Teatro o literatura: una oposición artificial |
En
la representación de una obra teatral confluyen valores que un
coordinador sensato y sensible, el director, debe ensamblar de manera
adecuada. El proceso empieza con un texto, producto de la visión del
poeta dramático, primer y primordial motor del teatro, porque es él
quien reúne y confronta las máscaras contradictorias de la realidad, las
conjuga en torno de un núcleo y explora esas zonas de lo existente a las
que no podríamos llegar sin su ayuda.
Ese texto no necesita actores ni directores para revelarnos su contenido, como se desprende del hecho de que puede ser reconstruido en el espacio de una puesta en escena imaginada por cualquiera de sus lectores, pero enfrenta sin embargo el conflicto de haber sido escrito para corporeizarse en el tiempo de una representación que involucra espacio, volúmenes, gestos, voces, sonido y color. Esta dualidad intrínseca genera varios problemas, propicia viejos malentendidos y fomenta arraigados prejuicios.
Casi
todo el teatro contemporáneo parece signado por la lucha entre dos
corrientes antagónicas: la que pretende beatificar el discurso dramático
en que la palabra es un simple signo secundario, y la que le confiere a ésta
su indiscutible preeminencia.
Pero
este conflicto que opone de manera superficial el espectáculo a la
palabra tiene implicancias más graves y sutiles y, por eso mismo, más
difíciles de clarificar, porque el teatro es esencialmente acción dramática
que se expresa a través de palabras, y el preciso límite entre teatro y
literatura, o simple espectáculo, o
happening,
o murga, pasa por
el eje de esa acción.
La
acción dramática es la esencia del teatro y se expresa a través de
antagonistas que hablan, actúan y se transforman. Hasta las pausas breves
o extensas son, o prolongaciones de las palabras emitidas, o
introducciones a los nuevos temas en que las palabras nos sitúan. Y los
antagonistas son representaciones simbólicas que nos sumergen en el flujo
de las conflictivas e insondables fuerzas que lo dirimen todo, como tan
bien lo entendieron en su momento los grandes dramaturgos griegos de la
antigüedad.
De acuerdo a la enunciación de Dilthey en su “Poética” la acción no aspira a copiar la naturaleza sino que, a través de la síntesis, establece un nexo que origina la apariencia del movimiento de la vida. La articulación de los sucesos constituye una acción unitaria, algo irreal que provoca una ilusión. Mientras que en la vida real todo se presenta encadenado de manera casual, la ley más general que rige la estructura de la acción poética o el acontecimiento, establece que esta acción tiene principio y fin, y que entre ambas transcurre una sucesión unitaria, y se parece a lo que nosotros deseamos para la vida misma.
Pero
la acción se sustenta con la cosmovisión de un poeta que imagina un
personaje, lo sitúa en el seno de un conflicto e introduce a ambos en un
ámbito de palabras y acciones significantes con las que explora la
vastedad del mundo psicológico y metafísico. Como bien lo ejemplifican
Esquilo, Shakespeare,
Tennessee
Williams, Albee o Chéjov, el poeta
dramático se caracteriza por la inclinación a explorar y registrar los
impulsos que desencadenan las acciones humanas, obligándolos a
enfrentarse y medirse con los impulsos que expresan las fuerzas
universales.
Dice
Leibnitz que cada alma lo conoce todo y quizá conoce hasta el infinito.
Pero lo conoce de manera oscura. El hecho de que nuestras percepciones
sean confusas es consecuencia de la ambigüedad del mundo fenoménico.
Pero en el clímax del conflicto teatral, cuando éste se
intensifica
y
se resuelve, las fuerzas que se manifiestan a través de los
antagonistas se clarifican, se
exorcizan
y nos permiten comprenderlos a ellos y mejorar nuestra captación de
nosotros mismos y de lo que nos rodea. Para poder clarificarlas y
exorcizarlas ha habido una intensa elaboración del lenguaje. Adheridas a
la acción dramática como la carne a su esqueleto, las palabras son el
principal elemento constitutivo de las obras escritas para el teatro. Un
escenario despojado de escenografía y utilería, dos actores, un texto
organizado y
un coordinador
que podría prescindir también de la iluminación y del sonido, son
suficientes para crear un espectáculo teatral de magnitud. Al referirme a
un texto organizado aludo a la escritura que refleja el dialéctico
proceso de cambios que el antagonismo genera en los personajes,
y a
la acción dramática
a que estos son impulsados por aquel.
¿Qué
es la acción dramática? Henri Bergson
la califica de
“esquema dinámico”,
y afirma que el
escritor que escribe una novela o el dramaturgo que crea personajes y
situaciones tienen en la mente algo simple y abstracto, es decir, incorpóreo,
no bastante consistente para adquirir forma y espesor de cuerpo.
“Una
especie de tesis para desarrollar en acontecimientos, un sentimiento,
individual o social, para
materializar en personajes vivos”.
El incorpóreo esquema inicial no es inmutable, porque las propias imágenes
con que trata de llenarse lo modifican.
“El desarrollo del esquema es
un paso de lo virtual a lo actual: aunque ni vista ni oída, la palabra
está, sin embargo allí: bastará con que se la formule”.
Los
contenidos a los que la acción alude se revelarán ante el lector o el
espectador de la obra si las imágenes de los personajes están sometidas
a determinadas relaciones y si el juego organiza esas relaciones en
escenas.
“El desarrollo será esa creación continua por la que se
completará con otros personajes y escenas
imprevistas hasta la
disposición final que es la pieza. Personajes, movimientos que los ponen
en situación, significación, tales son los tres componentes que el
lenguaje destaca artificialmente en la acción, la que precisamente
expresa la unidad de esos
componentes”,
afirma Henri Gouhier.
La
acción es, pues, un esquema dinámico con personajes que pueden vivir y
situaciones que tienden a ser representadas, estando vida y representación
dirigidas en cierto sentido. La revelación de este sentido no podría
excluir a la palabra organizada.
Antonin
Artaud, que ha sido uno de los más encarnizados detractores de la palabra
dentro del teatro, vincula el teatro de la peste al Manas de los pueblos
primitivos mejicanos, es decir, a las fuerzas que duermen en todas las
cosas, y afirma en su primera carta sobre el lenguaje:
“Y parece que
en la escena (ante todo un espacio que se necesita llenar y un lugar donde
ocurre alguna cosa) el lenguaje de las palabras debiera ceder ante el
lenguaje de los signos, cuyo objetivo es el que nos afecta de modo más
inmediato”.
Esta arbitraria afirmación soslaya, nada menos, el hecho de que la palabra es también un signo, como lo reconoce el mismo Artaud en su ensayo sobre teatro oriental y teatro occidental, cuando afirma que la palabra tiene poderes metafísicos y es una fuerza disociadora de las apariencias materiales, fuerza activa que nace de la destrucción de las simulaciones y se eleva hacia el espíritu.
Después de todo, la relación del hombre con el mundo es, en el fondo, un acto lingüístico. Por eso dice George Steiner que en el siglo XI Pedro Damián expresó esa idea de modo rigurosamente claro cuando afirmó que incluso el paganismo en que había caído el ser humano era consecuencia de un defecto gramatical: debido al hecho de que el lenguaje de los paganos tenía una palabra en plural para referirse a la divinidad, la humanidad concibió una multitud de Dioses.
La prédica de Artaud ha sido nefasta y es responsable de la proliferación de anodinas pompas de jabón que pululan en el teatro contemporáneo. Representadas por Grotowski, la Zaranda o Eugenio Barba, entre tantos otros, las corrientes que propenden al servilismo del texto o que propugnan su muerte definitiva, pujan por ocupar un sitial que, aunque se estableciera, sería fatuo y endeble, pues al acrecentar el valor de la música, la danza y la iluminación, y al convertir a la puesta en escena en el signo central de la representación para que solo ella intente revelar los contenidos de la experiencia, despojan al teatro de su vocación totalizadora.
Por
desgracia, mientras la crítica literaria reelabora
de manera continua sus conceptos teóricos, la crítica
teatral casi nunca advierte, porque su formación es deficiente o por
incapacidad, la inconsistencia de un espectáculo despojado de una
escritura con personajes bien delineados, antagonismo y acción dramática.
“El drama
–afirma Alfredo de la Guardia-
se genera cuando el
hombre, que siempre es su protagonista, se enfrenta con otros hombres, con
el cosmos o consigo mismo”.
Y añade que
“la dramaturgia posee
un valor intelectual sin menoscabo ni discusión posible y que es un género
determinado dentro de la literatura en general. Se separa de los otros
modos y se define de una manera rotunda porque su género está en la
palabra clave de la oración: el verbo. El drama nace en el instante en
que el
hombre adquiere la
facultad y la potencia de pensar y formular lo pensado a través del
lenguaje”.
Por eso el espacio escénico es el ámbito donde la palabra, organizada en acciones codificadoras, se corporeiza, se bifurca y se magnetiza a través del actor, operando como signo revelador de las categorías visibles e invisibles de la realidad. |
por Ricardo Prieto
Publicado en la revista
MAREJADA
- Año 2 Nº 2, Piriápolis, Uruguay, Setiembre 1996.
Publicado en la revista de
Creación e Investigación Teatral del CELCIT
, Segunda Época,/ año 15/Número 28, 2005.
Ver, además:
Ricardo Prieto en Letras Uruguay
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