Escenas de
la redacción |
Difícilmente se encontrará
una redacción tan accesible para todos como la de "El País",
de quien alguien dijo una vez que "tenía, las paredes de
vidrio". Lo dijo como un título de orgullo, como un
calificativo honroso. Y ha de ser así, no más. Pero me quedó grabada la
frase por otra cosa. Por lo que tiene de negativo. Y me la repetí todas las noches, observando
cómo cien visitantes por turno riguroso, se sentaban en mi silla, se
fumaban mi tabaco, leían mis originales por encima del hombro, discutían
entre ellos armando un bochinche infernal. Esa redacción nunca tuvo puertas. Era como
una prolongación de la calle, abierta a todo el mundo. Y todo el mundo
entro siempre que se le ocurrió sin que nadie le preguntara adonde iba. De
repente uno aparta la vista del papel y ve al otro lado de la mesa un par
de botines; más arriba un pantalón, sobre éste una barriga redonda y
arriba del todo, una cara colorada y ancha. Vino solo. Nadie le interceptó
el paso. A lo mejor quiere pelear. —El
señor?... —Mire;
yo venía a ver si me pueden publicar este sueltito; es un baile infantil
en el "Consuma manteca "Tres Eles" Fóbal Clu". Y el buzo extrae un sobrecito sucio y lo
pone sobre la mesa; y uno siente ganas de decirle: —No le da vergüenza, tan grande y con un
sobre tan chiquito?
Al rato aparecen tres caballeros apuestos, solemnes, graves. Tienen
cara de padrinos, y también entraron solos. —Los señores?... Entonces uno de ellos, ya designado de
antemano, toma la palabra y nos; explica que son del Club Atlético
Cementerio Central, y vienen a pedir... A pedir algo. Y al rato otro, y en seguida otro. Todos
vienen solos. Nuestra sección "Deportes" es la más castigada
pero no es la única.
Recuerdo, de hace unos años,
casos excepcionales, increíbles. Una vez se presentó al cronista policial un
hombre de aspecto humilde. Era extranjero y hacía pocos meses que estaba
aquí. Venía a denunciar que le habían robado, su
mujer! Linda ella, joven ella, el tipo sospechaba que el autor del hurto
era un compadrito que vivía en la pieza de al lado y cuya desaparición
coincidía con la de la doña. Y
el pobre marido quería hacer la denuncia pública! Otra noche llegó un borracho protestando
contra la policía de este país. —Aquí
no hay policía; aquí son unos inútiles—vociferaba. Y
cuando estuvo algo sereno y pudo hablar, se expresó: —Yo
vengo desde la calle Yaro haciendo pamento, golpeando en los llamadores y
cantando. Pues bien: ni un guardia civil me dijo nada ni me llevaron preso
ni nada! Esto es el colmo!
Sería imposible mencionar uno por uno todos
los casos extraños que presenció esa redacción. Es
que ni los directores del diario escaparon a las virtudes de las paredes
de vidrio.
Una vez se hizo presente en la dirección, ese personaje popular
que todos conocemos por Guillermo, vendedor ambulante de versos, producción
suya. Se
enfrentó al doctor Aguirre que estaba escribiendo y dijo: —Perdóneme
doctor que lo interrumpa. ¿Si yo precisara cinco pesos, usted me los daría? Embebido
en su tarea, el doctor Aguirre apenas levantó la vista; echó mano a la
cartera y, siempre abstraído en sus pensamientos, alargó un billete de
cinco pesos. Entonces
Guillermo, con un gesto digno, rechazó la dádiva: —No, señor. Yo quería saber si podía
contar con usted. Nada más, buenas noches! Estas son las cosas que se nos ofrecen como
curiosidades a quienes ya estamos curados dé espanto. Yo tengo presente,
sin, embargo, en manera especial, aquella noche de Carnaval en que
allegaron los muchachos de mi barrio. Lo tengo presente y se lo agradezco. Entraron como una bandada, de gorriones y
llenaron de bullicio la sala.
Venían a ofrecernos sus trinos de aves callejeras y la alegría de
su infantil desenfado. Y un recuerdo ... El recuerdo de un tiempo más
lindo.
Estaban, iguales. Pito, Juan, Pingola y el
Coro. Parece que en su espíritu limpio e inocentón se hubiera detenido
la niñez, aquella niñez nuestra que jugueteó libremente sobre las
peladas crispadas y rebeldes del viejo Chivero. Estaban iguales. Los observo un poco y todavía
me parece adivinar en sus miradas vivaces un alerta constante al guardia
civil que da vuelta la esquina, y recoger las pilchas, las pobres
pilchas pisoteadas — que ahora señalan el goal y más tarde serán
cobijas en la catrera humilde— y perderse corriendo tras la montañitas
sembradas de cardos. Eran los mismos reos amigos de antes que venían a
traerme, una época pasada para que la hojeara, como se les lleva a los
enfermos una revista vieja. Eramos pibes juntos: ellos quedaron ahí. Yo
no. Quise adelantar el reloj y apurar la vida, y los dejé atrás. Ahora
ya de vuelta, nos encontramos en el camino. Yo sólo envejecí; ellos
quedaron iguales, chiquitínes siempre. Pingola me lo dice: —Chá que tás gordo y pelao! —Viste; vos? Después, él mismo halla remedio: —Mira: mejor. Porque si sos flaco y
periodista ... Ufa! La gente te ve venir y se abrocha los bolsillos. Están iguales. Apenas la
diferencia de algún diente que ha caído junto con las hojas del
almanaque. Tal vez alguna arruga de esas que deja a su paso la vida árida.
Pero nada más. Pito,
el de Miramar, Juan, el de Peñarol Pocitos, Pingola, el del Recluta, que
marcó una época
en la historia de la Mondiola. Y Coco, el que no jugaba porque en su alma
había una estrella azul. Coco, el sentimental! Se
tiraba a la orilla del cuadrado, de lomo sobre el pastito fresco, perdida
su mirada celeste en el celeste del cielo. Pasaba horas así. Y cuando
volvíamos a reunimos al costado de la laguna; el Coco pálido, triste,
demudado por sus diálogos misteriosos
con el infinito, era una nota rara y melancólica dentro del grupo de
chiquilines rojos y sudorosos de tanto correr. Como
una flor de invernadero en un campo de malvones. Hasta que se encontró a
sí mismo y el corazón se le abrió como un clavel en la canción: "Mi
barrio reo, mi viejo amor: oye
el gorjeo, soy tu cantor..:" Salieron volando los duendecitos de su
angustia y posaron en las cuerdas de las guitarras. Y él les ahuyentó de
ahí. Los dirigió al cielo. Se hizo payador. Una noche lindaza, clara,
se confesó ante nosotros, pobres pibes que no podíamos comprender su
tormento. —Canto pa no llorar; me muera que sí. Nos miramos sorprendidos y empezamos a los
codazos bajó cuerda. El pobre estaría loco! E íntimamente habremos
pensado que tal vez fuera preferible que llorara en vez de cantar. Familia
de canillitas y canillitas de alma, son los hermanos Monsillo. Si los
sacaran de la calle se morirían de pena. Los gorriones no viven
encerrados. Sólo Pingola escapó a aquella ley. Era verdulero y tenía un
burro cantor que se llamó Caruso en todo el lugar. Alguna
vez habrá pensado meterlo en una jaula y venderlo como un zorzal, al
burrito poeta, de mirada lánguida y pelos larguísimos. Habrá pensado eso porque liberándose del
burro ya estaría él también frente al sencillo problema de vender
diarios. Porque son todos canillitas de alma; por eso. Llegó la troupe a la redacción como una
bandada. Y cantaron y se fueron, dejándome para releer un pasado más
lindo. Llegaron con el campito a cuestas, con la pelota abajo del brazo y
la bandera atada a una caña. Cantaron con la misma voz áspera que reclamó
"penal!" y repitió por las callejuelas del barrio las viejas
estrofas de guerra. Y se fueron después de hacerme vivir con
ellos los días buenos del campito. Cuando quedé solo me refregué los botines contra el pantalón. Tuve la sensación de que volvía del campo Chivero. |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América
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