Madre, Hijo y Espíritu Santo

Ahí está el refugio y sin embargo
no es ningún lugar 

Karl Jaspers

A Suleika Ibañez

- I -

El verano siempre fue desdichado en el pequeño apartamento que ocupaban en el Centro, quizá porque era interno, estrecho y caluroso y Lilián, su esposa, atesoraba sin parar insólitos objetos. A veces, en el anochecer, cuando él regresaba después de haberse pasado todo el día dando clases, tenía la opresiva sensación de que entraba a un museo o a una tienda de antigüedades que la mujer custodiaba con desmesurado ahínco. Sólo durante el invierno, en las noches de frío y de lluvia, al abrir la puerta y contemplar la sala desde el vestíbulo, comprendía que el lugar estaba dotado de magia, a pesar de todo.

El 6 de marzo de 1982, el día de su sexagésimo cumpleaños, llegó más temprano que de costumbre. Cavilaba sobre la extraña soledad en que estaba sumido, pues nadie se había acordado de felicitarlo en el transcurso de la jornada. Acababa de entrar al ascensor cuando una de las ancianas que residían en el edificio le preguntó sin preámbulo alguno: 

-Dígame, profesor: ¿su mujer está loca? 

-No, que yo sepa - dijo con ironía, pues solía relacionarse con los demás a través de un humor cáustico, a veces cruel.

-Anoche, y quiero que lo sepa usted antes de que me queje al administrador, tiró por la ventana dos carozos de duraznos a mi piso - recalcó -. Usted sabe que soy dueña del patio de la planta baja.

-Eso dicen - dijo él, dejando planear una duda viperina. Pero lo regocijó que alguien pudiese considerarse dueño de un patio.

-Es así, como lo indican los títulos de propiedad - añadió la anciana -. Ya le pedí a su mujer que termine de una vez por todas de tirar porquerías, y le advertí que la próxima vez que se caiga uno de los calzones remendados que cuelga en el tendedero, no se lo voy a devolver.

-Haga lo que quiera, señora - dijo ofendido.

-¿Se está burlando?

-Me gustaría pero no puedo - dijo él. 

-Ya veo qué clase de personas son los dos - concluyó la vieja descendiendo en su piso y alejándose. Pero él oyó que decía: - ¡Inmundicias!

"Sí, inmundicias", pensó. "Casi todos somos inmundicias". Y si aún no se había despedido de la vida y se había matado era porque en los momentos de reflexión el adverbio "casi" estaba siempre allí.

"Maldita mujer tengo. Todo lo que toca es un infierno.", pensó también. Respiró profundamente, abrió la puerta y se sentó en una silla. Lilián se encontraba en la cocina, haciendo ruido, como siempre; el televisor y la radio funcionaban a todo volumen y el apartamento se hallaba a oscuras.

Empezó por encender la luz del vestíbulo; después encendió la de la sala y la de su cuarto. En los últimos tiempos, y como consecuencia de innumerables peleas, Lilián había asumido la necesidad que él tenía de desplazarse en medio de una atmósfera más o menos luminosa.

-¿Sos tú, Mario? - preguntó ella con su estentórea voz.

-Sí. Soy yo - dijo con aspereza -. ¿Qué tengo que apagar?

-La radio. Sólo me interesa la película - dijo Lilián.

El convenio era tácito: como él no toleraba la radio y el televisor encendidos al mismo tiempo, hacía la pregunta ritual que ella contestaba con serenidad. Esa noche, como siempre, el televisor estaba en el cuarto y era imposible que Lilián pudiera ver la película, pero él se había habituado a aquellas derivaciones absurdas y asumió esta sin protestar.

Apagó la radio, se quitó la ropa, se puso el pijama y se bañó. Después se dirigió hasta la cocina.

Lilián le miró con sus inquietos ojos marrones y opacos, y dijo tratando de sonreír:

-Feliz cumpleaños, Mario. Cuando te fuiste estaba dormida y no pude felicitarte.

-No te preocupes. Gracias. Cumplí años igual - dijo con sorna.

-Hice pescado.

-Está bien.

-Y compré un nuevo exprimidor para el limón. Es de vidrio tallado.

-Está bien - repitió él mientras pensaba: "¿Qué más da otro objeto superfluo?

-También te compré una corbata. Está encima de la cama. Es mi regalo.

-Gracias.

-¿Te hicieron algún otro?

-Puede ser. Pero por ahora no me lo dieron - dijo con sarcasmo.

-¿Vas a tomar vino?

-Un poco.

-¿Le pongo aceite al pescado?

-No.

Lilián era delgada y pequeña y su aspecto físico siempre había sido uno de los misterios más insondables que planeaba sobre la atribulada existencia del profesor Odiol, porque era una mujer capaz de devorar alimentos con intensidad casi enfermiza, como si al engullir intentara apropiarse de la parte del mundo que desconocía por ignorancia o por pereza.

Esa noche, mientras él degustaba con lentitud dos trozos de pescado y bebía una copa de vino, Lilián comió cuatro porciones, ensalada de lechuga y tomate, dos huevos fritos y, de postre, torta de limón. Bebió tres copas de vino y una coca cola.

-¿Cómo pasaste el día? - le preguntó mientras paladeaba el postre.

-Bien - dijo él.

-¿Fuiste a la Facultad o diste las clases particulares?

-Di las particulares y fui a la Facultad - respondió con fatiga. Después, tratando de extraer fuerzas de alguna reserva oculta, preguntó:

-¿Tiraste carozos por la ventana?

Lilián lo miró con odio.

-No empieces a atacarme - dijo amenazadora.

-No te ataqué. Sólo te hice una pregunta.

-Entonces te la contesto enseguida. No los tiré: se cayeron.

- II -

Durante varios días el profesor Mario Odiol estuvo pensando en aquella insólita respuesta que terminó refiriendo a esa clase de demencia que es privativa de la especie humana pero que también se corporeiza, con más asiduidad de la que creemos, en los seres "normales". Su mujer, por ejemplo, era una persona normal para todo el mundo. Para él, en cambio, era un ser insano. 


Dio clases en la Facultad y se ocupó de Mateo, uno de sus alumnos particulares hijo de un industrial, un muchacho con veleidades filosóficas que le pagaba menos de lo que debía por someterlo a interminables interrogatorios que excedían lo puramente conceptual.

Algunas veces, cuando estaba harto de todo, se iba hasta el jardín zoológico, situado a pocas cuadras de la casa de Mateo, y observaba los monos, las cabras y los leones.

Cierta tarde regresó temprano a su casa y el portero lo abordó sumisamente.

-¿Vio últimamente a la señora Hersker? - le preguntó.

-¿La señora Hersker? - exclamó luciendo su eterna expresión distraída - ¿Quién es?

-Su vecina, profesor. La viejita del 206.

El profesor Odiol miró al portero con asombro. Tenía una vaga idea de quién era su vecina más próxima, pero no recordaba ni su rostro ni su nombre. Ni siquiera recordaba haber hablado con ella. Disimuló empero aquella ignorancia que era preferible ocultar, y dijo con descuido:

-No. En realidad no.

-Hace tres días que no la veo - continuó diciendo el portero con voz susurrante y chismosa -. Nadie la ha visto.

-¿Tocó el timbre de su apartamento? 

-Sí. Pero no contestaron, y pienso que puede haberle ocurrido algo. ¿Sintió algún olor extraño?

La mención de olores extraños inquietó sobremanera al profesor Odiol. Detestaba los tufos desagradables, y para él todos los olores lo eran. Por eso no usaba colonias, comía alimentos naturales y realizaba ingentes esfuerzos para vencer la repugnancia que le causaban los perfumes de Lilián. Hasta los paseos por el zoológico, que eran uno de sus placeres más secretos, le resultaban una fiesta empañada por el pestilente hedor de las jaulas.

-No. No sentí ningún olor.

-Avíseme si descubre alguna anormalidad - dijo el portero usando un sorprendente tono autoritario que el profesor nunca había observado en él -. Voy a esperar uno o dos días antes de llamar a la policía.

Esa posibilidad sumió al profesor en una especie de caos. Ya era demasiado sugerir que a la vivienda pudiesen ingresar olores del apartamento contiguo, como para que además se le anunciara la irrupción en el edificio nada menos que de la policía, a la que consideraba una excrescencia de todas las ciudades del mundo.

Se alejó con rapidez sin saludar al portero, quien no se asombraba de sus extravagancias, y entró al ascensor con la sensación de que lo perseguían.

Al pasar junto al apartamento de la señora Hersker se acercó y pegó la nariz a la puerta. Pero no aspiró ningún aroma hediondo y agradeció por ello a Dios, pensando, como los budistas, que todo estaba siempre en orden.

- III -

Pocos días después empezó el invierno y una de las historias más extrañas que he contado. 

Cierto atardecer, después de haber intentado que un grupo de idiotizados alumnos entendiera el significado de la orientación filosófica denominada idealismo, al dirigirse a su vivienda observó que la puerta del apartamento de la señora Hersker estaba abierta y que la anciana, extendida en el piso igual que un gusano, se quejaba débilmente, como si estuviera agonizando. Al principio no supo qué hacer, pues sintió pánico y deseo de huir. Se mantuvo inmóvil, expectante, y hasta creyó que estaba soñando. ¿No acababa de enseñarle a sus alumnos que, según los filósofos idealistas, el mundo era una representación?

-Chist... - exclamó la mujer.

El profesor Odiol cerró los ojos encomendándose a sus protectores invisibles. Pero en ese momento lo "real" era más contundente que todas las formas de la invisibilidad, y cortaba como un cuchillo.

-¡Ayúdeme, por favor! - exclamó la anciana con su marcado acento alemán.

-¿Qué le pasa? - preguntó azorado.

-Venga, por favor - dijo con dulzura la mujer proyectando su voz ronca y gutural.

Entró al apartamento y permaneció inmóvil. En la penumbra de la sala se perfilaban escasos muebles y paredes desoladas.

-Tome esta llave - dijo la mujer -. En la cocina hay una escalera. Vaya hacia el cuarto que tiene un armario y saque una caja azul.

-Pero yo...

-No tenga miedo, hombre. Yo lo autorizo. Usted no va a robarme nada.

-¿Se siente mal, señora?

La pregunta era ridícula a esa altura y revelaba qué poco dotado estaba él para vincularse socialmente.

-Me siento tan mal como siempre. Pero me sentiré mejor si me da esa caja con fotografías. Hace mucho tiempo que quiero mirarlas.

-¿Está segura de que se encuentran allí? 

Era otra pregunta absurda, sin duda, pero la mujer no se inmutó. 

-Conozco mi casa - dijo cáusticamente.

El obedeció. Tomó la caja, se la dio la anciana y permaneció inmóvil a su lado. La señora Hersker lo miraba con agradecimiento.

-¿Necesita algo más?

La anciana sonrió y dijo:

-Sí: quiero volver a mi cama. ¿Sería tan amable de llevarme? - preguntó con cautela.

Estuvo a punto de preguntarle cómo hacía para trasladarla, pero ella se anticipó a su inquietud.

-Lléveme en sus brazos - dijo -. Hoy estoy muy dolorida como para arrastrarme otra vez.

El profesor vaciló. Nunca había enfrentado una situación semejante y era demasiado solidario como para negarse a hacer aquel favor. Entonces la tomó en sus brazos, y cuando caminó sin tropiezos por el apartamento tenuemente iluminado y depositó a la anciana en su cama, tuvo la extraña y ridícula sensación de que aquel era el momento más importante de su vida. 

Una vez que se hubo acomodado entre las sábanas, la mujer le miró con agradecimiento.

-Gracias. Y tome - le dijo acercándole una llave -. Cierre por fuera, por favor. Y llévesela.

El profesor estuvo a punto de negarse a recibir la llave, pues conservarla era una responsabilidad muy grande. Pero la tomó y se dispuso a obedecer.

-Yo me desplazo por el apartamento en un sillón de ruedas que se rompió hace seis días - dijo la señora Hersker -. Necesito arreglarlo.

-No sé arreglar sillones - dijo el profesor con patetismo.

-No importa. Usted me ayudará a encontrar quien sea capaz de hacerlo.

Hubo un silencio. Comprendió que aquella era una especie de orden de la que le resultaba imposible sustraerse. Erguido con la llave en la mano junto a la anciana, parecía un ser de estopa o de papel. Ella lo miraba inquisitivamente.

-¿Cuándo podría ayudarla? Siempre estoy muy ocupado.

-Por favor - dijo la mujer. Frágil, indefensa y encogida en la cama, suplicaba de manera conmovedora -. Se lo ruego.

Tomó la llave y se dirigió hacia la puerta moviendo su pesado cuerpo con dificultad. Pero antes de abrirla oyó la voz de la señora Hersker:

-Gracias, profesor.

Él se fue sin responder.

Esa noche encontró a Lilián contando el dinero que tenía en ese momento. Había estado analizando las facturas de las tarjetas de crédito y calculando las posibilidades de realizar nuevas compras. Sobre la mesa había una caja de cigarrillos, una taza de café humeante y restos de una torta que acababa de engullir.

-Hola, Lilián .

-Hola, dijo ella sin mirarle y sin dejar de comer. Después de encender un cigarrillo y de beber un sorbo de café, exclamó: - Mañana voy a comprar un colador nuevo de acero inoxidable.

El profesor se preguntó para qué necesitaba otro colador. Sobre la cocina, alineados en pulcras hileras, había doce coladores de diverso tipo.

-Espero que no compres en cuotas una cosa así - dijo él.

-¿Qué quisiste decir? - preguntó Lilián con aspereza.

-Que no vale la pena comprar en cuotas algo tan barato. Va a llegar un momento en que las deudas producidas por las tarjetas nos van a superar.

-Sé lo que hago - dijo ella con aspereza.

-Y yo también sé lo que digo - exclamó él sin levantar la voz.

-Además, Dios proveerá - añadió Lilián .

"Sí: yo soy Dios", pensó él. Pero estaba harto de los dispendiosos gastos y de la alucinante acumulación de objetos. Se preguntó qué se empeñaba en sustituir con ellos su desgraciada mujer.

-¿Hay cena? - preguntó con cierto malestar, pues supuso que tendría que conformarse con los restos de la cena del día anterior.

-Quedó pescado de ayer. Y este pedazo de la torta que compré hoy.

El profesor miró con angustia la escuálida porción de torta de chocolate. Para él, la vida a veces era una pesadilla. Se sentía como un niño al que la madre acababa de abandonar, y pensó por milésima vez en los últimos treinta años, que vivir con Lilián era un calvario.

-No quiero ese pescado.

-Entonces comé panchos.

-Tampoco quiero panchos - dijo, y se fue refunfuñando hacia el cuarto, desde donde oyó el grosero y absurdo comentario de la mujer:

-No te hagas la estrella, querido. Yo no soy tu sirvienta. No tengo por qué cocinar todos los días.

-Tenés razón - dijo él.

-¿Qué dijiste?

-Que tenés razón - gritó.

Pero Lilián deseaba emitir la última palabra. Por eso recalcó:

-Claro que tengo razón. Siempre la tuve.

En el cuarto inmaculadamente limpio, y mientras aspiraba el horrible olor del desodorante de ambiente, el profesor se cambió de ropa. Después entró a la sala.

-Me voy, Lilián .

-¿Adónde vas?

-A comer un poco de pizza por ahí.

- ¿Pizza a esta hora? - preguntó Lilián con su voz áspera y ordinaria. Al no obtener respuesta añadió gritando: -¡ Un profesor no come pizza en un boliche!

Pero él salió de todos modos al palier con intención de ir hasta el ascensor. Al guardar su llave en el bolsillo encontró la otra llave y se acordó de la vieja alemana y de que le había prometido ocuparse del sillón de ruedas. ¿Se lo había prometido realmente?

Se acercó con sigilo al apartamento vecino, pegó el oído a la puerta y comprobó con asombro y pánico que esta se abría. Entonces vio a la mujer sentada en el suelo mirándole con ojos escrutadores.

-Le estaba esperando, profesor.

-No pude hacer nada por su sillón, señora...

-Hersker

-¿Comprende, señora Hersker? Estuve muy ocupado.

-Mañana lo hará, estoy segura. Ahora ayúdeme a volver al cuarto. Hoy estoy muy dolorida. Y tráigame la caja de galletas que está en el estante más alto del armario de la cocina.

No se sentía con fuerzas como para llevarla en andas, y hasta estuvo a punto de huir. Pero la mujer, que siempre se anticipaba a sus pensamientos, dijo con serenidad:

-No es necesario que me lleve entre sus brazos. Arrástreme.

-¿Yo tener que arrastrarla? - preguntó él con asombro -. Sería incapaz. 

-Si me levantara usted me dolerían todos los huesos; si me arrastra, eso no ocurrirá. Vamos, inténtelo.

Tomó los dos brazos enclenques de la anciana y la arrastró con suma facilidad, pues el cuerpo era muy liviano. Observó que el rostro inexpresivo no trasuntaba nada: ni molestia ni pena ni dolor.

Al llegar al cuarto la señora Hersker se trepó a la cama con asombrosa facilidad y se acomodó en ella reptando.

-Gracias, profesor.

-De nada, señora Hersker.

Hubo un silencio. Se miraron.

-Quisiera pedirle un último favor. ¿Podría traerme la caja con fotografías? La dejé en la sala.

-Con mucho gusto - dijo él -. Acercó la caja, que era la misma que le había llevado al cuarto durante el primer encuentro, y le preguntó: - ¿Se la guardo?

-No. Prefiero tenerla aquí. Siéntese, por favor.

-No, gracias. Iba a salir.

-Quédese un minuto, se lo ruego. Quisiera contarle algo.

El profesor Odiol se acomodó en un antiguo sillón.

-Viví treinta años con una empleada que se murió hace tres meses. Cuando perdí a esa mujer conocí el verdadero infierno. Fue algo más horrible que la guerra, en la que sufrí tanto. ¿Qué puede hacer en este mundo una mujer sola que no camina?

-No puede hacer nada, sin duda - dijo filosóficamente el profesor -. Pero este edificio tiene un portero.

-¿Porteros? - preguntó la señora Hersker con horror -. Nunca entrarán a mi casa esas personas: roban, son envidiosos, odian a los propietarios. Y este portero es un hombre perverso. 

-Hay algo que quiero decirle, señora Hersker. Mucha gente está preocupada porque usted no contesta cuando le tocan el timbre. Si no da señales de vida llamarán a la policía y eso... -. Se calló y suspiró con angustia -. Sería algo muy molesto.

-Esa debe de ser una idea del portero chismoso - dijo la anciana con perspicacia -. Pero no crea que él está preocupado por mí: sólo quiere husmear.

-Le aconsejo que responda a los llamados. Será mejor para todos.

-Lo haré - dijo ella. Después miró a Odiol con intenso y parco arrobamiento, y añadió: - Usted es un buen hombre, profesor. Y tiene dulzura.

La palabra "dulzura" puso un poco nervioso al profesor; le pareció absurda, casi siniestra. Estaba seguro de que carecía de dulzura, y se sintió ridículo al ser contemplado de ese modo por la anciana.

-Es un hombre valioso y único, profesor - añadió ella -. Sé bien lo que digo. Lo he oído muchas vces discutir con su mujer y he llegado a la conclusión de que nadie en este edificio tiene tanta bondad como usted - concluyó con su encantador alemán castellanizado.

-Gracias, señora Hersker - balbució el profesor con nerviosismo, pues a medida que se desarrollaba la conversación se sentía más incómodo y ridículo. Le molestaba además que los enconados diálogos que a veces mantenía con Lilián hubiesen sido oídos por la anciana. Esta era una mujer sufrida e inteligente, sin duda. ¿Ya se habría dado cuenta de que su esposa era una estúpida y de que él era un infeliz?


-¿Conoció a la viuda de Bleissman, la que vivía en el apartamento del fondo?

-No, señora. Conozco poca gente. Trabajo mucho todo el día - dijo el profesor deseando irse lo antes posible, pues sentía un hambre canina.

-Era muy amiga mía - continuó la anciana -. Antes de aquel lamentable accidente ella se ocupó siempre de mí. ¿Usted supo que se suicidó hace dos meses?

-Sé que alguien se suicidó en el edificio, pero no sabía que era ella.

-Había estado en Auschwitz. Y todas las noches creía que los carceleros entraban a su habitación para matarla. Pobre Sara -. La señora Hersker se mantuvo un instante en silencio, evocando con piedad a la amiga desaparecida -. Ella me compraba la fruta y la carne y limpiaba como podía este apartamento, porque desde que murió Rosa, mi antigua empleada, yo no quise más personal de servicio. En estos tiempos terribles no se puede traer a nadie a la casa de uno. La gente roba y mata y no se puede confiar en ningún desconocido.

-Es probable - dijo él con cautela -. Ahora la gente suele matar por una caja de cigarrillos.

El inquietante comentario conmovió a la mujer. Entonces dijo:

-Por eso mismo quiero pedirle un favor inmenso, querido profesor. Aparte de conseguir que me arreglen el sillón, ¿podría ir una vez por semana al supermercado para comprarme algunas cosas?

-No sé si yo soy la persona indicada, señora Hersker - dijo con espanto -. Yo...

-Por favor, profesor - imploró la anciana con los ojos humedecidos -. No puedo salir sola a la calle. Y nadie me llevaría.

El no quiso asentir ni negarse. Pero sintió una pena irremediable y definitiva cuando comprendió que su patético silencio era un asentimiento y el comienzo de la pérdida de la libertad.

- IV -

Durante las semanas posteriores se entregó con fervor a su tarea docente y, quizá porque estaba abocado desde hacía tiempo a enseñarles a sus alumnos qué era el idealismo, se preguntó en qué medida todo el mundo visible era aparente. ¿A qué esencias y significados estaba vinculada aquella mujer anciana que lo reclamaba desde la más pura orfandad?

Se sucedieron días complejos y aciagos. Ir al supermercado con una bolsa y regresar con ella repleta era un problema que contenía varias partes: la primera y primordial consistía en entrar y salir del apartamento de la señora Hersker sin que su mujer se enterara; la segunda era elaborar una explicación coherente capaz de satisfacer la insana curiosidad del portero. 

-Buen día, profesor - le dijo este la primera vez que lo vio portando las provisiones -. ¿Hacer mandados es bueno para calmar los nervios? Ja. Ja.

El bochornoso comentario lo indignó. Odiaba salir de compras, y mucho más regresar con la bolsa llena de papas, fruta y boniatos. El portero sabía que solo Lilián se dedicaba a aquellos menesteres.

-Así es, así es... - dijo evasivamente pasando de largo. 

Mientras subía al ascensor comprendió que por haberse plegado a los deseos de la anciana se había metido en un laberinto. Temió que el portero, que era un charlatán incontrolable, pudiera hacerle algún comentario inoportuno a Lilián . Alcanzaría con que le preguntara, por ejemplo, si estaba más aliviada desde que el marido realizaba los sábados las compras semanales, para que su mujer, una vez descubierto el vínculo con la señora Hersker, se erizara como un puerco espín, gritara y maldijera. Sintió espanto al imaginar que la propia señora Hersker, que escuchaba muchas de las conversaciones entre él y Lilián, pudiese oír los odiosos insultos de esta.

En los días siguientes, quitándole horas al trabajo y al estudio, se ocupó de conseguir un técnico que arreglara el sillón de ruedas. Una vez que este pudo ser utilizado por su vecina sintió un gran alivio, pues las cotidianas tareas de asistencia excluirían acercarle a la anciana la comida y el agua o llevarla al cuarto de baño cuando los dolores musculares la paralizaban.

Pero el alivio no duró demasiado. Cierta noche, la señora Hersker le hizo una petición muy concreta:

-Quisiera pedirle un enorme favor, querido profesor. En los últimos tiempos me he manejado con el dinero que tengo en la casa. Pero este se está acabando y hace dos meses que no retiro la pensión que me envían de Alemania. Hablé por teléfono con mi escribana y va a hacer un poder a su nombre para que vaya al banco a cobrar las pensiones atrasadas y las que llegarán en el futuro. ¿Podría darme el número de su cédula de identidad?

El profesor sintió pánico. Había caído en una trampa sin límites. Para peor, la ternura de aquella mujer, su refinamiento y su desamparo calaban muy hondo en él, y, después de haber sido durante meses un consecuente samaritano, era imposible negarle nada. Extrajo la cédula de identidad de su bolsillo y se la dio. De ese modo, se ató a la anciana de pies y manos.

- V -

Pocos días después, a una hora intempestiva, sonó el teléfono. El profesor atendió atemorizado. Lilián, quien acababa de dormirse después de haber mirado televisión hasta la madrugada, maldijo a voz en cuello al insolente que llamaba.

-¿Quién habla? - preguntó él.

A continuación oyó la voz mansa y conmovedora de la señora Hersker:

-Disculpe que lo moleste a esta hora, profesor. Pero me siento muy mal y acabo de llamar al médico. ¿Sería tan amable de bajar a abrir la puerta principal? De noche siempre queda cerrada con llave.

Su mente trabajó con celeridad buscando las palabras que pudiesen neutralizar la horrible curiosidad de Lilián, quien preguntó furiosa:

-¿Quién es y qué quiere?

-Sí, como no - balbució el profesor, pues era incapaz de no hacerle aquel favor a la anciana en un momento de emergencia.

Colgó el teléfono y se quedó inmóvil, respirando con esfuerzo y preguntándose por qué la mujer no había llamado al portero. Pero recordó que ella lo odiaba.

-¿Quién era? - insistió Lilián con brusquedad.

-Un colega. Viene a traerme un libro para la clase que tendré que dar mañana temprano - mintió.

-¿A esta hora?

-Recién salió de una fiesta y cuando llegó a la casa oyó el mensaje que le dejé en el contestador telefónico. Necesito urgente ese libro.

-No te vi hacer ningún llamado - dijo Lilián .

-Pero lo hice - dijo mientras se ponía la bata sobre el pijama.

-Me tienen harta esas clases y esos libros de porquería - dijo Lilián dándose vuelta y disponiéndose a dormir nuevamente.

-Ya lo sé - dijo el profesor caminando hacia la puerta. 

-No. No lo sabés y nunca lo sabrás, loco de mierda.

Una vez que hubo entrado al ascensor pensó que Lilián se había convertido en una hiena, y que ningún ser humano debía cometer el error de compartir su vida con otro. ¿Qué le importaba a nadie si él había hecho o no un llamado telefónico? ¿Cómo era posible que lo insultaran diciéndole "loco de mierda" porque amaba los libros y el estudio?

Entró al palier de la planta baja muriéndose de frío, porque era uno de esos gélidos días del mes de julio. Pero su mente no dejaba de pensar. La ordinariez de Lilián a esa altura era insoportable, y dedujo lo feliz que hubiera sido compartiendo su vida con la señora Hersker. Este razonamiento insólito lo sorprendió. 


Pocos minutos después llegó la ambulancia. Un médico joven y dos enfermeros subieron con él hasta el apartamento de la anciana. Les indicó el camino para llegar a la habitación y permaneció esperando en la sala. Era suficientemente delicado como para no inmiscuirse en la intimidad de la mujer en un momento tan especial. Contempló las paredes casi vacías y los escasos y valiosos muebles e imaginó lo dichoso que sería él viviendo en un apartamento aséptico y silencioso, pues la señora Hersker no tenía televisor y apenas si oía la radio.

El médico, un joven rubio de aspecto descuidado y gesticulación hierática, se acercó a él y le preguntó:

-¿Usted es familiar?

-Sí. Soy el hijo mayor - dijo con insólito orgullo, sin avergonzarse de haber mentido.

-Tiene la presión muy baja y le dimos un medicamento para normalizarla. Mañana llame al médico de cabecera y pídale un control estricto. Su madre es una persona muy mayor y está un poco descompensada.

Una vez que hubo despedido al médico entró a la habitación.

-Permiso, señora Hersker.

Esta le miraba con los azules ojos húmedos de agradecimiento.

-Gracias, profesor. Los viejos siempre estamos a punto de morir. Si a pesar de ello seguimos entre ustedes, los jóvenes, es gracias a la piedad con que nos retienen de este lado del mundo. Acérquese, por favor. Siéntese un minuto junto a mí.

Se acercó con lentitud. Estaba triste y emocionado. La anciana respiraba arrítmicamente, con esfuerzo.

-Discúlpeme por la molestia que le he causado a esta hora.

-No hay nada por lo que deba disculparla. Estoy muy contento de poder ayudarla - le dijo por primera vez desde que había empezado a servirla.

-¿Cree en Dios, profesor?

-Sí - dijo él débilmente, aunque a veces se preguntaba cómo era posible la existencia de Dios en un mundo lleno de dolor.

-¿En qué Dios?

-Hay un solo Dios.

-Sin duda - dijo la señora Hersker rozándole con delicadeza la mano.

Sintió una emoción intensa e inefable, y recordó los primeros momentos de su relación con Lilián, cuando un beso o una caricia le transportaban a otro mundo.

- VI -

A la mañana siguiente dio una clase inspirada e intensa y trató de demostrarle a sus alumnos que el conocimiento es una función del ser, y que cuando hay un cambio en el ser del conocedor hay un cambio correspondiente en la naturaleza de lo conocido.

Sentía que la relación con la señora Hersker se había imantando de un flujo imposible de racionalizar. Algo imperceptible ocurría cuando se hallaba junto a ella, y muchas veces llegó a inferir que aquel vínculo se sostenía al margen de toda necesidad y se transformaba en la comunión de dos almas. A medida que servía a la mujer con creciente devoción, algo que en él era impuro se transmutaba, y empezó a descubrir, aún oscuramente, muchos aspectos de sí mismo que desconocía. 

Lamentablemente, Lilián estaba más inquieta y ofuscada que nunca durante esos días, y solía hacerle frecuentes reproches por haberse dedicado a enseñar filosofía, según ella un trabajo para imbéciles, y por perder tiempo leyendo libros en lugar de sentarse a mirar televisión.

Para contrarrestar su creciente desasosiego, la mujer compraba más objetos prescindibles, encadenándose de pies y manos a las tarjetas de crédito. Adquirió en tres cuotas dos maceteros dorados para las plantas artificiales, una colección de cuchillos inoxidables en seis cuotas, y una colcha recamada de flores y frutas que al marido le produjo primero hilaridad y después indignación. También compró un gato de losa blanca que puso en un rincón de la sala.

El profesor se había habituado a ingresar al edificio y subir al ascensor buscando en el bolsillo la llave del apartamento de la señora Hersker antes que su propia llave, y jamás entraba a su casa sin saludar primero a la anciana, dialogar placenteramente con ella y proporcionarle lo que deseara. Era su apoderado, su amigo, el único sostén de su vida.

Cierta noche, al salir del apartamento contiguo para entrar al suyo, se topó con Lilián, quien volvía del supermercado y al verlo le miró con ojos feroces.

-¿Qué hacías en la casa de esa vieja?- preguntó con brusquedad.

Él sintió miedo. En aquel momento su mujer era una especie de bruja, de diablo, y la detestó con toda el alma. Nunca le había parecido tan necia y vulgar.

-Fui a saludar a la señora - dijo en voz baja.

Lilián entró a su apartamento dejando la puerta abierta, tiró la bolsa llena de botellas en un sillón y se puso a gritar con ferocidad.

-¿Desde cuándo sos amigo de la vieja judía?

El profesor Odiol hubiera matado a aquella fiera, pues a la grosería y el desdén acababa de sumar un racismo estéril y nauseabundo.

-Eso es cosa mía - musitó con tono sufrido.

-Veo que estás criando muchas alas - exclamó Lilián mientras preparaba ruidosamente la cena depositando con agresividad los platos y los cubiertos sobre la mesa. Después encendió el televisor y la radio a propósito y se puso a murmurar y a maldecir en voz alta.

Él estaba a punto de irse del apartamento. Al final de una agobiante jornada de trabajo no podía tolerar tanta agresión gratuita, tanta estupidez y maldad. Pero optó por quedarse. Tenía hambre, después de todo. Y más tarde, cuando finalizara la cena, iba a hacerle una visita a la señora Hersker. Sólo en el apartamento de la anciana lograba ponerse en contacto con el núcleo radiante de la existencia; sólo allí encontraba equilibrio y comprensión. Poco le importaba que al verle introducirse en la casa de la vecina Lilián pusiera el grito en el cielo.

Entró a la cocina y se sentó a la mesa esperando. Lilián había hecho milanesas con ensalada de tomates. Vio una botella de vino tinto y otra de coca cola. Empezó a comer con avidez. Lilián lo miraba con desconcierto. El nerviosismo que le produjeron la radio y el televisor encendidos a todo volumen fue compensado por la excelente comida que degustó.

Pero a Lilián le molestaba la respiración jadeante, la tos entrecortada y el desaliño de aquel hombre obeso y de piel extremadamente blanca. Buscaba con melancolía la otra cara de ese esperpento: el novio que había sido, el muchacho pálido y espigado que cuarenta años atrás la deslumbrara con su magnetismo y su sonrisa. Ahora comprobaba con desdén que el que estaba a su lado engullendo la comida que ella había preparado, era una especie de extraño que mantenía un vínculo retorcido con la odiosa vieja inválida.

-Te pregunté qué hacías en ese apartamento - dijo con tono amenazador.

El no respondió.

-¡Contestá, basura! - gritó Lilián con histerismo, golpeando sobre la mesa.

La miró con angustia, como a una fiera que intentara comérselo. Imágenes desdichadas del pasado surcaron su mente, y, de pronto, tuvo la aterradora conciencia de que dentro de su vivienda estaba perdido.

-Esa mujer es paralítica y necesita ayuda - dijo.

-¿Y por qué no se la pide a otro? Es una vieja rica - exclamó con aspereza -. ¿Qué quiere contigo?

-No seas ridícula, Lilián .

-¿Ridícula yo? ¿Pero quién es el ridículo en esta casa? ¿Qué pensará la gente que te ve salir de ese lugar? -.Lloriqueó estúpidamente -. ¿Qué dirán de nosotros? ¿Qué pensarán de mí?

-Es una mujer muy vieja, Lilián .

-No hay vejez que valga en esas cosas - dijo con furia, recordando quizá que en los últimos años el marido nunca la tocaba -. ¿Qué hay entre tú y ella?

-Nada, Lilián - repitió con hastío -. Sólo la ayudo.

-No te creo.

-Tendrás que creer.

Lilián lloró; no por celos, naturalmente, sino porque algo oscuro y poco entendible de su propia vida se le escapaba irremediablemente en los momentos en que el marido ingresaba al apartamento vecino.

El profesor la oyó llorar durante largo rato y no sintió pena; tampoco odio. Tuvo la sorprendente sensación de que estaba frente a una mujer loca y desahuciada, y comprendió que su verdadera vida se hallaba en otra parte. 

-Todo esto es muy complejo, Lilián - dijo, sin embargo. 

-¡Complejo! ¡Complejo! Todo es complejo para vos. A eso te llevaron los malditos libros. Cualquier día de estos vas a decirme que hasta cagar es algo complejo.

"Sí: nada es más complejo que el laberíntico mecanismo intestinal", pensó con humor negro el profesor Odiol. Pero no se atrevió a decirlo. Y se levantó de la mesa perturbado por la creciente grosería de su mujer. Temía que el burdo comentario escatológico pudiera perturbarle la digestión.

- VII -

Durante los azarosos días siguientes no perdió la oportunidad de visitar sin disimulo a su vecina, acrecentando la furia de Lilián, que ya no tenía límites. A los estentóreos insultos que profería en voz alta para que circularan por el pozo de aire, pudiesen ser oídos por la anciana y afectaran al marido, sumó - para acrecentar la ira de este - dispendiosos gastos. Compraba a plazo ridículos y costosos objetos que amenazaban sumir la situación financiera del profesor en un caos irremediable. Pero él, a pesar del desasosiego con que registraba el drenaje de dinero, no retrocedió en su propósito de continuar frecuentando a la vecina. Estaba harto de su mujer, de sus alumnos, del portero, de la vida misma que, a pesar de las obsesivas indagaciones a que se había abocado sobre su origen y sentido, le parecía vana y absurda. A los sesenta años de poco tenía que arrepentirse fuera de haberse casado con una mujer mediocre, pero de casi nada podía alegrarse. A veces, mientras oía junto a la anciana la dulce música hebrea, solía repasar las pequeñas catástrofes y las mínimas satisfacciones de toda su vida y llegaba a la conclusión de que aquellas no tenían verdadera consistencia y de que estas le habían deparado tan poca felicidad como a Lilián. Una infancia serena y solitaria en la Blanqueada, dos padres contenidos, pusilánimes, sin inquietudes, que jamás habían volado ni le habían permitido volar por las alturas que él presentía en su adolescencia. Los estudios, el casamiento, ver cómo la piel se desgranaba, el vientre se abultaba, el deseo declinaba. Se preguntaba a veces si el alma vive en lo que ama antes que en el cuerpo que anima, como creía San Agustín, y llegaba a la decepcionante conclusión de que él no amaba nada, ni siquiera la estúpida vida.

No era sólo la paz que circundaba a la anciana lo que él necesitaba. Era algo más hondo, más visceral, como si aquella mujer capaz de enfrentar con entereza una situación límite sin preguntarse nunca qué eran el amor o el caos, le estuviera anunciando un invisible paraíso sin hombres y sin dioses que era posible habitar.

Muchas veces se preguntaba si en los genes de la señora Hersker, henchidos del dolor y de las persecuciones que habían afligido a su raza, no se habría desarrollado una forma de espiritualidad distinta, más entroncada con el significado último de la realidad: la lucha, la paciencia, el odio por la caída. 


Cierta noche, la señora Hersker hizo un comentario que lo conmovió. 

-Usted está muy triste, profesor. Y creo que eso no vale la pena. Eso es sucio, es inútil. No hay que agachar la cabeza. La agacha cuando se trata de usted. La levanta cuando se trata de mí. Usted puede, profesor.

-¿Qué? ¿Qué es lo que puedo hacer? - preguntó él con angustia, como si estuviera frente al Sancta Sanctorium.

-Si está aquí conmigo usted puede más que nadie. Y no se haga tantas preguntas. Esa silla es una silla y no necesita de nosotros.

Aquel pragmático comentario en el que halló connotaciones de índole casi mística sumió al profesor durante días en una reflexión profunda. Cierta tarde, cuando llegó a su apartamento y Lilián le golpeó la frente con un zapato diciéndole que fuera de una vez por todas con su amante judía, entró al cuarto, tomó ciertos libros, puso ropa en un bolso y se fue a vivir definitivamente con la señora Hersker.

- VIII -

En los días siguientes Lilián y el portero urdieron una fantástica historia que horrorizó a casi todos los residentes del vetusto edificio. Los malignos comentarios que circulaban por pasillos y ascensores se empeñaban en acentuar el carácter perverso de aquella relación entre un hombre de sesenta años y una mujer de ochenta y tantos. Se dijo que ella era bruja, que él buscaba su dinero, que ambos estaban locos, que eran lujuriosos y depravados.

Pero el profesor continuó viviendo de espaldas a la maledicencia y los rumores, fortalecido por la creciente sensación de que nunca en su vida había sentido tanta paz. Ya que la plenitud era imposible, como bien lo sabía, la paz interior era lo único que debía buscarse con fervor.

Dormía en la sala, en un amplio sillón cama, y leía hasta el amanecer oyendo la reposada respiración de la anciana. Cocinaba para ella, iba al supermercado y organizaba las tareas de la casa, que él mismo realizaba. Por primera vez en su vida lavó pisos, tazas y platos; cocinó y pasó el plumero por mesas y sillas. La anciana lo había integrado a su vida con pasmosa naturalidad, como si se hubiese reconciliado con un hijo pródigo.

Cierta noche oyeron la rotunda voz de Lilián surcando el pozo de aire:

-¡Vieja puta! - gritó -. ¡Ya vas a pagar lo que hiciste! ¡Vas a morir como una rata!

El profesor miró con tristeza a la señora Hersker, temiendo que pudiera haberse ofendido. Pero la anciana, observándole plácidamente, sonrió con mansedumbre y dijo:

-Cálmese, profesor. Todo pasa. ¿Sabe cómo se dice "perdonar" en hebreo?

Esa noche el profesor Odiol durmió profundamente, circundado por una serenidad insondable. A la mañana siguiente despertó muy temprano y la luz del amanecer derramándose sobre el apartamento le pareció una bendición de otro mundo no tan lejano.

Cuando sonó el teléfono la señora Hersker dormía aún y él se levantó para atenderlo. Era Lilián .

-¡Voy a hacer una denuncia por abandono del hogar, basura! -. La áspera voz le perforó los oídos, y se preguntó cómo había podido convivir con la fiera que acababa de emitirla -. ¡ Voy a hacerte un juicio y vas a quedar en la calle!

Después la oyó llorar largo rato. Ninguno de los dos volvió a pronunciar palabra. Hubo una interferencia en la comunicación y él colgó el tubo aliviado. La ridícula amenaza no le preocupaba. A pesar de haberse ido del apartamento, jamás dejaba de enviarle dinero a Lilián en un sobre.

Pero Lilián no tuvo necesidad de iniciar ningún juicio. Dos semanas después, cuando ingresaba al edificio después de una ardua jornada de trabajo, el portero lo detuvo y le preguntó con voz taimada:

-¿Hace mucho que no ve a su señora?

-No recuerdo - dijo con cautela. Pero estaba molesto por aquella inoportuna y maligna intromisión en su vida privada. Era notorio que él ya no vivía con su esposa.

-Disculpe que lo moleste - dijo el portero fingiendo sumisión, pues había advertido el desagrado que le produjo su pregunta -. Pero hace varios días que sale un olor muy feo del apartamento. Creo que sería conveniente investigar

Le indignó que aquel hombre impúdico utilizara la palabra "investigar". Era uno de los vocablos preferidos por el personal de servicio, pero en aquel momento sonaba de manera amenazadora y lúgubre. Recordó el día en que le había hecho una pregunta similar referida a la señora Hersker, y tuvo la desagradable sensación de que los acontecimientos se imbricaban de manera pasmosa.

Visiblemente alterado, se alejó del hombre sin responderle, se dirigió hasta su apartamento y comprobó que manaba de él un tufo tenebroso. Cuando abrió la puerta vio a Lilián sentada en un sillón. Estaba muerta y su cuerpo se descomponía visiblemente. Los médicos diagnosticaron un fulminante ataque al corazón.

Aquella noche llevaron el cuerpo de la esposa del profesor Odiol a la empresa de Pompas Fúnebres, donde lo velaron. Este estuvo sentado junto al cadáver cerca de quince horas. No saludó a nadie ni se movió. Asistieron algunos vecinos y el portero del edificio, quien le dio el pésame sin demasiada convicción.

Durante esas horas interminables, en lugar de rezar o invocar a las fuerzas sobrenaturales para que ampararan el alma de la difunta, el profesor Odiol recordó incesantemente cierto pensamiento de Séneca: "¿Qué injuria puede existir en retornar al sitio de donde uno vino?"

A la mañana siguiente, cuando llegó al apartamento después del velorio, la señora Hersker le dijo con dulzura:

-Duerma todo el día, profesor. Tiene que descansar.

Él la miró en silencio, y al contemplar su arrugado rostro lleno de paz tuvo el presentimiento de que el dolor y la muerte no existían. 

Ricardo Prieto
Publicado en la Antología "El cuento uruguayo. Narradores Uruguayos de hoy"
Ediciones La Gotera, Montevideo, 2002

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Prieto, Ricardo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio