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Te debía una carta, compañero,
una carta de amor-aniversario,
la que siempre te envío cuando otoño
comienza a embriagarnos con su vino.
Este año no pude hacerla en fecha,
la escuela, el hospital, la casa, la cocina,
la ropa, el timbre, el polvo, los rincones
y el trajín que también se hace bueno,
porque vibra y envuelve
en otra danza familiar y mínima
este quehacer que me ilumina y canta y ya transfiere
su triunfo al tiempo libre, a las rodillas limpias,
a la ropa planchada y la comida.
Pero hoy vuelvo a ponerme
mi vestido de pájaros y soles,
aquel que conociste en primavera
y hace ya trece años que me cubre
sin gastarse en el tiempo o la rutina.
Y no es mérito mío esa perfecta
comunión de amores y cordura,
porque soy –y lo sabes- como el agua ligera,
un torbellino,
un asombro de espumas que devora,
que se acosa y te acosa
y desafía,
y aturde, corre y anda
entre camas y escobas,
entre besos y túnicas,
entre sangre y aromas
con dolor y con rabia,
pero plena de amor,
de tu amor que se hunde
-equilibrado y puro-
y despierta en mi boca con fulgor de arcoiris.
Eres tú quien me ha dado
-porque vuela en tu aire y sobrevive
en tu oficio de hombre y de ternura-
ese nuevo reloj en el que avanzo
y me permite ser y ya perdona
el destino de sal de mis recetas
y estas arrugas que se vuelven leves
cuando tu abrazo ampara mi cintura.
Siempre he pensado que el amor se hacía
de ausencias, deserciones, fugas
y, sin embargo, de tu mano anduve
la nueva dimensión de una poesía:
ser mujer,
tu mujer,
la que anda por la casa entre gorriones,
picoteando entre ollas y sartenes,
entre el perro y los libros,
mientras abre sus puertas y te dice:
Esta es mi carta, amor,
la carta que debía y necesito
para alzar esta voz en mi universo
y proclamar que soy
-oh, privilegio-
la celebrante de la vida. |
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