Jugando sola cuento de Ricardo Prieto de "Desmesura de los zoológicos" A Horacio Mayer |
Lo peor que puede ocurrirle a una mujer que tiene una sola mano es perderla. Pero es absurdo e incomprensible que la pierda por haberse hecho una apuesta a sí misma. La enigmática Dionisia Font estaba sentada en la solitaria sala de su apartamento un domingo por la tarde cuando decidió que iba a comenzar el día lunes sin la única mano que tenía. "Apuesto a que mirarás cómo es arrancada de cuajo tu única mano", exclamó. Unos minutos después sacó del baúl la pequeña guillotina que guardaba solamente para importantes ocasiones de amor o de odio, puso la mano debajo del filo y lo dejó caer con violencia sobre la carne sorprendida. A las cinco de la tarde los vecinos del viejo edificio oyeron el grito. Pocos segundos más tarde, la mujer subió al ascensor con su única mano sostenida entre los dientes, dejando al pasar densos regueros de sangre. Cuando salió a la calle la gente se acercó horrorizada. Varias personas le preguntaron qué había ocurrido, pero ella tenía la boca ocupada y no podía hablar. De pronto se vio acosada, fotografiada, compadecida. Nadie podía explicarse de dónde salían tantas personas. La sangre empapaba la ropa, los rostros y los zapatos de quienes se acercaban a ella, fascinados con lo que veían. Sin saber cómo, se encontró sentada en un automóvil, donde se desmayó. El lunes por la mañana despertó sobre la cama de un hospital. – Nunca más podrá hacerlo –dijo la enfermera. – No –respondió ella con tristeza. Y pensó que no le quedaban más manos para cortar. Cuando regresó a su oscura vivienda tenía la extremidad del brazo vendada y apretaba la llave entre los dientes, pues le habían hecho el favor de colocarla allí. Se arrodilló frente a la puerta y tanteó la cerradura, presionando con los dientes para que la llave no escapara mientras intentaba incrustarla en el orificio. Ingresó a la sala, se contempló en el espejo y trató de imaginar el hueco que ocupaba el lugar de su mano, pero estaba satisfecha de haber cumplido con cierta parte de sí misma una vez más. Los días transcurrieron y se acostumbró a su nueva situación. Tenía boca, después de todo, y con un poco de buena voluntad cualquier cosa podía ser suplida. Empezó a limpiar el polvo sosteniendo el plumero entre los dientes, como había hecho con la llave; abrió las puertas mordiendo los picaportes, comió en los lugares públicos dando lengüetazos en los platos, como un perro. Poco le importaba que la mirasen con asombro, piedad o asco. Sin embargo, se acostumbró tanto a su reciente estado que el aburrimiento y el hastío de antes se apoderaron de ella otra vez. En el atardecer de un domingo decidió que debía empezar a ocuparse de los pies. Cada día le gustaban menos. La deprimía verlos siempre iguales, ubicados en el mismo lugar, volviendo más monótonos sus días solitarios. Se dirigió de nuevo hasta el baúl, buscó la guillotina y repitió el anterior proceso. A la mañana siguiente oyó la recriminación de la enfermera: – Creo que no va por buen camino, señora. Ella se preguntó si alguien iba por algún camino. La entrada a su casa fue esa vez más difícil que en oportunidades anteriores. Pero logró ingresar. Cualquier persona es un animal, después de todo, y puede recuperar parte de ciertos conocimientos reprimidos. Uno es capaz de agacharse, andar en una pata, usar la nariz como si fuera un pico y cavar, cortar, palpar, pulverizar con ella. Dionisia Font se sentía colmada. Absorta en el agujero que ocupaba el final de una de sus piernas, ni siquiera reparaba en su soledad, en los indestructibles muros que la cercaban. Dos o tres meses después sintió angustia de nuevo y aquella irrefrenable necesidad de hacer algo diferente. Entonces eliminó su segundo pie. Al despertar en la sala del hospital, y quizá porque la enfermera estaba contemplándola con desolación, pensó con orgullo que había convertido su vida en algo conmovedor. Esta vez el regreso a su casa fue más complicado. No podía entrar sola y tuvieron que transportarla en camilla. – Ahora sí no podrá cometer más crímenes –había dicho la enfermera con expresión triunfante antes de verla partir. Pero ella sonrió enigmáticamente porque sabía lo que la mujer jamás podría saber. Cuando la abandonaron sobre su cama pidió que dejasen abierta la puerta del apartamento. Después se puso a esperar que alguien entrara para terminar el trabajo que ella ya no podía hacer. |
cuento de Ricardo Prieto
de "Desmesura de los zoológicos"
Editorial Proyección, Montevideo, 1987
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Ricardo Prieto en Letras Uruguay
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