Corridas de
toros |
Difícilmente tendrán aceptación en nuestro medio las corridas de toros.
Poseemos
un espíritu deportivo demasiado equilibrado para que encontremos belleza
en un juego, donde de antemano está descontado el ganador. La
corrida de toros es siempre y fatalmente la muerte del toro. Podrán
decir sus partidarios que también el hombre se expone, y citarán en su
apoyo, el ejemplo de muchos toreros que han dejado su vida en el ruedo. Son
casos excepcionales. Frente al enorme porcentaje de animales sacrificados,
esos pocos toreros "cogidos", —según la expresión
taurina,— representan una minoría tan ínfima que no hace sino
confirmar lo dicho. Se
muere toreando como puede ocurrir jugando al ludo. No
hace mucho, los telegramas dieron cuenta de la muerte de un golfer británico,
ocurrida en pleno link. Mientras
se disponía a efectuar un swing, una descarga atmosférica, atraída por
el bastón, lo eliminó del censo. No
debe extrañarnos ni alarmarnos, entonces, que los toreadores se hallen
sujetos a la misma fatalidad. Hace
un tiempo hubo en el Parque Rodó, un bosquejo de lidia. Los
que nunca habíamos visto eso al natural pudimos formarnos idea de lo que
sería una corrida auténtica. Y
más aún, comprender que no es para nosotros, porque está muy alejado de
nuestro temperamento y gustos. A
los acordes alegres, vivos y desparejos de un paso doble criollo, entran
al circo los lidiadores. Adelante, el rejoneador a caballo. Bien montado.
Detrás suyo, marcando un pasete falso que le hace temblar las
pantorrillas, los toreros con la rabadilla enhiesta como gato chico. Los
viejos partidarios levantan la voz oxidada por la nicotina: —Bravo
Luquillas y buena suerte!!¡ El augurio nos hace temblar de ansiedad. Pensamos en una posible tragedia. Vemos tintos en sangre esos trajes lucientes, esos rostros impávidos y guapos.
—Buena
suerte! — repetimos mentalmente. La
salida del toro es rodeada de gran ceremonia. Allá
arriba, donde está la presidencia, suena un clarín que sobrecoge los ánimos.
Lo sigue un ruido de cerrojos. Lo sigue la emoción de todos. Y
sale la bestia bufando, piafando. Es
un torito simpático, de trompa rosada y cara de bebé. Los
cuernos le han crecido para abajo, a los lados de la cara. Son como
patillas. Y al verse allí dentro, pone un gesto de sorpresa y temor. Es
un animalito bueno. Todos
los toros son buenos si no se les provoca. Le
mandan un capotazo que lo espanta. Luego otro y otro. Al final concluyen
por llenarlo y atropella. Pero sus cornadas dan en el vacío y eso lo pone
en dudas. Se le nota en la cara. Entonces, el torito, que es criollo y
vivo dice: —¿Sí?
Están arreglados. Y
cada vez que se le acerca un torero, escapa y le hace una cuarta de nariz. La
gente está satisfecha. Delira. Unos ríen; otros gritan; otros trepan al
alambrado, algunos dan vueltas de carnero en el suelo. Hasta
que se produce una nota triste, ingrata. En
un alarde de valentía y serenidad le clavan en la cruz dos agudas
banderillas que lo hacen corcovear. El
animal está perdido. Mira
a los lados. Se acerca al público
como buscando una mano amiga. Debe haber oído decir que el
hombre es bueno y procura de él protección. Ahora traen otro toro. Se repite la ceremonia, se abre el brete y aparecen los cuartos traseros de la bestia. Fue envasada al revés quizá por su espíritu díscolo. Igual que el anterior, está sorprendido entre tanta gente y se acerca a olerla.
Después
quiere irse y no lo dejan. Meta pinchazo con el pobre, dele banderillas,
hasta el acto final, en que se simula su sacrificio. Al
tercer toro ya empecé a desesperar de que se realizaran mis deseos de ver
a un torero levantado en las guampas mochas y aporreado a conciencia por
abusador y como escarmiento. Aquellas
escenas del Parque Rodó, vuelven a repetirse en el Parque Central con el
mismo éxito. Porque estos espectáculos deportivos, donde rivalizan la
destreza del hombre con el instinto de la bestia, aquí, entre nosotros,
distan mucho de poseer la seriedad y la categoría debidas. Se habla de la
doma de potros y traen una veintena de caballitos que, según la gráfica
expresión de Irineo Caldera, hasta toman agua en tina, de sumisos, de
mansos que son. Y lo agarran entre diez gauchos morrudos, de esos que se
ven para adentro y caminan arrastrando la rabadilla como los pingüinos, y
le empiezan a tirar de las patas, de la cola, de las orejas, y cuando lo
sueltan, todo desencuadernado y desparejo, parece más un mamboretá que
un caballo. Se
habla de corridas de toros y tenemos que, efectivamente, cuatro gandules,
vistiendo el traje de luces, se pasan toda una tarde corriendo, asustando
a unos infelices vacunos que bien lejos están de sospechar su delito y
que de buena gana se meterían debajo de la cama. De
todo esto resulta, entonces, que lo único serio que hay en la materia, lo
único tristemente serio, es la perrera. Presencié
cierta vez una escena que me quedó grabada porque bien podría hacerse
extensivo su contenido a la generalidad de estas exhibiciones. En
el escenario del Teatro Royal, Blakaman, fakir de la India, dominaría con
su arrojo a los leones. Entró a la jaula desaprensivo y audaz, entre los
rugidos amenazantes del rey de la selva. Su actitud es impávida, su
serenidad trágica. Quizás esto subyugara a las fieras que no se atreven
a acercársele. Entonces es él mismo quien va a provocarlas. Se enfrenta
a un león y chas!: un cachetazo que lo voltea del taburete; se dirige a
otro y repite la performance; va hacia un tercero y éste, que vio la
suerte corrida por sus compañeros, se esconde detrás de una silla. El
dominio del escenario era absoluto. Allí se había impuesto el valor del
hombre a la fiereza del bruto. En
ese instante grandioso, simbólico, desde el paraíso partió como una
protesta: —Abusador
con los pobres leones! Partió como una protesta que nos colocó en los
entretelones del asunto y nos hizo ver más clara la realidad. He
tenido la suerte de no conocer aquellas viejas lidias de la Unión, donde,
según los aficionados a la tauromaquia, se hacían las cosas en serio;
con lo que queda dicho que siempre moría el toro después de las
infinitas torturas que le prodigaban esos mal entretenidos. Pero he
tenido, también referencias, de que aún en aquélla época de oro, no
siempre las suertes se ajustaban a una realización estricta. Dicen
que una vez salió un espada, con el garbo y la distinción que les es
particular, para dar fin a los padecimientos de un pobre bicho que,
cargado de banderillas, rojo de sangre, ciego de rabia, se le enfrentó
decidido y salvaje. El
hombre le hizo un "side step" —creo que se llaman
"pases"— otro, y otro, y cuando lo tuvo con la cabeza baja,
con el blanco de la nuca ofreciéndose claramente, lanzó la terrible
estocada que fue a hundirse en una paleta. El animal cayó herido, sin
poder moverse. El
espada, consciente de que había fallado, se dirigió a la presidencia, se
descubrió, le ofreció la suerte: —Hice
lo que pude, excelencia! Entonces,
ahí también se oyó aquélla palabra de protesta que vino desde el
tendido: —Pues nadie te pidió que hicieras un traje, hombre de Dios! |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América
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