Café Zunino |
Hay cierto desencuentro entre el cuerpo y el alma del tango. Decir tango es representarse, primeramente, la eterna relación entre hombre y mujer, amante o desdeñosos, novios o concubinos, fieles o desleales, pero siempre atados por una pasión ardiente, violenta, máscula, salvaje. Eso, precisamente lo distingue de todas las otras canciones populares, acarameladas y pegajosas, donde el amante se conforma con una sonrisa o una mirada para pasarse la noche en vela y amanecer ojeroso. El tango es amor de macho o de hembra, fuerte, rudo, celoso de posesión. Pero si vamos a su época primitiva nos encontramos con un contrasentido: el tango se inició bailándose entre varones. Y ahí está el desencuentro que señalamos. De las pruebas a nuestro alcance, valen éstas, bien documentadas, de Luis A. Sierra en su "Historia de la orquesta típica". (Buenos Aires 1960). Comienza diciendo que provenía de las esferas sociales de inferior condición, y continúa: "Llegó de pronto a ganarse la preferencia del compadraje milonguero y la amulatada bailarina de habaneras en las carpas de la Recoleta y Santa Lucía y en los bodegones de "La Batería". A las seguidoras chinas cuarteleras de puñal en la liga y a las bravías contertulias de peringundines, academias y formativos, correspondió difundir la danza en parejas de varón y mujer, ya que al principio era habitual que el tango se bailara entre hombres solamente".
Es oportuna esta referencia porque aqui también tuvimos esa especie de formativo o academia o peringundín -según el sentido o el uso que quiera dársele- en el Café Zunino, de Bartolomé Mtre entre Buenos Aires y Reconquista, al lado del Teatro Royal. En la época, ya era lo normal la danza por parejas, pero allí se bailaba entre hombres nada más: algunos que van a aprender y otros, simplemente a bailar. Un tablado para la orquesta cruza el salón, como un puente. Bachicha, rubicundo, apacible, con la actitud de un viejo santo, fuma su toscanito, el bandoneón dormido en las piernas; al piano Carlos Senez o Andrés Espinosa y en el violín Federico Laffémina. A veces integra el cuarteto Máximo Rey con su guitarra. Debajo de ese puente una cortina azul ya muy descolorida, hedionda de cigarro y de grasa, divide el salón; detrás de ella se baila con corte. Por los años veinte hay todavía compadritos de pañuelo al cuello y gachito requintado, que taconean, con el cigarro en la boca, cerrando un ojo para evitar el humo, lo que les da un estudiado aspecto maligno. Son los aspirantes a canflinfleros, todavía inéditos. Y hay otros, mozos discretos, algunos vistiendo la ropa azul de mecánicos, que van a aprender sin ninguna otra intención. A la entrada, contra el fondo de cristalería de espejos y botellas que relumbran, la figura vigorosa de Alberto Zunino, con sus cachiporras de goma guardadas en el cajón y sus dos perros enormes debajo del mostrador, velando por el orden. |
crónica de Julio C. Puppo "El
Hachero"
Ese mundo del Bajo
Bolsilibros Arca
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