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Las ciudades se estiran, duermen como lagartos.
Baja el cielo a la tierra y se aburre.
No hay locos en la rue de Marseille.
Nadie azota a los árboles.
Busco la luz oscurecida por la piedra.
Entro al mar, a los tenebrosos castillos,
a las catedrales, a los patios medievales.
Camino por la rue de Calvaire
y la Quai de la Fosse:
no hay verdugos aquí, no hay ángeles ni santos.
En Rond-Point de Rennes vi caer el fin de siglo
amodorrado, masticando chicle
entre luces de neón y one light one light.
En París vi a los adolescentes
morir de hastío en la plaza de Saint-Michel.
De pies, distendidos, solitarios, ausentes,
eran como sombras del ser que son.
Sólo sombras perdidas, inhóspitas, inhumanas.
Nadie los amaba.
Y los ancianos y ancianas que pasaban a su lado
con cremosas tortas envueltas en papeles dorados,
con licores y bombones en bolsas de seda azul,
parecían patos compungidos y alelados.
Iban a comer y a mirar televisión hasta hartarse.
Después extenderían los cuerpos ajados y mórbidos
sobre las camas de latón.
Las ciudades se estiran, duermen como lagartos.
Yo no puedo aburrirme, por desgracia,
y no sé por qué. Camino y camino,
pregunto por direcciones falsas,
doy monedas que no me piden,
compro pan que no como,
entro a los pequeños bares
a tomar café y espiar.
Busco también a los criminales, a los mendigos;
la escoria de las ciudades, la basura.
Pero está lejos de aquí, oculta, tapada.
Nadie la reconoce o la expone.
No sé si tiene carnet de identidad.
Pero hay luz por todas partes.
Las ciudades aman su luz y la exponen,
la amamantan, la pavonean domesticada |