Felisberto Hernández.

El pianista y el acomodador
por Ricardo Prieto

Cierto día del año 1959, antes de iniciarse una de las funciones de “Caracol col col”, exitosa comedia musical con que Club de Teatro intentaba paliar su crisis financiera, hablé por primera vez con Felisberto Hernández.

 

La obra se representaba con música en vivo y el pianista era el autor de “El caballo perdido”. Yo estudiaba arte dramático en aquella institución pero también era el acomodador. En los teatros independientes los alumnos retribuíamos el aprendizaje gratuito armando escenografías, pintando muebles, “apuntando” la letra, operando en la cabina de luces, etc.

 

Para mí y para casi todos los actores de la obra, Felisberto era el “pianista”. Sólo Jorge “Cuque” Sclavo, Roberto Fontana y Carlos  Maggi, quien era uno de los autores del libreto y había vinculado a Hernández con el responsable de la puesta en escena, tenían noción del calibre de aquel escritor poco prestigioso.

 

El ámbito de trabajo de Felisberto era la sala, donde yo solía estar sentado esperando el comienzo de la función, pues era muy disciplinado y llegaba temprano. Él, en cambio, aparecía minutos antes de que se levantara el telón. A veces se anticipaba y teníamos tiempo de hablar.

 

Hoy, después de tantos años, no me parecen casuales las conversaciones entre el gran escritor no reconocido aún y el joven actor que, después de interpretar a Lope de Vega, a Dürrenmatt, a Plauto y a Brecht, abandonó la actuación y empezó a interesarse por la creación literaria.

 

Felisberto era regordete y muy blanco, sonreía mucho y se caracterizaba por tener un gran sentido del humor de cuya profundidad no fui consciente entonces. En aquel momento yo era una especie de apóstol del existencialismo, y a través de mi extravagante y desaliñado aspecto, que nunca fue una pose, desafiaba al  conservador orden burgués en que estaba inmerso. Vivía en medio del dolor y sólo me vinculaba a los desdichados. Rechazaba la paz y las utopías tranquilizadoras porque eran opuestas a la angustia. Y odiaba la risa y el sarcasmo. Por eso me parecía un ser anodino. Aquel adolescente transgresor no podía simpatizar demasiado con el pianista manso, gordo, abúlico e irónico que cuando lo veía entrar a la sala sumido en su habitual hosquedad, le preguntaba: “¿Hoy viniste loquito?”

 

Cierta noche me preguntó por qué sentía tanta veneración por Sartre, y yo, que pensaba erróneamente que el autor de “Las moscas”  era el escritor más grande de todos los tiempos, me explayé de manera desacostumbrada sobre el impacto que me habían producido “La náusea” y “Los caminos de la libertad”. Felisberto me oyó en silencio, sonrió y dijo con ironía: “No te enamoraste de un escritor. Admirás  una máquina que sólo sabe pensar. Deberías leer a Goethe”.

 

El arrogante juicio del “pianista” me resultó intolerable. Por desgracia,  yo no sabía que los libros de Sartre, que ahora me parecen tan superfluos, eran juzgados en ese momento por el creador de una obra literaria más esencial y perdurable que la del escritor francés.

 

Había una especie de paz bonachona en Felisberto, y aquella equívoca aureola me indujo a subestimarlo. Me parecía que era conformista y que estaba enemistado con la tristeza y la tensión, y  me hubiera  desconcertado que lo consideraran un buen escritor, sobre todo porque yo ya frecuentaba a L.S.Garini, autor de “Una forma de la desventura”, cuya narrativa era tan intensa como su personalidad. Ambos escritores se oponen de manera nítida en mi memoria: uno era  pálido y bohemio, el otro era atildado y cetrino; uno era displicente y volátil, el otro era concentrado y mayestático; uno era espasmódico y parecía incoherente, el otro era denso y conceptual.

 

Claro, yo no había leído a Hernández aún, un escritor  cuestionado nada menos que por Emir Rodriguez  Monegal,  el crítico más notorio de aquella época, quien protagonizó el vergonzoso papelón histórico de emitir sobre “Nadie encendía las lámparas” el siguiente juicio: “Inagotable cháchara, cruzada (a ratos) por alguna impresión feliz pero imprecisa siempre, flácida siempre, abrumada de vulgaridades, pleonasmos, incorrecciones”.

 

Tampoco había leído a muchos escritores uruguayos o latinoamericanos, pues mis preferencias en el campo de la narrativa se inclinaban, como ahora, por el mundo anglosajón. La obra de Onetti me parecía monotemática y excesivamente mental, desprovista de esa visión totalizadora que yo buscaba en los narradores. Sus personajes, como puede advertirlo cualquier atento  lector de “El astillero”, carecían de vida propia y eran sólo una proyección síquica del autor. Sus diálogos eran artificiosos: “Estoy contento porque hace un rato sentí la desgracia, y era como si fuese mía, como si sólo a mí me hubiera tocado y como si la llevara adentro y quién sabe hasta cuándo”, exclama Larsen en un diálogo con Galvez. Al inmenso Juan José Morosoli, cuya obra sigue esperando que el público le confiera de una vez por todas el lugar más relevante entre la de nuestros narradores, no lo había descubierto aún. Espínola no me interesaba. Tampoco Armonía   Somers o Carlos Martínez Moreno. Pero a instancias de Clara Silva y de Alberto Mediza – el único crítico teatral de la década de los setentas que poseía formación literaria y filosófica - leía con fruición los cuentos magistrales de Garini, a quien frecuentaba además en la peña del bar Mincho. Sin embargo, los densos fuegos de artificio de la narrativa de Onetti, apuntalados por sus colegas (y amigos) de la generación del 45, oscurecían a creadores de la talla de Felisberto. Quizá fue también por eso que el joven actor no sintió necesidad de conocer su obra.

 

En mi devoción por la obra de Garini pesaba mucho, sin duda, la proyección que tenía sobre ella su persona: el adolescente capaz de admiraciones fervorosas hallaba en el intrincado personaje que era Garini tanta complejidad como en sus libros, y cuando hablaba con él la sugestión de sus cuentos se acrecentaba. Durante los aburridos diálogos con Felisberto, en cambio, solía confirmar la errónea opinión que circulaba: el “pianista” era un escritor endeble, confuso y poco atractivo.

 

La obra de Felisberto, a diferencia de la de Garini,  la de Morosoli o la de Julio Ricci, me interesa pero no me deslumbra. Sin embargo, cuando rememoro nuestros diálogos, que ahora me parecen fantasmales, comprendo qué abismo puede existir entre la personalidad de un escritor y la calidad de su producción literaria. La “misteriosa” vida de Armonía Somers  determina en ciertos críticos y en algunos lectores una admiración desmedida por sus libros, y les impide advertir que estos son menos profundos de lo que parecen y que aquella era más anodina de lo que se ha supuesto. La trágica muerte de Delmira  transformó a la autora de apenas ocho o nueve poemas valiosos en un mito con más proyección nacional que  Sara de Ibañez. El campo de los juicios de valor es más oscuro de lo que parece, y mi percepción, nublada como estaba por la angustia y la ignorancia, no pudo apreciar el mundo sutil de aquel hombre fino, silencioso, reticente e irónico que se caracterizaba por vivir en una especie de paz perpetua.

 

Cuarenta años después de aquellos encuentros, y definitivamente curado de esa especie de enfermedad que es la juventud, he comprendido al fin que compartí muchas funciones teatrales con un gran creador que no fui capaz de calibrar, y que fue también a través de aquellos diálogos tensos y desconcertantes con el “pianista”, que el “acomodador” ingresó, un poco perplejo, en el apasionante mundo de la literatura.

 

por Ricardo Prieto

 

Publicado en "PAPEL CON LETRAS"- Año 1/ Nº 1, Montevideo /Setiembre 2003.
Publicado en HERMES CRIOLLO (Revista de Crítica y de Teoría Literaria y Cultural)- Año 2-Nº 3-Julio- Octubre 2002- Montevideo, Uruguay.

 

Ver, además:

 

                     Ricardo Prieto en Letras Uruguay

 

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