Las palabras del
arquero Todo está en todas partes, y cada uno en Todo, y Todo
en cada uno. Plotino |
Hay tres
clases de escritores: los que hacen un culto de sí mismos, los que viven
inmersos en la sensación de fracaso y los que desean insertarse en la
corriente de la vida cósmica. Los que
pertenecen al primer grupo son bastante aburridos como compañeros de mesa
cuando uno quiere embriagarse y hablar del ancho mundo ajeno, suelen
identificarse demasiado con su labor y piensan, casi siempre de manera errónea,
que ésta es muy importante, que tienen razón los críticos amigos que
proclaman su “genialidad” y
que son envidiosos o incapaces los que la cuestionan. Dios me
ha librado casi siempre de
pertenecer a ese grupo caracterizado por cierto ímpetu romántico: el de
quemarse en y por la obra para que la inmolación le sirva de ejemplo al
mundo. Por el
contrario, se sienten desahuciados los escritores convencidos de que, a
pesar de haber publicado innumerables libros, no han logrado premios, fama
o poder. Creen que son perseguidos por los editores, por los críticos,
por los colegas y hasta por el público, al que confunden con una manada
de fieras hambrientas de escritura anodina. Dios no
me ha librado ni guardado de ellos. Finalmente,
hay escritores que han comprendido que la literatura puede ser superflua
si se la examina desde el punto de vista de la individualidad y de la
tenebrosa inconsistencia del mundo, y fértil y reveladora si se la
vincula a la Totalidad. Para ellos no hay ninguna diferencia cualitativa
entre un escritor, un carpintero, un médico o un taxista, quienes
expresan a través de su diversidad la inequívoca unidad de todo lo que
existe. Este
grupo de autores que no siente interés por la literatura que sólo
intenta regodearse en el propio yo, presiente que, a efectos de conocer el
mundo invisible, por ejemplo, da
lo mismo producir novelas que podar árboles. ¿Por qué escriben entonces
si muchas veces piensan que
sus textos quizá no lograrán sustraerse de las feroces leyes que regulan
la extinción de todo lo que existe y saben que junto a un Esquilo, un
Rilke, un Shakespeare, una Carson Mc Cullers, un Truman Capote o un
Rimbaud que crearon obras inmortales, hay autores como Strindberg, Brecht,
Arthur Miller, Paul Auster, Ian
Mc Ewan o Juan Carlos Onetti, por ejemplo,
cuya escritura envejece día a día de manera irremediable? Escriben
quizá porque han detectado un tufo maligno en lo que denominamos
“realidad”, un velo que oculta la esencia del mundo fenoménico, e
intentan, como los beodos según Henry James, “transportarse desde la
periferia glacial que
los rodea al núcleo radiante de las cosas”, o, como los drogadictos
según Huxley, aspiran a “obtener la revelación de algo que está
fuera del tiempo y del orden social”. Si en muchas
sociedades, situadas en diferentes niveles de civilización, se ha
vinculado la intoxicación que causa la droga con la que produce lo
divino, ¿por qué no pensar lo mismo de la literatura? Hay
autores que escriben por otros motivos, sin embargo. “Escribo porque
se muere”, expresó cierta vez una colega partiendo de una
premisa falsa: la de que nuestras ideas y nuestro breve y fantasmal pasaje
por el mundo tienen posibilidad de perpetuarse a través de la literatura.
Millones de galaxias, de formas de vida y de esperanzas distintas de las
nuestras circulan por este universo indiferente a nuestra duración, a
nuestras búsquedas y a nuestras penas. El orden universal no nos necesita
tanto como creemos. Tampoco las otras almas. Ni siquiera este planeta. La
oscurecida (y envanecida) percepción que tenemos de nosotros mismos nos
impele a transformar la literatura en una endeble tabla de salvación que
podría eternizarnos. Generalmente,
no hay un sustancial punto de encuentro entre el escritor y su público.
El lector o el espectador teatral desean, o evadirse de la realidad, o
identificarse con los modelos que impone la mente colectiva, o,
simplemente, entretenerse. No escribimos para filósofos, por desgracia,
sino para un público vasto, innominado, inidentificable y heterogéneo
del que no obtenemos casi ninguna respuesta conceptual. La palabra que se
genera en lo difuso y lo subliminal pocas veces es devuelta redimensionada
a su emisor, y se desdibuja en el espacio habitado por un receptor que
-salvo cuando se escribe para el teatro o la obra es reconstruida
por un crítico genial- está
diluido en la contención, la invisibilidad, el desconcierto o la
indiferencia. El
escritor está siempre solo, y lo que el lector no sabe o no quiere saber,
es que únicamente la inquietud filosófica vuelve tolerable su soledad:
es decir, el afán de comprender a través de la escritura las causas
primeras de las cosas. Como ya
sabemos, las respuestas a las preguntas sobre el sentido de la vida son
casi siempre decepcionantes, pero las oscuras razones por las que todo
movimiento progresivo y ascendente debe realizarse con el sudor de la
frente, es algo que sólo presiente quien, a pesar de todo, sigue
escribiendo. ¿Por qué? ¿Porque quiere identificarse con algo tan extraño
como un libro? ¿Porque desea la devoción de un lector hipotético? ¿Porque
su propia vida le parece pequeña? ¿Porque los amores fueron como
“verdura de las eras”? ¿Porque la moralidad social es una mascarada?
¿Porque una cosa oculta siempre otra cosa? ¿O porque es demasiado
aburrido este mundo aciago y lleno de dolor? Por
todas esas razones, con seguridad; pero también porque escribir es quizá
dar el primer paso hacia ese lugar de lo Absoluto que siempre hay que
llenar. La literatura es uno de los instrumentos para llegar a lo que Einstein denominó la religiosidad cósmica. Por eso conviene escribir con la misma actitud que tienen los arqueros japoneses cuando apuntan hacia un objetivo: ellos no intentan lograr algo exteriormente, acertando con la flecha, sino interiormente, con el propio yo. |
por Ricardo Prieto
Publicado en www.geocities.com/opiniona2006 (Guatemala)
Ver, además:
Ricardo Prieto en Letras Uruguay
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