Felisberto Hernández.
El pianista y el acomodador
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Cierto
día del año 1959, antes de iniciarse una de las funciones de “Caracol
col col”, exitosa comedia musical con que Club de Teatro intentaba
paliar su crisis financiera, hablé por primera vez con Felisberto Hernández. La obra se representaba
con música en vivo y el pianista era el autor de “El caballo
perdido”. Yo estudiaba arte dramático en aquella institución pero
también era el acomodador. En los teatros independientes los alumnos
retribuíamos el aprendizaje gratuito armando escenografías, pintando
muebles, “apuntando” la letra, operando en la cabina de luces, etc. Para mí y para casi todos los actores de la obra, Felisberto era el “pianista”. Sólo Jorge “Cuque” Sclavo, Roberto Fontana y Carlos Maggi, quien era uno de los autores del libreto y había vinculado a Hernández con el responsable de la puesta en escena, tenían noción del calibre de aquel escritor poco prestigioso.
El ámbito de trabajo de
Felisberto era la sala, donde yo solía estar sentado esperando el
comienzo de la función, pues era muy disciplinado y llegaba temprano. Él,
en cambio, aparecía minutos antes de que se levantara el telón. A veces
se anticipaba y teníamos tiempo de hablar.
Hoy, después de tantos años,
no me parecen casuales las conversaciones entre el gran escritor no
reconocido aún y el joven actor que, después de interpretar a Lope de
Vega, a Dürrenmatt, a Plauto y a Brecht, abandonó la actuación y empezó
a interesarse por la creación literaria. Felisberto era regordete y
muy blanco, sonreía mucho y se caracterizaba por tener un gran sentido
del humor de cuya profundidad no fui consciente entonces. En aquel momento
yo era una especie de apóstol del existencialismo, y a través de mi
extravagante y desaliñado aspecto, que nunca fue una pose, desafiaba al
conservador orden burgués en que estaba inmerso. Vivía en medio
del dolor y sólo me vinculaba a los desdichados. Rechazaba la paz y las
utopías tranquilizadoras porque eran opuestas a la angustia. Y odiaba la
risa y el sarcasmo. Por eso me parecía un ser anodino. Aquel adolescente
transgresor no podía simpatizar demasiado con el pianista manso, gordo,
abúlico e irónico que cuando lo veía entrar a la sala sumido en su
habitual hosquedad, le preguntaba: “¿Hoy viniste loquito?” Cierta noche me preguntó
por qué sentía tanta veneración por Sartre, y yo, que pensaba erróneamente
que el autor de “Las moscas”
era el escritor más grande de todos los tiempos, me explayé de
manera desacostumbrada sobre el impacto que me habían producido “La náusea”
y “Los caminos de la libertad”. Felisberto me oyó en silencio, sonrió
y dijo con ironía: “No te enamoraste de un escritor. Admirás
una máquina que sólo sabe pensar. Deberías leer a Goethe”. El arrogante juicio del
“pianista” me resultó intolerable. Por desgracia,
yo no sabía que los libros de Sartre, que ahora me parecen tan
superfluos, eran juzgados en ese momento por el creador de una obra
literaria más esencial y perdurable que la del escritor francés. Había una especie de paz
bonachona en Felisberto, y aquella equívoca aureola me indujo a
subestimarlo. Me parecía que era conformista y que estaba enemistado con
la tristeza y la tensión, y
me hubiera desconcertado
que lo consideraran un buen escritor, sobre todo porque yo ya frecuentaba
a L.S.Garini, autor de “Una forma de la desventura”, cuya narrativa
era tan intensa como su personalidad. Ambos escritores se oponen de manera
nítida en mi memoria: uno era
pálido y bohemio, el otro era atildado y cetrino; uno era
displicente y volátil, el otro era concentrado y mayestático; uno era
espasmódico y parecía incoherente, el otro era denso y conceptual. Claro, yo no había leído
a Hernández aún, un escritor
cuestionado nada menos que por Emir Rodriguez
Monegal, el
crítico más notorio de aquella época, quien protagonizó el vergonzoso
papelón histórico de emitir sobre “Nadie encendía las lámparas” el
siguiente juicio: “Inagotable cháchara, cruzada (a ratos) por alguna
impresión feliz pero imprecisa siempre, flácida siempre, abrumada de
vulgaridades, pleonasmos, incorrecciones”. Tampoco había leído a
muchos escritores uruguayos o latinoamericanos, pues mis preferencias en
el campo de la narrativa se inclinaban, como ahora, por el mundo anglosajón.
La obra de Onetti me parecía monotemática y excesivamente mental,
desprovista de esa visión totalizadora que yo buscaba en los narradores.
Sus personajes, como puede advertirlo cualquier atento
lector de “El astillero”, carecían de vida propia y eran sólo
una proyección síquica del autor. Sus diálogos eran artificiosos:
“Estoy contento porque hace un rato sentí la desgracia, y era como si
fuese mía, como si sólo a mí me hubiera tocado y como si la llevara
adentro y quién sabe hasta cuándo”, exclama Larsen en un diálogo con
Galvez. Al inmenso Juan José Morosoli, cuya obra sigue esperando que el público
le confiera de una vez por todas el lugar más relevante entre la de
nuestros narradores, no lo había descubierto aún. Espínola no me
interesaba. Tampoco Armonía
Somers o Carlos Martínez Moreno. Pero a instancias de Clara Silva
y de Alberto Mediza – el único crítico teatral de la década de los
setentas que poseía formación literaria y filosófica - leía con fruición
los cuentos magistrales de Garini, a quien frecuentaba además en la peña
del bar Mincho. Sin embargo, los densos fuegos de artificio de la
narrativa de Onetti, apuntalados por sus colegas (y amigos) de la generación
del 45, oscurecían a creadores de la talla de Felisberto. Quizá fue
también por eso que el joven actor no sintió necesidad de conocer su
obra. En mi devoción por la
obra de Garini pesaba mucho, sin duda, la proyección que tenía sobre
ella su persona: el adolescente capaz de admiraciones fervorosas hallaba
en el intrincado personaje que era Garini tanta complejidad como en sus
libros, y cuando hablaba con él la sugestión de sus cuentos se
acrecentaba. Durante los aburridos diálogos con Felisberto, en cambio,
solía confirmar la errónea opinión que circulaba: el “pianista” era
un escritor endeble, confuso y poco atractivo. La
obra de Felisberto, a diferencia de la de Garini,
la de Morosoli o la de Julio Ricci, me interesa pero no me
deslumbra. Sin embargo, cuando rememoro nuestros diálogos, que ahora me
parecen fantasmales, comprendo qué abismo puede existir entre la
personalidad de un escritor y la calidad de su producción literaria. La
“misteriosa” vida de Armonía Somers
determina en ciertos críticos y en algunos lectores una admiración
desmedida por sus libros, y les impide advertir que estos son menos
profundos de lo que parecen y que aquella era más anodina de lo que se ha
supuesto. La trágica muerte de Delmira
transformó a la autora de apenas ocho o nueve poemas valiosos en
un mito con más proyección nacional que
Sara de Ibañez. El campo de los juicios de valor es más oscuro de
lo que parece, y mi percepción, nublada como estaba por la angustia y la
ignorancia, no pudo apreciar el mundo sutil de aquel hombre fino,
silencioso, reticente e irónico que se caracterizaba por vivir en una
especie de paz perpetua. Cuarenta años después de aquellos encuentros, y definitivamente curado de esa especie de enfermedad que es la juventud, he comprendido al fin que compartí muchas funciones teatrales con un gran creador que no fui capaz de calibrar, y que fue también a través de aquellos diálogos tensos y desconcertantes con el “pianista”, que el “acomodador” ingresó, un poco perplejo, en el apasionante mundo de la literatura.
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por Ricardo Prieto
Publicado en
"PAPEL CON LETRAS"- Año 1/ Nº 1, Montevideo /Setiembre 2003.
Publicado en HERMES CRIOLLO (Revista de Crítica y de Teoría Literaria y Cultural)- Año 2-Nº 3-Julio- Octubre 2002- Montevideo, Uruguay.
Ver, además:
Ricardo Prieto en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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