Pocos días después empezó el invierno y una de las historias más extrañas que he contado.
Cierto atardecer, después de haber intentado que un grupo de idiotizados alumnos entendiera el significado de la orientación filosófica denominada idealismo, al dirigirse a su vivienda observó que la puerta del apartamento de la señora Hersker estaba abierta y que la anciana, extendida en el piso igual que un gusano, se quejaba débilmente, como si estuviera agonizando. Al principio no supo qué hacer, pues sintió pánico y deseo de huir. Se mantuvo inmóvil, expectante, y hasta creyó que estaba soñando. ¿No acababa de enseñarle a sus alumnos que, según los filósofos idealistas, el mundo era una representación?
-Chist... - exclamó la mujer.
El profesor Odiol cerró los ojos encomendándose a sus protectores invisibles. Pero en ese momento lo "real" era más contundente que todas las formas de la invisibilidad, y cortaba como un cuchillo.
-¡Ayúdeme, por favor! - exclamó la anciana con su marcado acento alemán.
-¿Qué le pasa? - preguntó azorado.
-Venga, por favor - dijo con dulzura la mujer proyectando su voz ronca y gutural.
Entró al apartamento y permaneció inmóvil. En la penumbra de la sala se perfilaban escasos muebles y paredes desoladas.
-Tome esta llave - dijo la mujer -. En la cocina hay una escalera. Vaya hacia el cuarto que tiene un armario y saque una caja azul.
-Pero yo...
-No tenga miedo, hombre. Yo lo autorizo. Usted no va a robarme nada.
-¿Se siente mal, señora?
La pregunta era ridícula a esa altura y revelaba qué poco dotado estaba él para vincularse socialmente.
-Me siento tan mal como siempre. Pero me sentiré mejor si me da esa caja con fotografías. Hace mucho tiempo que quiero mirarlas.
-¿Está segura de que se encuentran allí?
Era otra pregunta absurda, sin duda, pero la mujer no se inmutó.
-Conozco mi casa - dijo cáusticamente.
El obedeció. Tomó la caja, se la dio la anciana y permaneció inmóvil a su lado. La señora Hersker lo miraba con agradecimiento.
-¿Necesita algo más?
La anciana sonrió y dijo:
-Sí: quiero volver a mi cama. ¿Sería tan amable de llevarme? - preguntó con cautela.
Estuvo a punto de preguntarle cómo hacía para trasladarla, pero ella se anticipó a su inquietud.
-Lléveme en sus brazos - dijo -. Hoy estoy muy dolorida como para arrastrarme otra vez.
El profesor vaciló. Nunca había enfrentado una situación semejante y era demasiado solidario como para negarse a hacer aquel favor. Entonces la tomó en sus brazos, y cuando caminó sin tropiezos por el apartamento tenuemente iluminado y depositó a la anciana en su cama, tuvo la extraña y ridícula sensación de que aquel era el momento más importante de su vida.
Una vez que se hubo acomodado entre las sábanas, la mujer le miró con agradecimiento.
-Gracias. Y tome - le dijo acercándole una llave -. Cierre por fuera, por favor. Y llévesela.
El profesor estuvo a punto de negarse a recibir la llave, pues conservarla era una responsabilidad muy grande. Pero la tomó y se dispuso a obedecer.
-Yo me desplazo por el apartamento en un sillón de ruedas que se rompió hace seis días - dijo la señora Hersker -. Necesito arreglarlo.
-No sé arreglar sillones - dijo el profesor con patetismo.
-No importa. Usted me ayudará a encontrar quien sea capaz de hacerlo.
Hubo un silencio. Comprendió que aquella era una especie de orden de la que le resultaba imposible sustraerse. Erguido con la llave en la mano junto a la anciana, parecía un ser de estopa o de papel. Ella lo miraba inquisitivamente.
-¿Cuándo podría ayudarla? Siempre estoy muy ocupado.
-Por favor - dijo la mujer. Frágil, indefensa y encogida en la cama, suplicaba de manera conmovedora -. Se lo ruego.
Tomó la llave y se dirigió hacia la puerta moviendo su pesado cuerpo con dificultad. Pero antes de abrirla oyó la voz de la señora Hersker:
-Gracias, profesor.
Él se fue sin responder.
Esa noche encontró a Lilián contando el dinero que tenía en ese momento. Había estado analizando las facturas de las tarjetas de crédito y calculando las posibilidades de realizar nuevas compras. Sobre la mesa había una caja de cigarrillos, una taza de café humeante y restos de una torta que acababa de engullir.
-Hola, Lilián .
-Hola, dijo ella sin mirarle y sin dejar de comer. Después de encender un cigarrillo y de beber un sorbo de café, exclamó: - Mañana voy a comprar un colador nuevo de acero inoxidable.
El profesor se preguntó para qué necesitaba otro colador. Sobre la cocina, alineados en pulcras hileras, había doce coladores de diverso tipo.
-Espero que no compres en cuotas una cosa así - dijo él.
-¿Qué quisiste decir? - preguntó Lilián con aspereza.
-Que no vale la pena comprar en cuotas algo tan barato. Va a llegar un momento en que las deudas producidas por las tarjetas nos van a superar.
-Sé lo que hago - dijo ella con aspereza.
-Y yo también sé lo que digo - exclamó él sin levantar la voz.
-Además, Dios proveerá - añadió Lilián .
"Sí: yo soy Dios", pensó él. Pero estaba harto de los dispendiosos gastos y de la alucinante acumulación de objetos. Se preguntó qué se empeñaba en sustituir con ellos su desgraciada mujer.
-¿Hay cena? - preguntó con cierto malestar, pues supuso que tendría que conformarse con los restos de la cena del día anterior.
-Quedó pescado de ayer. Y este pedazo de la torta que compré hoy.
El profesor miró con angustia la escuálida porción de torta de chocolate. Para él, la vida a veces era una pesadilla. Se sentía como un niño al que la madre acababa de abandonar, y pensó por milésima vez en los últimos treinta años, que vivir con Lilián era un calvario.
-No quiero ese pescado.
-Entonces comé panchos.
-Tampoco quiero panchos - dijo, y se fue refunfuñando hacia el cuarto, desde donde oyó el grosero y absurdo comentario de la mujer:
-No te hagas la estrella, querido. Yo no soy tu sirvienta. No tengo por qué cocinar todos los días.
-Tenés razón - dijo él.
-¿Qué dijiste?
-Que tenés razón - gritó.
Pero Lilián deseaba emitir la última palabra. Por eso recalcó:
-Claro que tengo razón. Siempre la tuve.
En el cuarto inmaculadamente limpio, y mientras aspiraba el horrible olor del desodorante de ambiente, el profesor se cambió de ropa. Después entró a la sala.
-Me voy, Lilián .
-¿Adónde vas?
-A comer un poco de pizza por ahí.
- ¿Pizza a esta hora? - preguntó Lilián con su voz áspera y ordinaria. Al no obtener respuesta añadió gritando: -¡ Un profesor no come pizza en un boliche!
Pero él salió de todos modos al palier con intención de ir hasta el ascensor. Al guardar su llave en el bolsillo encontró la otra llave y se acordó de la vieja alemana y de que le había prometido ocuparse del sillón de ruedas. ¿Se lo había prometido realmente?
Se acercó con sigilo al apartamento vecino, pegó el oído a la puerta y comprobó con asombro y pánico que esta se abría. Entonces vio a la mujer sentada en el suelo mirándole con ojos escrutadores.
-Le estaba esperando, profesor.
-No pude hacer nada por su sillón, señora...
-Hersker
-¿Comprende, señora Hersker? Estuve muy ocupado.
-Mañana lo hará, estoy segura. Ahora ayúdeme a volver al cuarto. Hoy estoy muy dolorida. Y tráigame la caja de galletas que está en el estante más alto del armario de la cocina.
No se sentía con fuerzas como para llevarla en andas, y hasta estuvo a punto de huir. Pero la mujer, que siempre se anticipaba a sus pensamientos, dijo con serenidad:
-No es necesario que me lleve entre sus brazos. Arrástreme.
-¿Yo tener que arrastrarla? - preguntó él con asombro -. Sería incapaz.
-Si me levantara usted me dolerían todos los huesos; si me arrastra, eso no ocurrirá. Vamos, inténtelo.
Tomó los dos brazos enclenques de la anciana y la arrastró con suma facilidad, pues el cuerpo era muy liviano. Observó que el rostro inexpresivo no trasuntaba nada: ni molestia ni pena ni dolor.
Al llegar al cuarto la señora Hersker se trepó a la cama con asombrosa facilidad y se acomodó en ella reptando.
-Gracias, profesor.
-De nada, señora Hersker.
Hubo un silencio. Se miraron.
-Quisiera pedirle un último favor. ¿Podría traerme la caja con fotografías? La dejé en la sala.
-Con mucho gusto - dijo él -. Acercó la caja, que era la misma que le había llevado al cuarto durante el primer encuentro, y le preguntó: - ¿Se la guardo?
-No. Prefiero tenerla aquí. Siéntese, por favor.
-No, gracias. Iba a salir.
-Quédese un minuto, se lo ruego. Quisiera contarle algo.
El profesor Odiol se acomodó en un antiguo sillón.
-Viví treinta años con una empleada que se murió hace tres meses. Cuando perdí a esa mujer conocí el verdadero infierno. Fue algo más horrible que la guerra, en la que sufrí tanto. ¿Qué puede hacer en este mundo una mujer sola que no camina?
-No puede hacer nada, sin duda - dijo filosóficamente el profesor -. Pero este edificio tiene un portero.
-¿Porteros? - preguntó la señora Hersker con horror -. Nunca entrarán a mi casa esas personas: roban, son envidiosos, odian a los propietarios. Y este portero es un hombre perverso.
-Hay algo que quiero decirle, señora Hersker. Mucha gente está preocupada porque usted no contesta cuando le tocan el timbre. Si no da señales de vida llamarán a la policía y eso... -. Se calló y suspiró con angustia -. Sería algo muy molesto.
-Esa debe de ser una idea del portero chismoso - dijo la anciana con perspicacia -. Pero no crea que él está preocupado por mí: sólo quiere husmear.
-Le aconsejo que responda a los llamados. Será mejor para todos.
-Lo haré - dijo ella. Después miró a Odiol con intenso y parco arrobamiento, y añadió: - Usted es un buen hombre, profesor. Y tiene dulzura.
La palabra "dulzura" puso un poco nervioso al profesor; le pareció absurda, casi siniestra. Estaba seguro de que carecía de dulzura, y se sintió ridículo al ser contemplado de ese modo por la anciana.
-Es un hombre valioso y único, profesor - añadió ella -. Sé bien lo que digo. Lo he oído muchas vces discutir con su mujer y he llegado a la conclusión de que nadie en este edificio tiene tanta bondad como usted - concluyó con su encantador alemán castellanizado.
-Gracias, señora Hersker - balbució el profesor con nerviosismo, pues a medida que se desarrollaba la conversación se sentía más incómodo y ridículo. Le molestaba además que los enconados diálogos que a veces mantenía con Lilián hubiesen sido oídos por la anciana. Esta era una mujer sufrida e inteligente, sin duda. ¿Ya se habría dado cuenta de que su esposa era una estúpida y de que él era un infeliz?
-¿Conoció a la viuda de Bleissman, la que vivía en el apartamento del fondo?
-No, señora. Conozco poca gente. Trabajo mucho todo el día - dijo el profesor deseando irse lo antes posible, pues sentía un hambre canina.
-Era muy amiga mía - continuó la anciana -. Antes de aquel lamentable accidente ella se ocupó siempre de mí. ¿Usted supo que se suicidó hace dos meses?
-Sé que alguien se suicidó en el edificio, pero no sabía que era ella.
-Había estado en Auschwitz. Y todas las noches creía que los carceleros entraban a su habitación para matarla. Pobre Sara -. La señora Hersker se mantuvo un instante en silencio, evocando con piedad a la amiga desaparecida -. Ella me compraba la fruta y la carne y limpiaba como podía este apartamento, porque desde que murió Rosa, mi antigua empleada, yo no quise más personal de servicio. En estos tiempos terribles no se puede traer a nadie a la casa de uno. La gente roba y mata y no se puede confiar en ningún desconocido.
-Es probable - dijo él con cautela -. Ahora la gente suele matar por una caja de cigarrillos.
El inquietante comentario conmovió a la mujer. Entonces dijo:
-Por eso mismo quiero pedirle un favor inmenso, querido profesor. Aparte de conseguir que me arreglen el sillón, ¿podría ir una vez por semana al supermercado para comprarme algunas cosas?
-No sé si yo soy la persona indicada, señora Hersker - dijo con espanto -. Yo...
-Por favor, profesor - imploró la anciana con los ojos humedecidos -. No puedo salir sola a la calle. Y nadie me llevaría.
El no quiso asentir ni negarse. Pero sintió una pena irremediable y definitiva cuando comprendió que su patético silencio era un asentimiento y el comienzo de la pérdida de la libertad. |