El público: esa preocupación desmedida |
En el momento en que surge
el impulso de la escritura ningún dramaturgo debería plantearse el
problema del público. Se escribe por necesidad, con el afán de plasmar
ideas, crear personajes, darle forma a fragmentos del mundo que
denominamos “real” o del
mundo imaginado. Se escribe a veces para exorcizar los demonios propios o
los colectivos. Y para comprender. También para neutralizar –a través
de su pasaje a la escritura- de una imagen con la que hemos tenido un vínculo
demasiado angustiado; o, por el contrario, para que se cristalice una
imagen con la que
hemos establecido un nexo luminoso. “La obra es un hecho, un acto irreprimible, una realidad nueva que se
revela al hacerse”, ha dicho
Gaëtan Picón; no es la manifestación del afán deliberado
de recrear alguna realidad exterior. Ningún poeta o narrador
escribe para publicar o para tener éxito; escribe “para desprenderse de una
cosa”. También
con el deseo de “desprenderse de una
cosa” escribe el dramaturgo, para
quien la posible representación de la obra es un hecho incierto,
aleatorio, más o menos lejano. La creación obedece a un
impulso irresistible ajeno a objetivos y razonamientos más o menos
conscientes. “Se escribe para
escribir”, y la escritura teatral, excepto cuando es la de un
libretista, un oportunista o un agitador ideológico, no se dirige a un público
concreto; se dirige a un público ideal y ficticio. “El artista verdadero –añade Picón- no quiere ni los
aplausos del público contemporáneo ni el culto de las épocas lejanas; sólo
quiere la existencia de la obra, intercambiarse con una actividad y un
objeto. El deseo de gloria recusa más que autentica la sinceridad de una
vocación”. La escritura para el
teatro, a diferencia de otros géneros literarios, plantea con abrumadora
exageración el problema del público. Sin embargo, el teatro es sobre
todo literatura, como ya sabemos, y cualquier dramaturgo puede sentirse
plenamente logrado por el solo hecho de que sus obras hayan sido editadas
y leídas. Es suficiente leer las notables piezas de Tennessee Williams
para advertir que su objetivo es “capturar
la naturaleza perpetuamente efímera y desgarrada
de la existencia”, como ha dicho él mismo. La intensidad con que
Harold Pinter explora la estupidez, la demencia y la crueldad humanas, no
necesita de intérpretes para revelársenos en toda su potencia; alcanza
con leer sus piezas. “El balcón”,
de Jean Genet, esa inquietante construcción literaria que nos señala el
valor de lo ambiguo y de lo inabarcable, se sostiene por sí misma en la
simple lectura. Cuando hablamos de teatro,
sin embargo, suele pesar sobre nosotros la tosca definición de Ortega y
Gasset. “Teatro es un sitio
adonde se va”, dice éste, convencido de que el teatro es solo un género
espectacular que no fructifica dentro de nosotros, como ocurre con los
otros géneros literarios, sino que ocurre fuera, en una especie de
paisaje dinámico en que
confluyen signos a los que las palabras se supeditan. Es cierto que las
complejas estructuras literarias que elaboramos los dramaturgos deben ser
plasmadas en el espacio escénico, y que éste, con sus rígidas leyes,
plantea exigencias a las que deberá plegarse lo puramente literario. Pero
lo literario, cuando hablamos de teatro, es uno de los ejes fundamentales
del espectáculo. Solemos referir la
literatura dramática a una puesta en escena, a un estreno, a una posible
temporada, y hasta sentimos el absurdo temor de que la obra fracase. ¿Pero
qué es un fracaso? El más estruendoso de estos puede ser un éxito
clamoroso por lo que alberga de aprendizaje. Ya se sabe que no es fácil
ni corto el camino que conduce a la maestría. Una obra notable puede ser
vilipendiada por el público y la crítica de hoy y aclamada por el público
y la crítica de mañana. Siempre hay un Gide suficientemente necio como
para afirmar que “Por el camino de Swan” es una novela ilegible
y aburrida, o algún Víctor Hugo con osadía suficiente para decir que
Stendhal no
sabe escribir. El temor al fracaso es lógico,
sin embargo. Los teatros, casi siempre alquilados, exigen el pago de
importantes seguros por función. Los vestuarios y las escenografías
cuestan dinero. Hay que abonarle anticipos a los autores. Los actores
cobran. La promoción es muy onerosa. En nuestro país, por
ejemplo, el temor a las salas vacías es una de las causas de que se
estrenen mayoritariamente obras psicologistas, sin tendencia filosófica,
con ambientación espacial y temporal verificables: un living comedor, una
pensión, un conventillo, etc. La escritura para el teatro de carácter
abstracto y simbólico no inspira demasiada confianza a la mayor parte de
los creadores teatrales más notorios y suele despertar resquemores en
algunos críticos que no han sabido estar a la altura de sus sutilezas y
complejidades. Estos dos factores inciden para que el público que podría
apoyar ese tipo de propuestas se reduzca y se aleje de las salas, y para
que se siga valorando excesivamente a Florencio Sánchez, un dramaturgo
irregular y de escaso vuelo metafísico. La radical oposición
entre teatro de “living” y teatro abstracto y el éxito que tienen las
obras uruguayas cuya acción se desarrolla en ámbitos reconocibles, se
presenta como una innecesaria dicotomía que podría inclinar a los
dramaturgos talentosos pero oportunistas por los caminos más seguros y
trillados. Yo he escrito, publicado y
estrenado innumerables piezas que se desarrollaban en espacios despojados
de escenografía realista. Esos textos se sustentaban, como cualquier obra
teatral, con la acción dramática, pero apelaban a metáforas, ideas y símbolos.
Me refiero a alegorías como La llegada a Kliztronia, Un
tambor por único equipaje, El
lado de Guermantes, El
mago en el perfecto camino y Pecados
mínimos. Pero ninguna de ellas ha tenido el éxito de público ni la
entusiasta recepción crítica de obras como Danubio
azul, Garúa y Amantes, textos
de cuño naturalista con los que inicié una nueva etapa de búsquedas. Es comprensible, sin
embargo, que la preocupación por el apoyo del público enturbie la paz de
los productores, actores y directores. En un mundo como éste, ordenado en
torno al dinero, sería injusto exigirle a los elencos teatrales que
carecen de subvención oficial o privada, que gasten sumas elevadas y
dilapiden su energía en obras que interesan escasamente al público. El
lento camino que se le permite transitar al poema o a la novela en pos de
un público futuro, parece vedado para el texto dramático. Este es, a mi
criterio, el punto clave del problema, y sobre él debemos enfocar nuestra
atención y nuestro rigor los dramaturgos. El concepto de público
entraña cambio, paradoja y evolución. El público de hoy puede rechazar
textos recién escritos que, dentro de una década quizás, o de dos, o de
cinco, podrían ser venerados. No debemos vivir uncidos al yugo del
reconocimiento y del éxito. Tampoco debemos someternos a productores que
sólo piensan en las ganancias, ni a actores que usan la palabra, ni a
directores que son incapaces de escribir correctamente una carta pero
aspiran a ser protagonistas exclusivos del hecho teatral. Somos
dramaturgos, no guionistas de espectáculos. Estos, como ya se sabe, sólo
elaboran incipientes bocetos que directores diestros y actores avezados
pueden transformar en éxito o fracaso. Si la pieza fracasa el guionista
se desespera. Si tiene éxito, se identifica con él y se envanece. Porque
es éxito lo único que quiere. Para él todo se reduce a aceptación y
lucro. Nunca le ha importado
la creación literaria. Una vez que ha terminado
de escribir su obra el dramaturgo adquiere conciencia de que hay un público
potencial que podría llegar a amarla y aplaudirla. Ese público es muy
vasto y excede al de la localidad en que el autor vive. Es un público
mundial. Sin embargo,
si ha creado una obra que es más fuerte que su propia voluntad de
rechazo, si el acto de identificación con la actividad literaria le ha
permitido concebir un objeto necesario que era imposible no traer al
mundo, poco le importará que la obra sea vista por un solo espectador o
por miles, que sea leída por cincuenta o por cien mil lectores. Aspiro a una dramaturgia
cada día más atenta a los imperativos de la pureza, la misma que tiene
un poeta, por ejemplo, cuando crea acuciado por impulsos que poco tienen
que ver con la búsqueda de éxito. Aspiro a que los autores dramáticos
dejemos de disolvernos en ese jadeo promiscuo vinculado al espectáculo,
al aplauso, a los dividendos que produce la boletería. Dicha aspiración no está
referida a la absurda y rancia discusión sobre lo que debemos escribir:
dramas, farsas, comedias, teatro simbólico o teatro realista. El artista
tiene todos los derechos y es ridículo oponer géneros y estéticas, como
dice Harold Clurman: “Todo, aun lo condenable, debe
expresarse en el teatro. Necesitamos las negaciones de Samuel Beckett
aunque más no sea por el hecho de que ellas nos fortifican en nuestras
afirmaciones. Necesitamos la aparente decadencia de Genet para conservar
nuestra salud”. El problema principal, en que se juega la importancia del teatro como expresión literaria, es cómo lograr que la pieza, ya sea drama o comedia, naturalista o simbolista, surja de una escritura dictada por la necesidad interna del autor. Sólo la obra sobrevive a actores que desaparecen, a directores de los que casi nunca quedan rastros, a modas y hábitos de pensamiento perecederos. La escritura para el teatro es uno de los únicos testimonios perdurables sobre la aventura de la humanidad en este planeta. |
por Ricardo Prieto
Publicado en el libro
“Situación del teatro uruguayo Contemporáneo. Editorial Banda Oriental
e Instituto Internacional del Teatro. 1996
Publicado en la revista del CELCIT (centro Latinoamericano de Creación e Investigación teatral). Segunda época /año 11/Número 21/ 2002.
Ver, además:
Ricardo Prieto en Letras Uruguay
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