Cuando se triunfa, cuando se llega a ser verdaderamente un campeón en cualquier orden de la vida, ésta se ofrece con un distinto sentido. Pierde mucho de aquel espíritu que la ha alentado cuando se era modesto; más humano, más sensible. Se hace despreciativo y soberbio. El Cafún experimentaba perfectamente ese cambio.
Alguna vez se detuvo a pensar, por ejemplo, por qué no le tentaban ahora que podía comprarlos, aquellos churros que vendían a los lados de las canchitas humildes y que tantas veces se le hicieron agua en la boca.
En otro terreno, aquellos hombres que por su posición social o económica, le parecieron tan distintos de él y tan respetables, hoy los consideraba de igual a igual. Y mismo las mujeres eran otra cosa. Aquella noviecita, refugio de sus esperanzas y de su tristeza, rinconcito amoroso en su vida árida, hoy la quería, sí, pero veía así mismo que no era lo único en su existencia.
Y aquella otra muchacha del conventillo, que contempló con respeto y cariño como algo inalcanzable, muy por encima de su pobre condición, ahora no le parecía tanto. Más aún, la creía tan cerca que quizás bastara con estirar la mano para tomarla.
Así se transforma el hombre cuando triunfa. Así cambia su sentido de la
vida y se amplían sus horizontes, antes cercados y mezquinos.
***
Desde la pieza entreabierta la veía pasar a cada momento, llevando y trayendo por el patio ropas, cacerolas, útiles de toda clase. Esa mujer no se daba descanso. Todo el día trabajando. Y lo que es más extraño, lo hacía sencillamente, sin sentir fatiga, sin levantar siquiera la cabeza más que para echarse atrás los rulitos de cobre que le colgaban graciosos sobre la frente.
Cuando esto hacía, suspiraba hondo y detenía su mirada azul en el cielo alto y sereno que se descorría lento sobre los muros. Quizás ahí mismo le asaltara también un recuerdo.
Había tenido un novio.
El Cafún oye muy cercano el eco de aquellos diálogos sostenidos contra la escalerita de caracol, que muchas veces llenaron de luz y de esperanza, las noches oscuras de su abandono.
El tipo llegaba balanceando el tronco, se quitaba de la boca el cigarrillo y el escarbadiente y le daba un beso.
En seguida ella inquiría dónde había estado hoy y él le respondía con la mirada atenta en su trabajo de limpiarse las uñas.
Poco a poco la conversación se iba haciendo más familiar, hasta que tomados de las manos él le preguntaba:
—¿De quién es esa boquita?
—Del negrito feo.
—¿Y esos ojitos lindos?
—Del negrito feo.
Todas las noches igual. Los enamorados son como las orquestas de biógrafo. En cada pieza el violín le pide el "la" al piano aunque toquen toda la noche juntos. Los novios hacen lo mismo. Se piden el "sí".
Un día, el novio no vino más. La muchacha apareció con una nena. (Las mujeres engañadas siempre son madres de una nena).
***
Desde su pieza entreabierta El Cafún la veía trabajando todo el día. Hasta el anochecer. Entonces vestía sus ropas nuevas, el busto aparecía erguido y ese peinado por detrás de las orejas, exhibiendo una frente clara y audaz le daba una presencia impávida y soberbia. Este detalle había molestado un poco al principio al reo. El hubiera querido verla más humilde, más accesible.
—"Debe ser muy orgullosa" — pensó.
Más tarde, sin embargo, se acostumbró a ello y ya no le molestó. Antes bien, le resultó muy agradable. Y pasó algún tiempo y ya no tuvo duda. Estaba lo que se dice, metido. Tanto que su imagen chocó muchas veces con la de Rosina. Pero esa indiferencia! Eso lo mataba. ¿No se había enterado, acaso, de quién era él? ¿No veía su retrato en los diarios donde se le calificaba de crack? ¿No se le había ocurrido pensar que muchas y muchas mujeres harían cualquier cosa nada más que por exhibirse un momento del brazo suyo?
Porque es cosa cierta que el crack deportivo tiene una seducción especial sobre las mujeres.
Sin embargo... Ahí tienen ustedes! El Cafún no hallaba la forma de entrar en conversación con aquella muchacha, cuya única preocupación parecía el trabajo doméstico. Ni adulando a la hijita, ni jugando con ella, ni ridiculizándose con payasadas para hacerla reír.
Acaso, regalándole algo?... ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Llamó a la nena con una sonrisa dulce, fingida.
Entró a la pieza y buscó con la mirada.
Sus ojos se detuvieron en el despertador, pasaron a la palangana; de allí al rancho de paja colgado de un clavo...
No había nada.
¿Entonces?
Le vino una idea. Allí, bajo la mesita de luz tenía un montón de revistas viejas. Casi todas llevaban estampado su retrato de campeón. ¿Qué mejor que eso? Le daría un alegrón a la botija y además... (quién te dice?...) la muchacha hasta podría recortar su foto. Le dio la revista y esperó ansioso el resultado.
Por la hendija de la puerta vio a la niña cruzar gozosa el patio, dirigirse a su mamita, hablarle con su media lengua incomprensible.
Ella la atendió amorosa, le arregló el cabello, le tironeó del vestido hacia abajo.
Después reparó en las manitas, donde llevaba colgado el obsequio del Cafún.
Entonces, con un tono regañón, cariñoso, lleno de tierna reconvención, le dijo:
—¿Quién le dio eso a usté? A ver... ¿Quién se lo dio? Eh? Tire en seguidita esa porquería que debe estar llena de microbios!
Y haciendo, arrojó ella misma la revista que cayó a un rincón con las hojas abiertas, en un temblor de alas heridas. |