Prólogo a Teatro 4 (El Libro de las Menciones)

de Ricardo Grasso

por Ricardo Prieto

Desde el estreno a fines de la década de los noventas de “Nicomedes o el olvido”, su primera obra, no ha surgido en nuestro país ningún dramaturgo con el talento de Ricardo Grasso. Dotado de una intuición que le permite elaborar perfectas estructuras teatrales sustentadas con acción dramática, Grasso recurre –sin ideologizarlos de manera pedestre  y sin apelar a la retórica- a temas como el vacío existencial, la burocracia, la incomunicación, el carácter escurridizo de la verdad, el militarismo, la codicia, el poder, el caos de la vida contemporánea.

Esos temas no son nuevos, como se sabe,  porque desde Esquilo a Albee la dramaturgia que se escribe en este planeta suele girar de manera recurrente y sombría en torno a las mismas obsesiones. Lo extraordinario, empero, es la capacidad de Grasso para transfigurar el realismo y lograr que los arquetípicos personajes de sus obras, trabajados como metáforas y por eso mismo despojados de carnalidad, se inserten en una escritura cuya columna vertebral es la acción dramática, aspirando, como si ilustrara el precepto de Henri Gouhier, a  que “entre el comienzo y el fin de cada obra haya nacido algo, se haya desarrollado y haya muerto”. Lo opuesto, en suma, a esa  aburrida y perecedera dramaturgia que se desdibuja en la música, el narcisismo conceptual y los signos plásticos.

Pariente lejano de Ionesco, Grasso podría afirmar como el dramaturgo rumano que “la imaginación no es arbitraria, es reveladora” , pero logra sin embargo sustraerse de toda influencia servil y redondea en su impar y vasta obra, que incluye piezas de antología como “Una mujer obediente”, un mundo en el que la soledad, la estupidez, la soberbia y la locura que afectan a nuestra especie son reflejados con aspereza pero también con humor y – por suerte para nosotros- con un  distanciamiento más cercano a la piedad que a la lucidez desencantada.

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