Pequeño canalla
Novela (fragmento) de Ricardo Prieto

- I -

José Enrique estaba sentado a la mesa terminando de almorzar. "Mami", en cambio, quien siempre comía sola, monologaba en la cocina aludiendo con aspereza a las desorbitadas exigencias de José Enrique en materia de comidas, a Ulrico, a los desplantes de Rita Pedrera, la vecina izquierdista del apartamento ciento dos, a la inutilidad de todo esfuerzo y al páramo en que se había convertido su vida.
Aquellos comentarios que José Enrique escuchó con sorprendente paciencia, abarcaban todo el espectro de la condición humana, porque desde su aparente ignorancia "mami" podía -como casi todos nosotros desde la nuestra- condenar y discernir. A su manera, claro está.

-Y el cretino no llega- exclamó.

-Ya vendrá- exclamó José Enrique con expresión bovina mientras terminaba de engullir la última milanesa.
"Mami" lloró.

Y él pensó: "¿Cuántas veces ha llorado desde que la conozco? ¿Doscientas? ¿Quinientas? ¿Novecientas veces? ¿Mil veces?". El llanto de ella, y antes su propio llanto y el de sus hermanos, y después el llanto de muchos compañeros de trabajo, y de vecinos, y de moribundos, y de amigos enfermos o que lloraban por llorar, era la sinfonía empecinada en perseguirlo desde tiempos inmemoriales por todas las calles, por todas las casas, por todos los meses y los años de su vida. El llanto parecía el único sonido capaz de engendrar el mundo.

-Sí, ya vendrá. ¿Pero cuándo?- preguntó "mami"-. Anoche se fue con esa mafia de vagos a bailar y ni siquiera me dijo hasta luego. Y todavía no vino. No me digas que esto es normal. Se habrá peleado con alguien que lo asesinó, o estará cantando las canciones de ese Jim Morrison en algún teatro vacío.

-¿Por qué en un teatro vacío?- preguntó José Enrique con curiosidad, quien a pesar de su hierático ausentismo, era extremadamente sensible a las implicancias de las palabras-. Podría tener tanto público como Jim Morrison, si quiere. Magnetismo no le falta.

-¿Que ese sinvergüenza tiene magnetismo?- preguntó ella con soberbia-. ¿Llamas magnetismo a dejarse el pelo largo y desaliñado, a llevar una caravana en la oreja, ponerse botas vaquero y esa horrible ropa negra? Eso no es magnetismo. Es ira solapada. Es crueldad. Es agresividad contra la gente bien nacida. Magnetismo tenía Greta Garbo, que en paz descanse.

-Greta Garbo está muerta.

-Ya sé que está muerta, por desgracia- dijo "mami" lloriqueando-. Este, en cambio, está muy vivo, pero quisiera saber dónde.

-Yo también- exclamó José Enrique abandonando el tenedor sobre el plato con el propósito de invocar en silencio a sus pequeños dioses para que aquel llanto y aquellas protestas terminaran antes que su propia vida. Porque él, y a pesar de todo, quería vivir más aún. Setenta y ocho años eran poca cosa para un hombre. Aunque estuvieran henchidos de llantos, en realidad no eran nada.
Pero "mami" no estaba dispuesta a tolerar más pruebas de indiferencia: ni la del mundo, ni la de los políticos, ni la de la reina de Inglaterra, que nunca contestaba sus cartas, ni la de Lita Pedrera, ni la de Ana L. a veces, ni la del panadero, ni la de Ulrico, ni la de él. Estaba harta. HARTA. Por eso, en lugar de seguir llorando, empezó a insultarlo de manera alucinada.

-Calmate, mami- exclamó José Enrique con temor de que los vecinos oyeran los gritos y pensaran que se llevaban como perro y gato.
Pero ella siguió gritando enfurecida. Como era de esperar, a los pocos minutos sonó el teléfono.

-¿Qué pasa, José Enrique?- preguntó Ana L. con voz meliflua-. ¿Ese pequeño canalla le ha pegado a mami otra vez? ¿Es posible que tú (los "tú"de Ana L. eran muy viperinos y sofisticados) permitas que uno de estos energúmenos de las nuevas generaciones torture hasta el paroxismo a una abuela buena y sacrificada?¿Qué pasa esta vez? ¿Quiere más plata? ¿Se niega a estudiar? ¿No quiere emplearse? ¿Por qué no terminan de una vez por todas con ese culto al rock and roll que envenena a todas las generaciones y hace temblar las paredes de este edificio? No es posible que tu apartamento se haya convertido en una discoteca, y que la foto de ese Elvis Presley esté expuesta sobre el bargueño, al lado de los candelabros y de la foto de la reina.

-No es Esvil Presley. Es Jim Morriosn- dijo cansinamente José Enrique.

-Lo mismo da. Son la misma y estridente mugre. Te ruego, te suplico (él imaginó los finos labios pintarrajeados de Ana L. plegándose con exageración) que protejas a esa santa de mami de la mafia generacional. Y si hay peligro de que le pase algo a Malaquíades tráelo a mi apartamento- concluyó Ana L. aludiendo al reciente ataque de furia de Ulrico que derivó en el intento de tirar al viejo perro por la ventana.

Después de colgar el tubo José Enrique resolvió que iba a devolver el teléfono a Antel, y cuando comprobó que "mami" se había calmado y dormitaba con la cabeza apoyada sobre el fogón de la cocina, caminó con lentitud hacia el vestíbulo y se detuvo frente al bargueño. Al lado de los candelabros se veían dos grandes fotos de "mami". En una de ellas estaba besando a Ulrico cuando era niño. En la otra, ella, Ana L. Y Rosa Boudrillón sonreían solemnes y orgullosas junto a la reina Sofía de España. Pegada a la pared, y detrás de los candelabros, estaba la fotografía de Jim Morrison.

José Enrique permaneció largo rato en la penumbra del vestíbulo, reconfortado por el silencio y la soledad. Dentro del mundo de locos en el que le había tocado pasar su vejez, aquel lugar del apartamento era el único tranquilo y protector. Entre alfombras, candelabros, espejos y marcos antiguos, sentía que la armonía y la dicha del pasado aún eran posibles.

Poco después llegó Malaquíades renqueando. Tuerto, casi ciego y muy viejo, el perro nunca sabía bien por dónde iba ni hacia dónde. Pero, al igual que José Enrique, prefería el vestíbulo a cualquiera de los escondrijos que podía hallar en el apartamento. Claro que también los prefería para evacuar y orinar, dándole pábulo a "mami" para que iniciara sus monólogos contestatarios.

Malaquíades se acercó y empezó a lamerlo gimiendo de manera intermitente, porque el llanto de "mami" lograba entristecerlo más que a José Enrique. Y este, que a esa altura de la vida sólo del perro podía esperar agradecimiento y cariño, se inclinó hacia él con dificultad y lo acarició. Después entró a su cuarto, sacó los diarios, las revistas viejas y los remedios que estaban sobre el diván y se sentó a dormir la siesta.

Habría dormitado menos de una hora cuando oyó un estrépito, y al aguzar el oído comprendió que "mami" estaba persiguiendo al perro por el apartamento. 

-Perro inmundo, maldito bicho- exclamó "mami" con asordinada voz que atemperaba a propósito, por miedo de que Ana L. pensara que era una ordinaria capaz de maltratar a un animal indefenso -. ¡Perro podrido y castrado! ¡La próxima vez que orines en la casa voy a matarte!-. Lo persiguió con torpeza, porque sus ciento diez kilos de peso constituían una masa difícil de manejar y fácil de eludir, incluso para Malaquíades, que a pesar de la vejez y la mala salud tenía más agilidad que la anciana -. ¿Hasta cuándo vas a seguir torturándome?- gritó amenazándolo con la escoba.

-Dejalo tranquilo, mami. Es un pobre animal- musitó José Enrique.

-Un pobre animal soy yo, que lo aguanto desde hace quince años. ¡Y tú! ¡Y tú! - lo acusó ella-. ¿Qué mejor cosa podrías hacer por mí que mandar ese perro a la perrera?

-Cállate, mujer. La perrera está llena de perros como él y ya no aceptan nuevas ofertas- dijo José Enrique con burla.

-Por eso mismo quiero mandarlo allí- bramó ella tratando sin poder lograrlo que la protesta tuviese un dejo señorial -. No voy a ser menos que todas esas personas decentes que alejan de su intimidad a estos bichos llenos de bacterias que contaminan todo- pronunció la palabra "bacterias" con rebuscamiento, como si al emitirla se identificase con la peligrosa invisibilidad a que ella aludía -. Además, y esto, escuchame bien, es la última vez que lo digo, no estoy dispuesta a seguir gastando en la sociedad médica para él, ni en los remedios, ni en la comida especial, ni en las inyecciones. Mi espantoso reuma necesita un tratamiento más riguroso que no se podrá hacer si este maldito sigue despojándome de mis bienes.

- Tus bienes son mis bienes, comadreja- exclamó José Enrique con ira. Después, fatigado, añadió: -Y el perro es mío.

-¡Tuyo! ¡Tuyo!- gritó "mami" asestándole varios golpes al pobre animal, que se extendió sobre el piso medio muerto -. ¡Y no me llames comadreja!- concluyó mirándole con odio atávico.

Al advertir que Malaquíades había quedado inerte José Enrique lo tomó en sus brazos y lo acunó como a un niño, sin observar que el animal, que era ladino y estaba mimetizado con el clima de teatralidad que cundía en el apartamento, exageraba el dolor con creces.

-Ojalá esté muerto- dijo "mami" alejándose con lentitud hacia su cuarto, en donde entró dando un portazo. Después empezó a llorar.

Allá lloró largo rato mientras José Enrique, con Malaquíades entre sus brazos, se había sentado frente a la ventana del comedor, a pesar de que su cabeza no llegaba siquiera al marco inferior de la misma y que desde allí sólo podía atisbar el cielo.

Durante mucho tiempo "mami" le oyó hablarle sin parar y con contenida emoción al animal, como si estuviera contándole toda su vida.

Media hora más tarde sonó con insistencia el teléfono, y el viejo, que tenía el oído hipersensibilizado por la constante tensión que había a su alrededor, oyó atribulado el extenso parlamento que su mujer le espetó a Rosa Boudrillón.

-¡Ah, sos tú, querida! ¡Si supieras lo que me ha pasado! Sí: ya sé que habría que echarlo, o matarlo, o enviarlo a la perrera. La patente y la sociedad médica salen una fortuna. ¿Si me mordió? Ojalá lo hubiera hecho. Bien sabe Dios que soy capaz de perdonar un mordiscón y hasta tres, considerando que tienen algo de sensualidad y en una época ¡ay!... hasta me los daban. ¡Qué tiempos aquellos, querida!- su voz melancólica se replegó. Después añadió con ímpetu -: Pero este perro sarnoso tuvo el tupé de orinar sobre la alfombra. No, la verde no; la marrón. La marrón grande no, la persa chica, la que está al lado del dressoir. Orinó y diseminó el orín con las patazas enclenques, más pesadas que las mías. El aire de esta casa está contaminado, querida. Siempre digo que entre José Enrique y yo tenemos ciento cuarenta y cinco años, que sumados a los diecisiete de Ulrico dan ciento sesenta y tres, los que sumados a los ochenta que tiene este can -pronunció la última frase con absurdo regodeo- suman la friolera de ciento ochenta y un años de vida reptante y densificada desplazándose por un apartamentucho de setenta y cinco metros. Como ves, Ana L., hay poco espacio para contener las malignas irradiaciones y los microbios. Poca amplitud para que circule tanta pesadez -. Hizo una marcada transición y utilizó uno de los tonos a los que debió haber recurrido Sara Bernhardt en su memorable carrera teatral -: ¡Oh Ana L.! ¡Ulrico no vino! No, no, no -. Le gustaba repetir más de dos veces los adverbios de negación o afirmación -. Digo que no. Se fue ayer de noche y todavía no volvió. ¿Te imaginás el terror que siento? Estoy muy con-mo-vi-da-. También le agradaba fragmentar las palabras que consideraba dramáticas -. Desde que los muchachos empezaron a cantar por las calles y a tomar vino y a fumar mezcla -llamaba mezcla a la marihuana -, las autoridades se han vuelto eficaces pero muy crueles. Y si no fijate tú. Se ha sabido de un chico que hizo auto stop en una calle, lo levantó un policía en su auto y lo violó. ¡Lo violóóó! ¿Te imaginas, Ana L.? ¿Te imaginas a mi Ulrico violado, él, que tiene ese aire de rufián tierno, libidinoso y atolondrado pero es vulnerable y sensible? Sería un trauma tan espantoso que aniquilaría nuestras vidas. No, no, no. No quiero atraer a los sabuesos. No debo llamar a la Jefatura porque me preguntarían cuáles son sus características físicas, harían un inventario de sus costumbres y saldrían a cazarlo por ahí como a un vulgar perro para llevarlo a la otra perrera. Sí, sí, sí, es probable que esté dormitando en algún tugurio después de una juerga. ¿Pero qué quieres que haga? ¿Qué querés que haga?- Solía repetir la misma pregunta en sus versiones castiza y rioplatense -. ¿Dormir? No puedo. ¿Llorar? Me cansé de llorar. ¿Pensar que cuando llegue a la vejez no seré feliz?-. Ella pensaba que todavía no era vieja -. Eso es imposible. ¿Buscar consuelo en José Enrique? Ese inconsolable nunca consuela a nadie, ni siquiera a la mujer que pasó toda la vida con él. ¡Cuando pienso que podría haber sido la esposa de Pico Ulrías, un médico eminente que me habría llevado a París y a Ginebra y a Londres, y que me habría conectado con el gran mundo. Sí, sí, sí. Reza para que yo halle consuelo, Ana L. Quiera Dios traerme vivo y sano a Ulrico, que aunque me enloquece con el rock and roll, la cumbia, el incienso, la pereza y la mugre que desperdiga en el apartamento, es la luz de mi vida. 

Media hora más tarde sonó el timbre y se vio a Malaquíades caminar hacia la puerta renqueando, olfateando y moviendo la desquiciada cola. Tras él, arrastrando sus piernas llenas de várices, iba el viejo apoyando el bastón sobre el piso de pinotea.

-Enciende la lámpara del vestíbulo- gritó "mami" desde el comedor, usando el tono de una duquesa para hablarle al mayordomo, pues uno de los precisos placeres de que disfrutaba era el de abrir la puerta del apartamento para que se viera el vestíbulo, donde la luz de la vieja lámpara art déco iluminaba el rostro de María Antonieta, convenientemente encuadrado en un marco antiguo, desvencijado y rococó. 

José Enrique obedeció, como lo hacía siempre cuando se trataba de cosas que consideraba superfluas, abrió con previsión la puerta y vio los pequeños ojos ansiosos, brillantes y pérfidos, la boca diminuta, el pecho liso y las manos llenas de sortijas de Ana L. La pequeña estatura de la mujer parecía acentuada por el extravagante y antiquísimo vestido de seda que tenía puesto. 

-Perdona, José Enrique -dijo ella con sinuosidad -. He traído para mami un pedazo de torta de anís.

-Pasá- exclamó José Enrique, quien a pesar de que sentía que cada aparición de Ana L. era como el comienzo del derrumbe de todo, creyó oportuno en ese momento diluir la tensión que había en el lugar ofreciéndole un entretenimiento a "mami".

Ana L. se relamió con la invitación. Ella amaba la guerra desde la primera década del siglo, cuando en su juventud estaba por empezar la primera conflagración mundial. Amó después la segunda guerra mundial, y a Churchill y a Eisenhower, y hasta veneró a los japoneses. Tiempo después, cuando la guerra concluyó, se convirtió en una fanática consumidora de libros, artículos periodísticos y películas sobre Viet Nam. Su amor por los combates era tan grande que disfrutaba incluso rememorando los pormenores de las guerras púnicas.

También disfrutaba de los pequeños enfrentamientos domésticos, como los que solían entablar "mami" con José Enrique, o éste con Ulrico, o aquella con el marido y el nieto. Esa tarde, quizá porque estaba aburrida en su apartamento aguardando el informativo de la noche, decidió regocijarse un rato en la caldeada vivienda a la que, para que le franquearan el difícil acceso, sólo era necesario llevar un trozo de la torta preferida de "mami".

-No, no quiero molestar- dijo con voz sibilina.

-Pero pasá, mujer- ordenó el viejo con su gastada violencia viril mientras la obligaba a entrar, confirmándole de ese modo a la nostálgica virgen que lo mejor que le había ocurrido en la vida era el no tener que compartir la cama con machos como aquel -. Mami está en el cuarto. Voy a llamarla.

-¡Ay José Enrique, eres tan insistente!- dijo olisqueando al mismo tiempo en derredor con deliciosa malignidad.
José Enrique se alejó con lentitud dejando a la anciana erguida en el vestíbulo. Mientras caminaba se burló secretamente de todas las integrantes de la cofradía del edificio, mami incluida, quienes usaban indefectiblemente "eres" por "sos" y pronunciaban la "r" como "erre".

-Erres, erres- exclamó riéndose por lo bajo.

-¿Dijiste algo, José Enrique?

-Dije que ya vuelvo.
Enterada de la súbita irrupción en el apartamento de la vecina a la que estaba vinculada de una manera "tensa", como solía decir, "mami" se perfumó, retocó el peinado y caminó pesadamente por el corredor balanceándose igual que una foca.

Al verla acercarse, Ana L. advirtió con satisfacción que su vecina estaba cada día más gorda, y que las abultadas pestañas postizas ya no la favorecían como antes, y que el carmín con que embadurnaba sus gruesos labios era demasiado fuerte para alguien que tenía puesta una bata amarillenta, y que sus chinelas estaban rotosas, y que el vientre voluminoso debía encubrir algún fibroma o tumor maligno.

Incluso le pareció, aunque no podía asegurarlo porque era una fumadora consuetudinaria, que "mami" tenía mal olor, pero ahuyentó de inmediato ese pensamiento repugnante pensando que la vecina fumaba mucho y que su alimentación sobre la base de grasa y embutidos no era la más propicia para alguien que transpiraba tanto.

-Te trrraje tu torta de limón, querida. La hice hoy, y quedó tan exquisita que no pude resistirme a convidarte- gritó casi, abriendo y cerrando los ojitos malignos con nerviosismo, porque la mastodóntica presencia de "mami", y la melancolía de sus ojos, y su densa sensualidad eran capaces de excitar hasta a las personas de imaginación escuálida. A ella, por ejemplo, nada en el mundo la intrigaba más que "mami".

-Gracias, querida. No te hubieras molestado. Pero siéntate, por favor. Lamento no poder ofrecerte té ni café. Hoy no tengo nada preparado ni ganas de hacerlo. Sabrás que mi Ulrico hace dos días que no viene a casa.

-Pero qué horrror!- exclamó Ana L. con falsedad, ansiosa de entrar en detalles sobre el asunto que más le interesaba -. ¿Dónde puede andar ese descarriado muchacho?

-Sólo Dios lo sabe, querida. Salió para ir a bailar a una de esas discotecas donde van los de la caravanita, y hasta fue vestido con sobriedad, a pesar de que si nuestros padres se levantaran de la tumba volverían a meterse en ella otra vez si hubieran visto su atuendo- exclamó "mami", quien vivía tratando de dejar bien establecido frente a los vecinos que ella y José Enrique consideraban que la vestimenta, el peinado y las costumbres del hijastro eran inadecuadas socialmente.

-¿Cómo iba vestido?- preguntó Ana L. con morbosidad.

-Un poco mejor que siempre: pantalón roto, rompevientos negro y sucio, botas, gabardina rotosa y guantes verdes.

-¿Y el pelo?- preguntó Ana L. con velada sorna no exenta sin embargo de conmiseración.

-Se hizo la colita- dijo "mami" suspirando. 

-¡Qué horror! ¿Pero cómo pretenden regresar sanos y salvos a la casa?, me pregunto. Estos no son tiempos para andar así por la calle. Y apuesto a que llevaba reloj -añadió Ana L. deseando acrecentar la inquietud de su vecina.

-No, no. Llevaba en la muñeca una de esas piolas de color que se pone a veces.

-Es preferible- dijo aliviada Ana L. mientras se preguntaba qué habría sido del reloj del muchacho, pues la verdadera situación económica de "mami" y de José Enrique, sobre la que ellos levantaban un muro protector, la tenía muy intrigada.

-De todos modos estoy temblando -añadió "mami" de manera quejumbrosa -. Pero dime tú: ¿tanto le cuesta llamarnos para decirnos dónde está?

-Lo hacen a propósito, querida. Esta es una guerra de ellos contra nosotros y de nosotros contra ellos. Por eso hay que afilar las armas y preparar las municiones- exclamó Ana L. usando un tono aguerrido, porque la enumeración de objetos bélicos producía en ella una especie de orgasmo que compensaba tantas horas aburridas 

 

-¿Quieres que llame al sargento Muiño, que es íntimo amigo mío y tiene importantes contactos en la Jefatura?

-No, no, no- repitió tres veces "mami" presa de convulsiones. Su obesidad se expandió dentro de la bata. Sus gruesos labios se fruncieron. Sus ojos se posaron anhelantes sobre el cuadro de la reina Isabel II de Inglaterra.
En ese preciso instante sonó el teléfono, y José Enrique, después de atenderlo, asomó su cara arrugada por la puerta entornada del corredor y exclamó con alegría, seguro de que la normalidad se instauraría de manera transitoria en la casa:

-Es Ulrico, mami. Quiere hablar contigo.

- Ana L. observó con desagrado que los ciento diez kilos de "mami" se expandieron aliviados dentro de la bata, y que sus ojos habitualmente tristes se anegaron en una especie de odiosa plenitud. La vio caminar como una foca hasta el teléfono, y la escuchó hablar alborozada.

-¿Dónde estás, Ulrico? ¿Por qué nos haces esto?
Después registró un extenso, misterioso e ingrávido silencio que duró más de lo conveniente y fue el preámbulo del sollozo más desgarrado que ella había escuchado.

-Ulrico está preso- dijo "mami" apenas hubo colgado el tubo.

- II -

La prisión de Ulrico fue el acontecimiento que sumió a los residentes más viejos del edificio en el espasmo, el miedo y el goce. Los casi novecientos años de vida desquiciada, rapaz y monótona, vibraron al unísono cuando el temido adolescente del último piso fue apresado por algún delito que imaginaron gravísimo: violación, asalto a mano armada, tráfico de drogas o estupro. Con harta frecuencia le habían advertido todos a "mami" y a José Enrique muchos años atrás que no adoptaran a aquel pequeño canalla que, después de haber sido criado entre seda y algodones, les retribuía tanta bondad con disgustos y penas originados por su mala conducta. El último jueves de ese mes, cuando gran parte de los propietarios se reunían para tomar el té en el apartamento de Rosa Boudrillón, ella arreglaría las cosas de una vez por todas, había proclamado Ana L. a diestro y siniestro obteniendo la aquiescencia de los honorables vecinos: ella misma, en nombre de todos, y a pesar de la inmemorial amistad que la vinculaba a "mami" y a José Enrique, exigiría que el muchacho no reingresara al edificio, en donde mujeres solas como ella, Luisa K y Rosa Boudrillón vivían solas, solas, solas. Poco importaba que también residiera allí Rita Pedrera, la inmunda tupamara, o vivillos como el escribano prestamista y su señora, o vecinos antipáticos e incapaces de confraternizar con nadie, como el doctor Ramírez. Esas eran personas despreciables que no merecían ser consideradas, pero ella y la gente bien que residía en el edificio no estaban dispuestos a ser víctimas de un ladrón que probablemente era hijo de algún asesino. 

Pero con inusual alevosía "mami" y José Enrique dejaron de dar señales de vida: no se los veía nunca fuera del apartamento, no contestaban el teléfono, no abrían la puerta.

-Pobres muchachos. Lo que tienen que sufrir por culpa de ese nieto postizo- dijo Rosa Boudrillón mientras degustaba el anís sentada en uno de los satinados sillones de Ana L.- Me imagino lo avergonzados que están. Y ni siquiera pueden recibir nuestro consuelo. 

-Porque no quieren- exclamó con crueldad Ana L-. Todos estamos dispuestos a consolarlos. Pero no lo haremos hasta que no saquen a ese granuja de aquí.

-Tú que conoces a tanta gente vinculada al gobierno...- balbuceó Rosa Boudrillón sin poder terminar la frase, porque a su voz se superpuso de manera insolente la de Ana L

-Ya me lo pidió mami -dijo mintiendo -. Pero mi negativa fue rotunda. Jamás molestaría a amistades tan influyentes por un caso de flagrrrante delincuencia.

Lo cierto es que, a pesar de dimes y diretes, transcurrieron más de diez horas sin que se lograse saber por qué Ulrico estaba preso.

-A lo mejor fue una de esas redadas comunes en la que caen los muchachos- dijo con benignidad Pancho Juárez cuando se encontró con Ana L. en el ascensor.

-¡Qué redada ni redada! El muchacho debe estar vinculado a los traficantes de drogas.

Quince horas después de haber recibido la infausta noticia, Ana L. se topó con José Enrique en el ascensor y le dijo con alborozo, acentuando más que nunca las erres:

-José Enrrrique, me parece mentira que después de cuarenta años de amistad y convivencia, tú y mami sean capaces de aislarse cuando más nos necesitan. No sabemos qué le ha ocurrido a ese pobre chico- pronunció esta frase con asombrosa hipocresía -. No sabemos si tú y mami necesitan que los auxiliemos, que les hagamos el desayuno o les compremos el pan.

La mención del pan le pareció a José Enrique un prodigio de ridiculez senil, la extraña carnalización del vacío de las palabras, y como en realidad estaba apesadumbrado por la desgracia que afligía al nieto, pronunció en voz muy baja la frase sugerida por "mami".

-El muchacho está bien. Cayó en una simple redada.

-¿Redada? - preguntó Ana L. con ojos desorbitados -. ¿Pero en qué pasos andaba para terminar preso?

-En ningún paso- dijo José Enrique con brutalidad- Cayó como caen todos, por el solo hecho de andar por ahí. Por existir, como se dice. La policía arremete contra los pobres muchachos y deja en paz a los peces gordos.

-¿Por existir?- preguntó Ana L. con espanto -. ¿Pero tú crees que en este país se castiga a la gente por algo tan sublime como existir? Como se ve que ese muchacho izquierdista te ha lavado el cerebro. Quiero ver a mami - dijo de manera drástica mientras encendía un cigarrillo.

-Tiene jaqueca.

-Yo quiero verla.

-Tendrás que esperar a que se reponga- dijo José Enrique mientras se alejaba del ascensor y entraba a su apartamento.

Estupefacta, con la angulosa boca demasiado abierta, Ana L. dijo en voz alta lo que José Enrique no pudo escuchar:

-Si Dios no nos ayuda, ese canalla va a terminar con ustedes y con nosotros.
Después se persignó.

La propagación de la noticia tuvo el poder de lograr que aquella noche fuese la más excitante en muchos años. Cinco teléfonos del edificio se mantuvieron hiperactivos mientras sus usuarios desgranaban vía Antel los posibles significados de la palabra "redada".

Ana L. fue una especie de privilegiada central telefónica en la que convergieron todos los llamados, y entre chismes y pérfidos comentarios que iban y venían, pasó gran parte de la noche hasta el amanecer. 

Ocurrió algo más extraño aún: a las ocho en punto de la mañana siguiente, y con in disimulado orgullo, Ana L. le franqueó la puerta de su abarrotado apartamento nada menos que a Pancho Juárez, uno de los machos más o menos activos del suntuoso edificio.

-Esto es doblemente horrrible, Pancho- exclamó en voz baja, con temor de que alguien la escuchara desde el palier -. No solo albergamos en el edificio a un delincuente sino que sus protectores lo apoyan. ¿Sabes qué me dijo ayer José Enrique?

-No, cuéntame por favor- dijo Pancho Juárez fingiendo el desmesurado interés que en realidad sólo sentía por el interior del apartamento, cuyas arañas, muebles antiquísimos y alfombras sopesó sin disimulo.

-Que el chico es inocente. ¡Mira tú! Inocente ese muchacho capaz de viajar conmigo en el ascensor sin mirarme. Inocente ese insecto que se atrevió hace pocos días a decirle al asqueroso diariero de la esquina, y sólo para que yo le oyera, que este país no podrá avanzar más si no se acaba de una vez por todas con los viejos de cincuenta años. ¿Qué sería capaz de hacernos a nosotros si piensa de ese modo de los cincuentones que podrían ser nuestros hijos?

La hipocresía de Pancho Juárez se expandió desde sus labios finos y burlones hasta el bigote cuando dijo con reciedumbre oligarca:
-No magnifiques las cosas, querida Ana. Ese facineroso no representa a la juventud. Es un huérfano, un desclasado.

-¿Huérfano? ¿Huérfano?- preguntó dos veces Ana L. mientras sin ningún pudor acomodaba con los labios la amarillenta e inestable dentadura postiza -. ¡Fue criado entre nosotros, y por una familia decente!

La impetuosa y enérgica exclamación impidió que Pancho Juárez continuara observando un fino jarrón de pie que estaba en un recodo de la sala. Y a pesar de que lo inquietaba confirmar que aquella vieja tacaña tuviera en su sala una fortuna en muebles y adornos, dijo con su habitual y mórbido equilibrio:

-Se crió sin padres y eso pesa mucho, querida. Y ni José Enrique ni mami tuvieron la firmeza necesaria para conducir por la buena senda a ese imbécil fanático del rock.

Odiaba a Ulrico y a sus amigotes porque se burlaban de él cada vez que lo veían salir engalanado a la calle.

-¿Firmeza? ¿Firmeza?- preguntó dos veces seguidas Ana L. imitando a "mami" de nuevo, quien a través de las habituales repeticiones daba a entender que el tema tratado era de vital importancia -. Le dieron más que a un hijo propio. Y sólo Dios sabe por qué no pudieron tener hijos verdaderos que ahora los protegerían de este hippie. También me pregunto si la firmeza sirve cuando se educa al hijo de una mujerzuela -. Encendió un cigarrillo y empezó a fumarlo con avidez -. Ni los perros se deshacen así de sus cachorros- concluyó con aquella voz aristocrática que encantaba a "mami".

A es altura, y después de considerar que no lo habían invitado a sentarse, que las intenciones de Ana L. al franquearle la puerta no colmaban sus erotizadas expectativas matinales, que acababa de darse el gusto de fisgonear al fin en el apartamento y que a él le importaba muy poco lo que pudiese hacer el granuja, suspiró con fingida fatiga, modo habitual de liberarse de las personas molestas o aburridas. Quería irse para tomar unas copas, llamar por teléfono a la querida de turno y después bañarse y sentarse a esperarla. Que lo dejaran tranquilo aquellas víboras de la generación del Centenario.

Pero Ana L., cuyo empecinamiento era más fuerte que el dique de contención que erigían otras personas, arrinconó a Pancho Juárez frente a una cómoda dieciochesca y mirándole con furia le espetó:

-No tomes con la indiferencia de siempre las cosas graves, Panchito. Siempre has sido demasiado condescendiente con respecto a la moral de los demás. Pero este asunto nos acarreará grandes disgustos a todos.
El jadeo de Ana L. al decir "todos" perturbó a Pancho Juárez, porque el pequeño y arrugado cuerpo de la mujer, y su cara pintarrajeada, se abalanzaron sobre él impulsados por un propósito inconsciente que lo espantó. Muchas veces, cuando pensaba en su pésima situación económica, agravada por desatinadas inversiones que habían arrasado con lo que restaba de su patrimonio, solía fantasear con la fortuna de Ana L. y evaluaba la posibilidad de iniciar un retorcido romance con la vieja. Pero en ese momento, al advertir su viscosa sensualidad, que en la penumbra del vestíbulo era más intensa, comprendió que ni aunque fuera dueña de inconmensurables riquezas sería capaz de acariciar a aquella mujer, y recordó con excitación los momentos de placer que lo esperaban el próximo jueves junto a Perla Muriel.

Ana L. sintió que algo inexplicable y siniestro estaba ocurriendo, pero incapaz de comprender que una especie de monstruo invisible acababa de espantar al codiciado galán, dedujo que la inveterada frivolidad de Pancho Juárez era impermeable a los arduos problemas morales.

-Panchito, Panchito- exclamó con tristeza no exenta de ternura -. ¿Cuándo dejarás de ser un muchacho tan frrrívolo?

A tal punto llegó la conmoción dentro del edificio, que Luisa K. vio a las pocas horas a Lita Pedrera y Ana L., conversando en el palier de la planta baja. Su estupor no tuvo límites. Por eso, después de saludar con frialdad, para dejar bien establecido ante Ana L. la distancia que la separaba de aquella interlocutora subversiva, odiada por casi todos los vecinos, subió al ascensor, descendió en el primer piso y escuchó el resto de la conversación.

-Y habrá que hacer una reunión urgente - dijo Ana L. con su voz gutural -. Las cosas ya pasaron de castaño oscuro.

Delgada, alta y cincuentona, Lita Pedrera poseía los peores defectos y las mejores virtudes de las maestras politizadas, por lo cual era capaz de oír con atención a sus interlocutores, replicándoles después con la soberbia henchida de esquematismo que el Partido Comunista, del que se confesaba activa militante, había reforzado hasta la exasperación.

-Quiero sopesar los pros y los contras de cualquier convocatoria- le dijo a Ana L. con su envanecida voz de pajarillo autosuficiente -. El muchacho es un producto de la decadente sociedad capitalista en crisis, y antes de votar cualquier medida voy a explicarle a los otros vecinos que la única forma de luchar contra estos peligros es transformando las condiciones de vida de la gente.

Ana L. se alarmó al oír la palabra "compañeros" y dedujo que aquella mujer era irrecuperable: vivía repitiendo los clichés que esgrimían los líderes de su partido. También se preguntó azorada cómo era capaz una energúmena de considerarse compañera de vecinos que la odiaban.

Pero Lita Pedrera, que a su desconocimiento de los complejos mecanismos que regulan la vida social unía una crasa ignorancia en materia de psiquismo profundo, no pudo captar la sonrisa irónica de su vecina y continuó pontificando sobre la necesidad de construir un mundo nuevo sobre la ruina del anterior.

Ana L., quien era muy versada en diversos temas de actualidad y disfrutaba con el resquebrajamiento del bloque socialista, estuvo a punto de preguntarle si también podía edificarse un mundo mejor sobre las injusticias y los crímenes que habían acumulado países como Rumania, Polonia, Cuba o la Unión Soviética. No lo hizo porque le daba miedo aquella mujer que había sido capaz de filtrarse en el sagrado seno de la escuela primaria para socavar la formación patriota de los indefensos niños uruguayos. Sólo Dios sabía de qué era capaz aquella especie de fiera. Sin embargo, pronunciando las palabras con lentitud y gesticulando con señorío, se atrevió a decir:

-Si somos débiles con los delincuentes que residen en un edifico habitado por señoras y señoritas solas, la verdadera decadencia se instalará triunfante en todos lados -. Después, enfatizando con dramatismo las palabras, añadió:- Con ese facineroso viviendo aquí peligran nuestras vidas.

-Más peligran las vidas de los niños que están por nacer si no somos capaces de cambiar este mundo injusto- dijo Lita Pedrera con severidad -. Hay que darle las mismas oportunidades a todos.
-Perdóneme, señorita Lita - replicó Ana L. ladinamente, usando su voz más solapada y rastrera -, ese muchacho tuvo todas las oportunidades. Pudo ir a la escuela, fue alimentado como Dios manda y nunca le faltó nada. Pero no quiso ir al liceo, sin embargo, y ahora se niega a trabajar.

-¿Se niega? No sea ridícula. En este país no hay trabajo para nadie- exclamó Lita Pedrera con soberbia. Sus ojos sanguinolentos crepitaron como pequeños peces agonizantes. La piel fláccida de su fea cara se tensó.

-El hijo de mi sirvienta trabaja -afirmó Ana L. con satisfacción y orgullo, como si quisiera hacer extensiva a su personal de servicio la nobleza de sus costumbres.

-¿Ah sí? ¿Dónde?- preguntó con ironía la maestra.

-Junta cosas con un ropavejero de seis de la mañana a las seis de la tarde. Y de noche va a la escuela. Y sólo tiene diez años.

-¿Y a usted le parece que esa es una vida digna para un niño de diez años?- preguntó con furia Lita Pedrera, quien ya estaba a punto de mandar a freír espárragos a aquella vieja reaccionaria.

-Más indigno es robar -dijo Ana L., sintiendo a esa altura que empezaba a ser víctima del recurrente tic de cuello que la afligía en los momentos de nerviosismo.

-Al robo se dedican los de arriba. Se pasaron décadas robando y seguirán haciéndolo- afirmó de manera tajante Rosa Pedrera.

-¡Batlle y Ordoñez nunca robó!- exclamó con indignación Ana L. , segura de que acaban de agredir su condición de militante colorada.

-¿Pero qué está diciendo?- preguntó Lita Pedrera mirándola con sus ojos desorbitados -. ¿A esta altura de los acontecimientos va a decirme que usted es batllista? ¿Puede haber batllistas todavía?

-Sí, señora. Batllista y pachequista. Y a mucha honra- exclamó Ana L. moviendo el cuello de manera compulsiva.

-Entones no tenemos nada más que hablar- añadió Lita Pedrera dándole la espalda y caminando con agilidad hasta el ascensor.

Al quedarse sola en el palier Ana L. sintió que su soledad era rara e intensa. Aquella odiosa mujer tenía el poder de descentrar a sus vecinos. La agresividad de su discurso izquierdista instauraba en el edificio el desatino y la locura del mundo. Allí, en aquella refinada construcción de estilo francés que siempre había sido la residencia de profesionales patricios, no era posible tolerar más la intromisión de gentuza como la maestra de pacotilla y el joven delincuente, que además era huérfano. Porque hasta "mami", que no se caracterizaba por su solvencia económica y vivía en el apartamento más pequeño y menos suntuoso del edificio, era sin embargo una dama ubicada y respetable.

Infinidad de pensamientos contradictorios se agolparon en su cerebro, y hubiera querido tener cerca a Pancho Juárez o incluso al doctor Ramírez, el vecino más distante y evasivo, para descargar la angustia en que acababa de sumirla aquella odiosa subversiva. Por eso subió al ascensor con la firme determinación de llamarlos enseguida por teléfono.

Dos días después, durante el atardecer, los habitantes del edificio advirtieron que Ulrico había regresado. Las estridentes canciones de Queen se expandieron por el pasillo del último piso, proyectándose en los vestíbulos y los pozos de aire hacia los restantes apartamentos.

-Volvió el punk- exclamó Perla Muriel mientras fregaba el baño de Ana L.

-¡Dios mío! ¡Nos va a enloquecer a todos con ese ruido infernal!- exclamó Ana L. dirigiéndose con su tembloroso paso hasta el teléfono. Pero como no pudo comunicarse con "mami", quien volvió a estar aislada como consecuencia de la obsesión del muchacho por apoderarse del teléfono durante horas, Ana L., dispuesta a descargar su ira sobre cualquiera, llamó a Rosa Boudrillón.

Pero ésta, afectada por la jaqueca que le produjo la música estridente e invasora, sólo pudo proferir alguna palabra. Las que más alteraron a Ana L. fueron las que pronunció antes de colgar:

-Si esto no acaba voy a llamar a la policía.

Ana L. se regodeó en silencio. Lo peor que podía ocurrirle a aquel canalla después de haber estado preso dos días era que lo denunciaran de nuevo. Ella estaba segura de que la detención iba a ser la primera de una larga serie.

Después de pedirle con voz autoritaria a Perla Muriel que terminara lo antes posible de limpiar el baño, pues su encono solo podía descargarlo sin consecuencias sobre la burlona y aparentemente sumisa sirvienta, caminó con paso oscilante hasta el dormitorio y se sentó frente al tocador. Allí comprobó con satisfacción que el vestido azul le quedaba muy bien y que los rizos del artificioso peinado estaban en orden. Se puso una perla en cada oreja y el anillo de zafiro en un dedo, y cubrió su arrugado cuello con un chal de seda celeste. Amaba la seda tanto como a Pancho Juárez, en quien estaba pensando, porque todas las mañanas, cuando la luz solía tornar resplandeciente todo el cuarto, al ver reflejado en el espejo su rostro arrugado y macilento se preguntaba cómo era posible que Pancho Juárez, un setentón como ella, conservara la piel tan tersa.

Se pintó los labios de rosado, cubrió con polvo las mejillas y la frente y repasó con rímel las pestañas. "Soy señorial", pensó mientras se contemplaba. Y recordó con angustia, como lo hacía siempre al maquillarse, a María Antonieta, la reina de Francia decapitada en la guillotina por la chusma revolucionaria

Poco después salió del apartamento, no sin emitir antes una serie de órdenes que Perla Muriel se limitó a escuchar con su habitual sorna.

Una vez que hubo llegado a la entrada del apartamento de "mami", respiró hondo y retocó su peinado pidiéndole a Dios que la auxiliara en su temerosa empresa. La música infernal retumbó en sus oídos. Entonces se persignó para protegerse del delincuente. Pero fue el mismo quien abrió la puerta después de haber oído sonar el timbre cuatro veces.

Cuando lo vio, el atribulado corazón de Ana L., que latía en esta desquiciada tierra desde tiempos inmemoriales, estuvo a punto de detenerse, porque el granuja, que tenía puesta una mugrienta camiseta negra con una A pintada de blanco, y lucía el cabello revuelto y un raro collar con colmillos, la miró con sus ojos feroces, como si fuese ella y no él una repugnante rata. Aquella mañana, la fea cara angulosa y llena de pecas le pareció más flaca y cadavérica que nunca.

-Buenos días. ¿Realmente lindo, no? Hay mucho sol- dijo Ana L. con dulzura para demostrarle a aquella fiera lo que eran los buenos modales. Y para señalar el motivo de su presencia allí añadió con voz cortante: - Quiero hablar con mami, por favor.

Ulrico parpadeó con desconcierto. Siempre había dicho que era inconcebible que aquella urraca anduviese vestida de manera extravagante en plena mañana, y le habría cerrado la puerta en la cara si "mami" no hubiese preguntado:

-¿Quién es, Ulrico?

La vieja del 302- exclamó de mal modo el muchacho cerrando la puerta con brusquedad y regresando a la sala.

Ana L. estuvo a punto de gritar allí mismo. Toda su capacidad de odio refulgió en su piel, en sus ojos, en su boca. Era una especie de puerco espín erizado la que vio a "mami" abrir la puerta de nuevo.

-¿Qué pasa, Ana ¿ ¿Te ocurre algo?

-Dile a ese horrrible muchacho que él también será viejo algún día. Y quiera Dios que llegue a serlo en el estado en que estamos tú y yo, José Enrique y Pancho Juárez, por nombrar sólo algunos. Ese muchachito acaba de ofenderme otra vez, y espero que tú, mami, seas capaz de corregirlo de una vez por todas y hacer de él un hombre de bien- exclamó Ana L. con nerviosismo, jadeando pero sin perder la dignidad -. Yo sólo vine para pedir, para rrrogar que termine de una vez por todas con ese ruido infernal que está acabando con mi sistema nervioso. La pobre Rosa Boudrillón tuvo que acostarse, víctima de una espantosa jaqueca. ¿Por qué nos hacen esto?- concluyó mirando desdeñosamente a "mami". 
Ésta elevó el rostro al cielo con resignación después de haber escuchado aquella especie de responso. ¿Qué podía contestar? Estaba paralizada por la angustia y sus brillantes ojos azules parecían opacos. Ana L. nunca la había visto tan gorda y desaliñada, y se apiadó del calvario que padecía por culpa del hijo adoptivo. 
- No es suficiente que parezcas afectada- exclamó usando expresiones literarias y un tono amenazador.

Pero en lugar de oír la respuesta, vio con asombro que "mami" se llevaba las dos manos a los oídos para sacarse los tapones de corcho que solía colocar en ellos.

-Esta es la única solución- dijo, y cerró la puerta llorando. Después se alejó caminando con dificultad por el corredor.

Ana L. estaba estupefacta. El monstruoso muchacho era capaz de fomentar oyendo música a todo volumen la incomunicación entre José Enrique y "mami", y entre estos y los demás seres humanos. Todos terminarían locos en el edificio si el muchacho no terminaba con los estropicios. Por eso resolvió que iba a luchar para que los espantosos ruidos se terminaran para siempre.

Cuando volvió a la sala, "mami" enfrentó a Ulrico de manera terminante.

-Espero que esta sea la última vez que le decís "vieja" a Ana L.- dijo con acritud.

Ulrico estaba ensimismado oyendo música y la miró de reojo con la hastiada ironía que a ella la soliviantaba,

-¿Se enojó la señora?- preguntó con sorna.

-Una señora siempre es una señora y se enoja por cosas como esas- dijo "mami" más molesta aun porque sus palabras habían sido coronadas por un desagradable y enfermizo ladrido de Malaquíades. Por eso gritó-: Callate, perro sarnoso. Ya vendrá José Enrique para sacarte a la calle. Al oír la palabra "calle" Malaquíades empezó a menear el rabo. "Mami" siguió arremetiendo contra Ulrico. ¿Me oíste bien?- le preguntó.

-Sí, reina Isabel.

-¡No te burles, mocoso atrevido!- exclamó ella con furia, acercándose con rapidez al equipo de música para apagarlo abruptamente -. ¡Y dejá de escuchar esa música a todo volumen! Los vecinos nos van a denunciar. Eso mismo vino a decirme Ana L. Y después de lo que ocurrió la otra noche, seguro que no te conviene otra denuncia. Apuesto a que quedaste fichado.

-La otra noche me llevaron por llevarme- dijo Ulrico encendiendo el equipo de nuevo y poniéndose el Wal -kman.

-¿No me digas? ¿Así que llevan a la gente por llevarla? En este país nunca ocurrió algo así.

-En la parte de tu país que vos conocés - dijo Ulrico levantando la voz -. Pero yo vivo en el país de los seres libres, de los anarquistas, no en el país de los viejos retrógrados. Por eso llevo esta A en la remera.

El rostro de "mami" reflejó ira e indignación. Su gordura jadeaba dentro del voluminosos envoltorio. Los hermosos ojos rasgados chispearon con nerviosismo.

-Gracias a los viejos te llevás la comida a la boca, insolente- gritó-. Y andá sabiendo que una persona que no trabaja y se pasa todo el día escuchando música y no piensa en el porvenir, es una persona que podría morirse sin que a nadie se le mueva un pelo -. Ulrico rió con burla-. Gracias a viejos como José Enrique y yo, estás sentado ahí oyendo esa música inmunda- concluyó "mami".

-Sí, ustedes vegetan para que yo viva- dijo Ulrico con sarcasmo.

-¿Así que nosotros vegetamos? ¿Qué querés decir?- preguntó "mami" con furia, porque la ambivalente relación que mantenía con el muchacho pasaba del amor al odio con una facilidad asombrosa.

-Quiero decir que se pasan todo el día mirando televisión y sacando el perro a pasear y chusmeando con los vejestorios del edificio mientras el mundo arde. ¡Ar-de!- recalcó -. Dentro de pocos años no habrá oxígeno para respirar, ni espacio para vivir, ni agua para tomar, ni comida para comer. Los mares invadirán las ciudades y el sida arrasará con gran parte de la humanidad- exclamó Ulrico usando un tono terrorífico. En su pecoso rostro convulsionado había destellos de sadismo cuando empezó a cantar.

Lo de la guerra es algo nuevo
Porque a mí la patria me chupa un huevo.
Sólo quiero vivir a mis anhas.
Qué me importa qué bandera
Hay en la plaza Cagancha.

-¡Dejá de cantar esa letra horrible! - gritó "mami". Y nunca más te atrevas a reprocharme que me ocupe de Malaquíades. Vos nunca qsuisiste sacarlo a la calle. Tu pobre abuelo, a pesar de su edad, lo lleva a hacer sus necesidades tres veces por día. Con lluvia o con calor, por la mañana o por la noche, es él quien se ocupa del perro. Debería darte vergüenza el ser capaz de reprocharle a la gente que haga lo que deberías hacer vos.

-¿Y por qué tengo que hacerlo yo?

-Porque sos más joven y no renqueás como tu abuelo. Ya es hora de que empieces a hacer algo por los demás.

-Tengo cosas más importantes que hacer que sacar a pasear a ese perro tuerto- exclamó Ulrico de Manera tajante.
-¿ Por ejemplo emborracharte con vino barato, no? -preguntó "mami" con sarcasmo.
-Si me emborracho con vino barato es porque no tengo un mango para comprar cerveza. Y hablando de cerveza: ¿no habrá alguna en la heladera?

Al ver a Ulrico dirigirse hacia la heladera "mami" desplazó con admirable agilidad su voluminoso cuerpo y gritó:

-¡No abras esa heladera!- exclamó con ira -. La única cerveza que hay es para tu abuelo, que sólo puede darse ese gusto una vez a la semana. Y aquí no hay plata para comprar más cerveza. Así que mañana domingo agarrás el diario y te vas a buscar un trabajo de cadete o limpia platos. Cualquier cosa. Yo no voy a seguir manteniéndote- concluyó con acritud. Pero al advertir la hosca indiferencia de Ulrico gritó con ira: -¡Y sacate ese walk-man ¡ ¿Cómo querés oírme?

-¿En qué quedamos?- preguntó Ulrico con voz gangosa -. Sus ojos parpadearon con agitación, confiriéndole al rostro una expresión desconcertada -. Si me saco el walk-man prendo el equipo de música y lo pongo a todo volumen.

En ese momento, al olisquear la presencia de José Enrique, quien acababa de ingresar al apartamento, Malaquíades ladró.

-¡Callate, perro!- gritó "mami".

-¿Qué pasa aquí?- preguntó José Enrique mientras se acercaba renqueando.

-Que tu nieto enloqueció a todos los vecinos con la música. Y que dijo que somos dos vejestorios de mierda.

"Mami" habló de manera atropellada, encimando las frases y jadeando. Su chillona voz sonaba más aguda que nunca, y José Enrique, que estaba habituado a sus torrenciales descargas de palabras, miró a diestro y siniestro con mansedumbre haciéndose cargo de la situación -. Ya le dije por milésima vez que el domingo tendrá que salir a buscar trabajo. Aquí se acabó la plata. Y sin plata la gente termina delinquiendo.

-Calma, calma- dijo José Enrique-. Vayamos por partes.

-¡Aquí no hay que ir por partes ni a ninguna parte! Sólo hay que trabajar ocho horas por día- chilló "mami"-. No quiero pillos en mi casa. Y no voy a tener a ese chiquilín holgazaneando todo el día hasta que termine en manos pasos. 

-Que yo sepa no anda en malos pasos- dijo José Enrique mientras buscaba la correa del perro, pues Malaquíades ladraba porque quería salir-. Y muchas de las cosas que él dice son exactas: somos dos vejestorios de mala muerte. Y los delincuentes, al contrario de lo que creés, son los que tienen más plata.

-Como la reina de Inglaterra. Jua.Jua- exclamó Ulrico.

-¿Qué dijiste? ¿Ahora vas a ensuciar la moral de gente a la que no le llegás ni a los tobillos?- preguntó "mami" con ridícula ira.

-Calma, calma- exclamó José Enrique mientras colocaba la cadena en el escuálido cuello del perro -No hay necesidad de sacar a relucir las armas, ni de tomar partido por esos aristócratas que nada tienen que ver con nuestras vidas.

-No tendrán nada que ver con tu vida. ¡Con la mía sí!- dijo "mami", que era famosa por su conocimiento de las ramas genealógicas. Por otra parte, las vicisitudes de la nobleza europea contemporánea, eran para ella más importantes que la propia vida. Tenía más conocimientos sobre las costumbres de los Windsor o de los Borbones que sobre los hábitos de sus vecinos más allegados.

-Puede ser- dijo José Enrique con resignación filosófica. Después, para minimizar una discusión que, a su criterio, carecía de sentido, le dijo con melancólica voz a Malaquíades-: Vamos, viejo amigo. Salgamos a hacer nuestro trote senil.

-¿Así que te lavás las manos, José Enrique? ¿Te vas a pasear con ese perro pulgoso y no resolvés esta situación?- preguntó "mami" con elaborada perfidia.

-¿De qué estás hablando ahora?- exclamó con cansancio José Enrique. Sus ojos se posaron en "mami" con dolorida fijeza. Estaba harto de tantas discusiones.

-Quiero decir que vivo sacrificándome para que este muchacho salga adelante, y vos no me ayudás. Acaba de insultar a una de las personas que más admiro en el mundo y a vos no te inmutó.
-¡Yo no insulté a nadie!- gritó Ulrico, que aunque solía mantenerse al margen cuando José Enrique y "mami" peleaban por su culpa, esta vez consideró que era necesario intervenir -. Yo no tengo nada que ver con este lío. Y dejá de llevarle el apunte a esa vieja gagá.

-¿Vieja gagá Ana L.?- preguntó "mami" horrorizada-. ¿Escuchaste, José Enrique?

-Algo de vieja gagá tiene- dijo José Enrique con serenidad.

-Ja.Ja - rió Ulrico.

-Veo que esto es un complot- sentenció "mami".

-Algo de complot tiene- masculló con ironía José Enrique-. Dejemos vivir un poco al muchacho. Después de haber estado tres días en la cafúa querrá un poco de tranquilidad. El lunes que viene hablaremos un poco sobre ese asunto del trabajo.

Con el rostro crispado y la voz más chillona que nunca, "mami" exclamó con tono deliberadamente melodramático:

-¡Tiene razón Ana L. cuando dice que tú sos el verdadero corruptor! Si sigue a tu lado este muchacho nunca será un hombre decente. 

Ulrico consideró que ya era hora de emitir su discurso.

-No quiero convertirme en uno de esos hombres decentes que escuchan embobados hablar de la reina de Inglaterra- dijo con serenidad. Además quiero que empiecen a llamarme por mi verdadero nombre. ¿Olvidaron cómo me llamo?

Hubo un silencio inquietante. El rostro de José Enrique se crispó. "Mami" lo miró desconcertada, pensando que quizás había hecho mal en usar aquel apodo para identificar al muchacho. El desolado rostro de Ulrico al hacer la pregunta se lo confirmó. Aquella manía suya de dividir a los seres humanos en exquisitas criaturas cuyos nombres se pronunciaban fidedignamente o en seres vulgares a los que bautizaba con exóticos apodos o abreviaturas misteriosas para quitarle la resonancia pedestre a los apellidos, había conducido al muchacho a un callejón sin salida en el plano de la identidad.

-Mi nombre es Gustavo Antúnez y exijo que de ahora en adelante se me llame así- dijo Ulrico abruptamente. Al oír el nuevo ladrido de Malquíades preguntó con nerviosismo: -¿Vos también me ladrás, perro puto? -. Después dijo de manera tajante: Me voy.

-¿Adónde vas a ir sin un peso? ¿A robar?- preguntó "mami".
Pero Ulrico se fue sin responder.

-Mami, mami- exclamó José Enrique en voz baja, con tristeza -. ¿Qué hemos hecho de este muchacho?
Pero "mami" no lo oyó, pues estaba llamando por teléfono a esa entidad investida de la magia de Ana L. que en realidad se llamaba Ana López.
Después de dar un portazo Ulrico salió corriendo del edificio, furioso y con ganas de llorar. "Llorar, llorar", repitió en voz alta dos veces. "Pero no voy a llorar. No voy a convertirme en un marica". Sin embargo, no aguantaba más su situación dependiente. Era necesario encontrar un trabajo y ganarse la vida como cualquier persona.

Iba caminando por la calle San José con solo tres pesos en el bolsillo, el walk-man ,y, a pesar de todo, ciertas ganas de vivir. 
-Tenía derecho a protestar por el hecho de que le hubieran endilgado aquel apodo que había extendido sus tentáculos en todos los círculos. En cualquier lugar donde estuviese él era Ulrico. "Mami" había sido capaz de aniquilar su verdadero nombre con la misma fuerza con que ahora intentaba destruirlo a él. Por otra parte, aquel era un nombre extravagante y ridículo que ella había extraído de un libro de historia.
Como en todos los momentos de crisis, se encaminó hasta el altillo de Ponche Frío, su mejor amigo. Cuando llegó a la derruida pensión este estaba ordenando los cachivaches que iba a vender los domingos en la feria.

-Necesito guita y quiero hacer alguna changa- le espetó sin más ni más.
Ponche Frío acababa de cumplir treinta años y era enclenque. Su cara pálida estaba llena de forúnculos. Los pequeños ojos de mirada aviesa se escondían detrás de anteojos oscuros.

Yo no ofrezco changas, sólo trabajo- exclamó Ponche Frio con su flema habitual-. Y tengo uno para vos.
Ulrico lo miró con ansiedad y admiración, subyugado por el aire misterioso que lo circundaba.

-Mirá ese cuadro- añadió Ponche Frío -. Ulrico vio el rostro absorto de una niña- Es de Cabrerita, un pintor medio loco que estuvo internado en el manicomio. El pobre tipo se lo cambió por un café con leche a la Gorda, una amiga mía que necesita guita y me pidió que se lo venda.

-¿Y qué mierda puedo hacer yo con eso? -preguntó Ulrico desconcertado, pues su cultura sobre artes plásticas era deficiente -. Para venderlo hay que saber de cuadros.

-El que necesita mosca tiene que conocer un poco de todo. De lo contrario está frito- dijo Ponche Frío clavando sus ojos desorbitados en Ulrico, como si estuviera evaluándole antes de engullírselo.

¡Entonces voy y wizoon!- exclamó Ulrico con ímpetu, tratando de plegarse a la determinación del otro.

-¿Y adónde vas a ir? -preguntó Ponche Frío con sorna no exenta de asco.

-¿Cómo adónde voy a ir? ¿No dijiste que hay que saber?

-Sí. ¿Pero qué entendiste vos?- preguntó Ponche Frío con burla.

Ulrico lo miró desconcertado. Los seres con más rapidez mental que él, lo sumían en la impotencia. Era consciente de tener una inteligencia más profunda y abarcadora que la de Ponche Frío o "mami" incluso, quien lo sobrepasaba por su agilidad mental y la capacidad para tomar decisiones, crucificar, excomulgar y hasta perdonar. Pero no era capaz, como ellos, de situarse a la altura de cualquier circunstancia y dominarla de inmediato. Desde que era niño sabía que sus fracasos eran consecuencia de las vacilaciones y el temor. En ese momento, por ejemplo, no había comprendido nada o casi nada, y no atinaba a proferir palabra que pudiese apabullar a Ponche Frío.

-Mirá: creo que entendí muy poco- confesó con sinceridad.

-Entonces voy a decirte una cosa- exclamó Ponche Frío con petulancia, mirándole con aquellos ojos fijos y crueles que parecían traspasar el fondo de las cosas -. Yo no hago el trabajo porque no me conviene. La Gorda es muy amiga mía y no quiero sacar tajada de manera directa. Por eso te paso el negocio a vos -. Lo miró con sinuosidad, esperando agradecimiento -. Ese cuadro vale quinientos dólares por lo menos. Cincuenta son para la Gorda, y los restantes cuatrocientos cincuenta los dividiremos entre vos y yo.

-¿Qué hago? ¿Voy a una galería y lo ofrezco en cuatrocientos dólares?

-No, imbécil. A una galería no. Los intermediarios quieren la gran tajada para ellos- dijo Ponche Frío con suficiencia.

-A la pipeta- exclamó Ulrico con asombro. Su ingenua mirada denotaba estupor.

-Hay algo mejor que una galería. ¿Sabés qué? Cierto tipo.

-¿Qué tipo? ¿Y dónde vive?- preguntó Ulrico con ansiedad.

-No te apures. Calma, pibe, calmita- dijo Ponche Frío. Después empezó a liar un cigarrillo con pasmosa lentitud. Sus gestos parcos, henchidos de controlada agresividad, hubieran inquietado a alguien más perspicaz que Ulrico-. El tipo del que hablo es un fanático de Cabrerita y sé dónde vive. Estoy seguro de que podés vendérselo en seiscientos dólares.

-¿Seiscientos dólares?- peguntó Ulrico alborozado.

-Eso mismo- dijo Ponche Frío con insolencia y petulancia. Ulrico lo miraba con adoración -. Yo no puedo dar la cara porque el tipo me conoce. Pero si lográs los seiscientos, nos repartimos los quinientos cincuenta.

-¿Y si la Gorda se entera?- preguntó Enrique, pues tenía ciertos códigos y no le agradaba estafar a nadie.

-Que se entere- dijo Ponche Frío con aire de matón -. El pescado vendido, vendido está.

-¡La pucha! - exclamó Ulrico. Su excitación se reflejaba en el color rojizo de las mejillas. Sentía vergüenza y temor al mismo tiempo. Pero era imposible resistirse a la tentación de ser dueño de tanto dinero.

-¿La pucha qué?- preguntó Ponche Frío con más asco que curiosidad -. Le gustaba demostrarle desprecio a sus víctimas-

-Con toda esa guita me voy del país.

-¿Y a dónde vas a ir?

-A Río.

-En Río no durarías ni una hora con esa guita.

-Bueno, entonces me voy a Buenos Aires.

-Durarías dos horas.

-Entonces me voy a Tacuarembó.

-Ahí puede ser- dijo Ponche Frío con sorna.

-Dame la dirección- dijo Ulrico con arrojo. Había resuelto debutar como vendedor de cuadros, y ya verían "mami" y los vejestorios del edificio el nivel de vida que se daría.
Ponche Frío anotó la dirección del posible comprador en un pedazo de papel arrugado.

-Ahora dame el cuadro- dijo Ulrico.

Minutos más tarde caminaba muy excitado por la calle con el cuadro bajo el brazo. Era necesario trasladarse hasta Pocitos, y lo hizo a pie para conservar los últimos pesos que tenía. Si obtenía cerca de quinientos dólares iba a tirarle cincuenta a "mami" por la jeta. No: cuarenta no; mejor diez. En realidad no le daría nada. Que se conformara con verlo feliz. " Los jovatos se arreglan entre ellos. Pero los jóvenes tenemos que pensar en nosotros mismos.", pensó.

 

Novela (fragmento) de Ricardo Prieto
 

Editada en el año 1997 por la editorial SOLARIS, Colección Carabelas.

 

Ver, además:

 

                     Ricardo Prieto en Letras Uruguay

 

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