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Espero el tren.
Aquí, en Nantes, a metros
del castillo de los duques de Bretagne,
espero el tren para ir a Saint-Herblain.
Voy al verde prado
donde está el pequeño apartamento
vuelto al cielo, crispado,
y allí, entre sombras y pliegues del verano,
en el otro lado del infierno,
voy también por caminos sin tiempo
hacia la única región que se sostiene sola,
sin mí, sin ti,
sin las rugosas palabras
que ocultan la respiración de las cosas.
Aquí he traído a Dios también.
Lo he amado en mi cama,
y mientras comía el pan,
y al despertar,
y al poner el agua a hervir
hasta el humo crístico,
hasta el esplendor.
He traído a Dios conmigo a este silencio,
yo, que supe amar la muerte
y subí por ella hasta este atardecer altísimo
donde soy, a pesar de Él, una hoja al viento.
Una hoja al viento al viento.
Una hoja.
Padre, madre amados.
Abuelos de mi patria lejana.
Infancia en la que cruces
se clavaron por doquier
en las tazas y en los manteles.
Misericordia que nunca subió
desde el alma oscura del universo
hasta nuestras camisas empapadas de sudor.
Existencia estéril y reveladora
aquí presente, en la cifrada y antigua ciudad
en que alientan flujos de otros veranos,
cuando estuve mirando azorado
a un misterioso duque cayendo, muriendo
en la oscura ciénaga de su castillo.
Pido, una vez más,
la ansiada revelación,
ver el hueso, el meollo,
la luz primigenia.
Porque las avenidas, los monumentos,
El palacio Dobray y hasta Versailles
-oh ínfimo Versailles lleno de sombras-
son, comparados con el Orden que presiento,
simple papel pintado,
sin color. |