Reflexiones de un perro viejo y con aguante
Tennessee Williams (1956) por Yousuf Karsh Soy un escritor y me sirvo de todo. |
Hace algunos meses, poco antes de su lamentable deceso, Omar Grasso me pidió que escribiera algunas palabras dirigidas a los autores jóvenes, y pensé que no le convenía emular nada menos que al Rilke de “Cartas a un joven poeta” a quien anda por este mundo sumido en las mismas tinieblas y la misma confusión que es patrimonio de jóvenes, viejos, ricos, pobres, dichosos y entristecidos. No es fácil lidiar con esta “arcilla” y estos “átomos”, como diría Emily Dickinson, de los que no podrían salir dictámenes o proclamas, y más vale permanecer receptivos aguardando los consejos que algunos jóvenes talentosos querrían darnos. Pero algo tenía que escribir para no defraudar al amigo, y la mejor forma de cumplir con él (y con los autores nuevos, a quienes pedí que tuvieran la sensatez de no tomar al pie de la letra las conclusiones a que alguien había llegado desde su intransferible experiencia) era haciendo algunas preguntas capaces de fomentar la reflexión: ¿qué impulsa a un escritor a escribir para el teatro? ¿Qué lo diferencia de un poeta o de un narrador? El dramaturgo es menos sensual con respecto a la palabra, la usa sin piedad por decirlo de algún modo, la suprime sin remordimientos. Cuando la metáfora o el concepto surgidos de su inspiración empantanan la acción dramática, los sustituye por el silencio o los gestos del actor. Es, en suma, un creador de situaciones y personajes a través de palabras que no son el eje de la obra, y a diferencia del poeta o del narrador, que pueden subsistir en atmósferas autoabastecidas, renuncia a ese tedioso lugar sitiado que es su propia biografía y se transforma en lo que no es, lo que son o quieren ser los demás, o lo que fueron. Mientras el poeta elabora metáforas sobre la duración, el dramaturgo nos sitúa en ella explorando conflictos y antagonismos. Cuando el novelista desea contar una historia, el dramaturgo aspira a convertirse en los personajes de esa historia. A la intensidad de la contemplación opone la tragedia de la acción, quizá porque “sólo podemos hallar en el movimiento lo que hemos perdido en el espacio”, como afirma Tennessee Williams.
La
escritura para el teatro está emparentada con el vampirismo espiritual,
la metamorfosis, la exploración del mundo trasvisible, el desdoblamiento
y la magia. Además es un acto de amor, como toda la literatura, porque
como dice Carson Mc Cullers, la notable narradora norteamericana, “sin
amor y sin esa intuición que nace del amor ningún ser humano podría
ponerse en lugar de otro”.
Si bien no hay buena literatura sin piedad en el sentido cristiano, en la dramaturgia la piedad no es sólo el punto de partida: es la sustancia que amalgama y purifica los contenidos. Y no me refiero a la piedad religiosa común, exaltada por sermones y dogmatismo, sino a la piedad santificada que también rescata lo desmedido, lo diferente y lo demoníaco. La literatura debe provocar tanta plenitud
como desasosiego. Que dios nos libre y guarde de las obras teatrales que
tranquilizan las conciencias. Desde Esquilo a Albee, con quien culmina la
gran dramaturgia contemporánea, la escritura para el teatro se nutrió
siempre de esa oscuridad a la que Pascal le atribuye, por oposición, el
poder de revelarnos la luz. Quienes exploran las tenebrosas fuerzas que
nos regulan suelen escribir buenas obras de teatro; quienes se empeñan en
ignorarlas no pueden juzgar ni amar esas obras. Por último, cabe recordarle a los nuevos autores pero también a los veteranos y a esa parte del público que se identifica demasiado con la crítica de turno, que los perros ladran pero la caravana pasa y que “hay que ser un perro viejo y con aguante para trabajar en el teatro”, como afirma en sus “Memorias” el inigualable Tennessee Williams. |
por Ricardo Prieto
Publicado, originalmente, en la revista del CELCIT (Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral). Segunda Época, Año 12/NÚMERO 22/ 2002
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Ricardo Prieto en Letras Uruguay
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