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Aventuras de un
tirabuzón Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXVII Nº 1308 17 de junio de 1966 pdf Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay |
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SIEMPRE se nos había presentado como una verdad probada aquello de que “la función hace al órgano”. Yo lo creía y cuando alguien, con ganas de discutir, me lo puso en duda, le repliqué: —Si no es así, ¿por qué los guitarreros tienen un callo en la yema? Pero de a poco uno va viendo cosas y así las viejas verdades pasan a ser mentiras nuevas. Hoy —lo confieso con bastante rubor— estoy casi en el otro extremo y pienso que la función lo deshace al órgano, de la misma manera que un molinillo de café, lejos de fortalecerse con el ejercicio, se desgasta y afloja. Es una reflexión que me inspira esa superproducción de robos, hurtos y afines que cayó sobre la ciudad. La lista de los afectados que se publica día a día es impresionante; vamos quedando pocos que no merecimos esa atención. Lo quo viene a ser un desprecio, una especie de descalificación, una acusación implícita de pobres diablos. Entonces, todo el temor y preocupación que nos embargaron durante tiempo, derivan en un agravio y, en lugar de tener miedo por lo que pueda suceder, nos sentimos ofendidos porque no sucede. El molinillo se desgasta.
LA semana pasada irrumpieron los chorros en un bolichito de La Mondiola. Churrasquería. Alzaron con todo, porque hoy todo es negociable. Desde la radio, que tenia una capa de grasa que daba miedo tocarla, hasta un viejo sacacorchos de aquellos que se cierran como una navaja. —¿No habrán sido estos diablos de Hidalgo e Inella? — preguntaba el patrón, orgulloso porque había perdido la condición de invicto. ¿Quién te dice? —se estimulaba a sí mismo. Es una posición comprensible: ya que lo afanan a uno, por lo menos que sean tipos de calidad. Como si se te pian tara la botija: mejor que sea con Panchito Nolé —pongamos por caso— y no con el cojo del organito. Pero, de acuerdo con las primeras noticias, los cotizados asaltantes no tenían nada que ver por ahora. Agarraron a un vago, echado al sol, limpiándose las uñas con el tirabuzón. El podía dar una pista. Y así lo repitió el propietario a cada uno que llegaba hasta allí. ¡O sea cien, mil veces! LAS vecinas que pasaban por la puerta se interesaban como por un enfermo grave: —¡Ahí anda, ahí anda! — respondía el hombre, entre el humo de las parrillas. Por ahora está en poder de la Técnica ... —y soltaba un suspiro que bien podía significar “¡Que se haga la voluntad del Señor!’* Los parroquianos comentaban vivamente, gozándose en los detalles:
—Entraron ladrones: ¡no lo sabia! —. se asombran de tanta ignorancia, y la facha bruta de don Custodio brilla de gloria y popularidad. Los otros lo observan con admiración, con curiosidad, como si lo vieran por primera vez. ¡Quién lo iba a decir! —¿Y qué le robaron? —Por ahora, apareció el tirabuzón! — ¡No, no se ría! — interviene el propietario, ceñudo — prefiero que me devuelvan el tirabuzón antes que la radio! —¿Algún recuerdo de familia, sin duda? —¡Qué esperanza! — rechazaba indignado don Custodio — era un tirabuzón cualquiera. Pero yo le tenía un cariño especial! El sacacorchos, a fuerza de acaparar el comentario adquirió una personalidad de primer actor. La gente concurría a verlo; querían tocarlo, sopesarlo, olerlo — —¡Mire sí al final le descubren las impresiones digitales de Inella! — aseguró uno y don Custodio dio un pique de alegría, de esperanza. Ya lo había pensado: sería la consagración. Pero... —¡No... no! — se defendía a sí mismo contra vanas ilusiones.
—¡No no!— se defendía a sí mismo contra, vanas ilusiones. —¿Nada todavía? Don Custodio decía que no con la cabeza y los clientes., algunos se ponían pensativos, otros apuraban la copa de un trago, como si bebieran a su salud, y otros, todavía, de esos jubilados razonables, aconsejaban qué precauciones debían tomarse en lo sucesivo para evitar la repetición de estos hechos. ¡Aquello era un caso de desequilibrio general, de psicosis colectiva! (Entre nosotros: ¡qué fea queda la palabra psicosis sin la pe! Me hace acordar a esos que anduvieron toda la vida de bigote y patillas y un día se te aparecen bien afeitados. Es como una mutilación. Toman caras de nabo). El sacacorchos ha pasado a ser algo sagrado, reverenciable, único. Hubo momentos, al calor de la conversación y del vino, que francamente se le amaba y alguno le hubiera llamado “tirabuzóncito querido" de poder estrecharlo entre los brazos!
SIGUIENDO paso a paso —como periodísticamente corresponde —las aventuras del modesto aparatito, debemos informar que se espera para la próxima semana su ‘devolución a don Custodio. Ello dará motivo a una lucida reunión social. Se la merece, ¡qué embromar!, después de haber mantenido en tensa expectativa durante veinte días, a la población de la progresista barriada. |
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXVII Nº 1308 17 de junio de 1966 pdf
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