en una jaula y venderlo como un zorzal, al burrito poeta, de mirada lánguida y pelos larguísimos.

Habrá pensado eso porque liberándose del burro ya estaría él también frente al sencillo problema de vender diarios. Porque son todos canillitas de alma; por eso.

 

Llegó la troupe a la redacción como una bandada. Y cantaron y se fueron, dejándome para releer un pasado más lindo. Llegaron con el campito a cuestas, con la pelota abajo del brazo y la bandera atada a una caña.

 

Cantaron con la misma voz áspera que reclamó "penal!" y repitió por las callejuelas del barrio las viejas estrofas de guerra.

Y se fueron después de hacerme vivir con ellos los días buenos del campito.

Cuando quedé solo me refregué los botines contra el pantalón. Tuve la sensación de que volvía del campo Chivero.

crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América

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                      Julio C. Puppo "El Hachero"

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