Corridas de toros
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero
"

Difícilmente tendrán aceptación en nuestro medio las corridas de toros.

Poseemos un espíritu deportivo demasiado equilibrado para que encontremos belleza en un juego, donde de antemano está descontado el ganador.

 

La corrida de toros es siempre y fatalmente la muerte del toro.

 

Podrán decir sus partidarios que también el hombre se expone, y citarán en su apoyo, el ejemplo de muchos toreros que han dejado su vida en el ruedo.

 

Son casos excepcionales. Frente al enorme porcentaje de animales sacrificados, esos pocos toreros "cogidos", —según la expresión taurina,— representan una minoría tan ínfima que no hace sino confirmar lo dicho.

 

Se muere toreando como puede ocurrir jugando al ludo.

 

No hace mucho, los telegramas dieron cuenta de la muerte de un golfer británico, ocurrida en pleno link.

 

Mientras se disponía a efectuar un swing, una descarga atmosférica, atraída por el bastón, lo eliminó del censo.

 

No debe extrañarnos ni alarmarnos, entonces, que los toreadores se hallen sujetos a la misma fatalidad.

 

Hace un tiempo hubo en el Parque Rodó, un bosquejo de lidia.

 

Los que nunca habíamos visto eso al natural pudimos formarnos idea de lo que sería una corrida auténtica.

 

Y más aún, comprender que no es para nosotros, porque está muy alejado de nuestro temperamento y gustos.

 

A los acordes alegres, vivos y desparejos de un paso doble criollo, entran al circo los lidiadores. Adelante, el rejoneador a caballo. Bien montado. Detrás suyo, marcando un pasete falso que le hace temblar las pantorrillas, los toreros con la rabadilla enhiesta como gato chico.

 

Los viejos partidarios levantan la voz oxidada por la nicotina:

 

—Bravo Luquillas y buena suerte!!¡

 

El augurio nos hace temblar de ansiedad. Pensamos en una posible tragedia. Vemos tintos en sangre esos trajes lucientes, esos rostros impávidos y guapos.

—Buena suerte! — repetimos mentalmente.

 

La salida del toro es rodeada de gran ceremonia.

 

Allá arriba, donde está la presidencia, suena un clarín que sobrecoge los ánimos. Lo sigue un ruido de cerrojos. Lo sigue la emoción de todos.

 

Y sale la bestia bufando, piafando.

 

Es un torito simpático, de trompa rosada y cara de bebé.

 

Los cuernos le han crecido para abajo, a los lados de la cara. Son como patillas. Y al verse allí dentro, pone un gesto de sorpresa y temor.

 

Es un animalito bueno.

 

Todos los toros son buenos si no se les provoca.

 

Le mandan un capotazo que lo espanta. Luego otro y otro. Al final concluyen por llenarlo y atropella. Pero sus cornadas dan en el vacío y eso lo pone en dudas. Se le nota en la cara. Entonces, el torito, que es criollo y vivo dice:

 

—¿Sí? Están arreglados.

 

Y cada vez que se le acerca un torero, escapa y le hace una cuarta de nariz.

 

La gente está satisfecha. Delira. Unos ríen; otros gritan; otros trepan al alambrado, algunos dan vueltas de carnero en el suelo.

 

Hasta que se produce una nota triste, ingrata.

 

En un alarde de valentía y serenidad le clavan en la cruz dos agudas banderillas que lo hacen corcovear.

 

El animal está perdido.

 

Mira a los lados. Se acerca al público como buscando una mano amiga. Debe haber oído decir que el hombre es bueno y procura de él protección.

 

Ahora traen otro toro. Se repite la ceremonia, se abre el brete y aparecen los cuartos traseros de la bestia. Fue envasada al revés quizá por su espíritu díscolo. Igual que el anterior, está sorprendido entre tanta gente y se acerca a olerla.

Después quiere irse y no lo dejan. Meta pinchazo con el pobre, dele banderillas, hasta el acto final, en que se simula su sacrificio.

 

Al tercer toro ya empecé a desesperar de que se realizaran mis deseos de ver a un torero levantado en las guampas mochas y aporreado a conciencia por abusador y como escarmiento.

 

 

Aquellas escenas del Parque Rodó, vuelven a repetirse en el Parque Central con el mismo éxito. Porque estos espectáculos deportivos, donde rivalizan la destreza del hombre con el instinto de la bestia, aquí, entre nosotros, distan mucho de poseer la seriedad y la categoría debidas. Se habla de la doma de potros y traen una veintena de caballitos que, según la gráfica expresión de Irineo Caldera, hasta toman agua en tina, de sumisos, de mansos que son. Y lo agarran entre diez gauchos morrudos, de esos que se ven para adentro y caminan arrastrando la rabadilla como los pingüinos, y le empiezan a tirar de las patas, de la cola, de las orejas, y cuando lo sueltan, todo desencuadernado y desparejo, parece más un mamboretá que un caballo.

 

Se habla de corridas de toros y tenemos que, efectivamente, cuatro gandules, vistiendo el traje de luces, se pasan toda una tarde corriendo, asustando a unos infelices vacunos que bien lejos están de sospechar su delito y que de buena gana se meterían debajo de la cama.

 

De todo esto resulta, entonces, que lo único serio que hay en la materia, lo único tristemente serio, es la perrera.

 

Presencié cierta vez una escena que me quedó grabada porque bien podría hacerse extensivo su contenido a la generalidad de estas exhibiciones.

 

En el escenario del Teatro Royal, Blakaman, fakir de la India, dominaría con su arrojo a los leones. Entró a la jaula desaprensivo y audaz, entre los rugidos amenazantes del rey de la selva. Su actitud es impávida, su serenidad trágica. Quizás esto subyugara a las fieras que no se atreven a acercársele. Entonces es él mismo quien va a provocarlas. Se enfrenta a un león y chas!: un cachetazo que lo voltea del taburete; se dirige a otro y repite la performance; va hacia un tercero y éste, que vio la suerte corrida por sus compañeros, se esconde detrás de una silla. El dominio del escenario era absoluto. Allí se había impuesto el valor del hombre a la fiereza del bruto.

 

En ese instante grandioso, simbólico, desde el paraíso partió como una protesta:

—Abusador con los pobres leones! Partió como una protesta que nos colocó en los entretelones del asunto y nos hizo ver más clara la realidad.

 

He tenido la suerte de no conocer aquellas viejas lidias de la Unión, donde, según los aficionados a la tauromaquia, se hacían las cosas en serio; con lo que queda dicho que siempre moría el toro después de las infinitas torturas que le prodigaban esos mal entretenidos. Pero he tenido, también referencias, de que aún en aquélla época de oro, no siempre las suertes se ajustaban a una realización estricta.

 

Dicen que una vez salió un espada, con el garbo y la distinción que les es particular, para dar fin a los padecimientos de un pobre bicho que, cargado de banderillas, rojo de sangre, ciego de rabia, se le enfrentó decidido y salvaje.

 

El hombre le hizo un "side step" —creo que se llaman "pases"— otro, y otro, y cuando lo tuvo con la cabeza baja, con el blanco de la nuca ofreciéndose claramente, lanzó la terrible estocada que fue a hundirse en una paleta. El animal cayó herido, sin poder moverse.

 

El espada, consciente de que había fallado, se dirigió a la presidencia, se descubrió, le ofreció la suerte:

 

—Hice lo que pude, excelencia!

 

Entonces, ahí también se oyó aquélla palabra de protesta que vino desde el tendido:

 

—Pues nadie te pidió que hicieras un traje, hombre de Dios!

crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América

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                      Julio C. Puppo "El Hachero"

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