Ese lugar pequeño (1970)
Ricardo Prieto

Se estrenó el 13 de octubre de 1984 en el teatro Florencio Sánchez de Paysandú en versión de la Comedia Municipal de Treinta y Tres y en el transcurso del 2do. Encuentro de Teatros del Interior.

Reparto

Alfredo: Fernando Martínez

La mujer:María Elena Machado

Ficha técnica

Iluminación: Rey Rodríguez

Ambientación: María del Carmen Denis

Dirección: Cristino da Rosa

En el escenario solo hay dos sillas y un gran marco de fotografía. La Mujer está erguida dentro de él, ocupando el lugar de la foto. 
Entra Alfredo. Se sienta y se acicala frente a un espejo imaginario. Después se acaricia el rostro y el resto del cuerpo, sobre todo la zona genital. Está tenso y absorto. Su expresión parece alucinada. 

Alfredo: Está ahí.
La Mujer: Ya lo ve. 
Alfredo: No se mueva.
La Mujer: (Con velada burla.) Si el señor lo ordena...
Alfredo: Tampoco quiero que me mire.
La Mujer: (Siempre con burla.) Si le gusta más, miraré el vacío.
Alfredo: Eso sólo podría hacerlo yo.
La Mujer: ¿Qué quiere decir?
Alfredo: Olvídelo.
La Mujer: ¿Qué quiere que haga entonces?
Alfredo: Disuélvase, deje de existir.
La Mujer: (Indignada.) ¿Cómo pretende...?
Alfredo: Yo doy las órdenes. Y quiero que mis sirvientes las cumplan.
La Mujer: Yo no soy una de sus sirvientes.
Alfredo: En esta casa hay un solo señor: yo. Los demás son sometidos. (Camina rodeándola.) Está serena y reflexiva. ¿Intenta simular que es una duquesa? No podría. Por eso hoy hizo lo que hizo.
La mujer: Lamento haberlo defraudado.
Alfredo: Siempre dice lo mismo
La Mujer: Hago lo que puedo.
Alfredo: (Después de un silencio.) Estoy seguro de que no sirve.
La Mujer: (Anhelante.) Pero mi rostro...
Alfredo: (La interrumpe.) Ya sé que tiene cierto parecido con el rostro de ella. Lo demás, en cambio...
La Mujer: (Lo interrumpe.) ¡Si usted me ayudara!
Alfredo: No me haga reír.
La Mujer: Hablo en serio.
Alfredo: Es tan estúpida que habla en serio.
La Mujer: (Con pena.) No nos entendemos.
Alfredo: Le haré una reseña de los errores que cometió anoche en el velorio.
La Mujer: (Con angustia.) ¡No, por Dios! Detesto las reseñas.
Alfredo: Son útiles.
La Mujer: Pero lo mutilan a uno, lo reducen a una línea.
Alfredo: (Con goce.) Extraño miedo. (Silencio.) Empezaré.
La Mujer: (Suplicante.) ¡Por favor!
Alfredo: Se puso un vestido chillón.
La Mujer: Pensé que el verde...
Alfredo: (La interrumpe.) No ese tono de verde. Es un color que usan las mujeres ordinarias. ¿Sabía que hay tonalidades de verde más finas?
La Mujer: Sí.
Alfredo: ¿Por qué eligió esa? ¿Para hacerme sufrir?
La Mujer: Le juro que no.
Alfredo: (Con ira contenida.) ¡Ella nunca juraba! (Pausa breve.) Esas caravanas que tiene puestas son de cocinera. ¿Tampoco lo sabía?
La Mujer: Son las únicas que tengo.
Alfredo: Me dio vergüenza que las usara, y por culpa de ellas se burlaban de mí. (La mujer intenta replicar pero él la interrumpe.) Y para completar se puso zapatos blancos, como si el verde y el blanco tuvieran algo que ver. Pero como el aspecto no era suficientemente desastroso para el apellido que lleva, trató de no dejar dudas sobre su condición social bebiendo un café tras otro, como si estuviera en un boliche.
La Mujer: Estaba muy nerviosa.
Alfredo: Hablando con cualquier desconocido.
La Mujer: Me dirigían la palabra.
Alfredo: Observando todo con descaro.
La Mujer: No sabía que usted...
Alfredo: Y riendo con toda la boca abierta, como si eso estuviese permitido cuando uno lleva el apellido Rodríguez San Marín.
La Mujer: Si me hubiese advertido, le juro que habría actuado de otro modo.
Alfredo: (Amenazador.) ¡Le pedí que no jurara!
La Mujer: (Con sumisión.) Perdón.
Alfredo: Tampoco pida perdón. (Pausa.) Fue observada toda la noche por la única gente respetable que existe en la República.
La Mujer: Podría comportarme como usted quiere.
Alfredo: (Burlón pero con aparente piedad.) ¡Pobrecita!
La Mujer: ¿Lo duda?
Alfredo: ¡Y todavía pregunta si lo dudo! ¡Mírese en el espejo! ¡Jamás podría ser una Rodríguez San Marín! ¿Sabe qué significa llamarse así?
La Mujer: (Como si empezara a recitar una lección aprendida de memoria.) Los Rodríguez San Marín...
Alfredo: (La interrumpe con violencia.) ¡Olvide las lecciones de tía Luisa y oiga bien! (Breve silencio.) Un Rodríguez San Marín habla, camina, sonríe, saluda, grita, copula, nace y muere como ningún otro mortal. Entiéndalo de una vez por todas.
La Mujer: Siempre los oí nombrar.
Alfredo: ¿Por quiénes?
La Mujer: Por mi familia y mis amigos.
Alfredo: ¡Su familia! ¡Sus amigos! Pura mierda que nació para servirnos.
La Mujer: No vine aquí para que me insulte.
Alfredo: Usted sólo merece insultos. Porque yo, Alfredo Rodríguez San Marín, descendiente de libertadores; yo, que soy parte de una familia que siempre ocupó el primer lugar en la República, tuve que ver a mi madre, Celia Letrón de Rodríguez San Marín, comportarse en público como una cualquiera.
La Mujer: (Con sinceridad.) Lo siento.
Alfredo: (Burlándose de ella.) ¡Ella lo siente! (Pausa breve.) Me pregunto si sabe por qué está aquí.
La Mujer: Su tía...
Alfredo: (La interrumpe.) Mi tía es incapaz de desentrañar los motivos por los cuales quiero algo. Usted se preguntará por qué. Es sencillo: porque yo los oculto. Odio a la especie humana y me apasiona engañarla respecto de mí.
La Mujer: Creí que debía representar el papel de su madre.
Alfredo: Por una buena suma...
La Mujer: (Lo interrumpe.) ¡No me ofrecieron dinero! 
Alfredo: ¡Oigan! (La remeda.) Lo dice convencida, y debo reconocer que suena bien. La rodea un hálito de pureza capaz de disimular la sordidez que tiene dentro.
La Mujer: Su tía Luisa...
Alfredo: (La interrumpe.) Ya sé que fue de mi tía la nefasta idea de contratarla. Ella sabe bien que sólo la santidad podría conmoverme. Pero esta vez cometió un error: trajo una enfermera.
La Mujer: Se equivoca.
Alfredo: Mis servicios de espionaje son infalibles. Es una enfermera con vocación por la aventura y necesidad de ganar dinero. Cualquier persona con sentido común se preguntaría por qué recurrió a una persona tan vulgar.
La Mujer: Vine porque quería ayudarlo.
Alfredo: Eso se llama caridad...bien pagada.
La Mujer: Puedo demostrarle que no soy enfermera.
Alfredo: Sí, lo es. (Un silencio.) Despreciable enfermera con ojos de mártir. Le dijeron que Alfredo Rodríguez San Marín estaba loco y ella se lo creyó. ¿Por qué? (Espera la respuesta.) ¡Estoy preguntándole por qué! 
La Mujer: Nadie me dijo que estuviese loco.
Alfredo: Eso es lo que opina de mí toda la gente que me conoce. ¿Por qué miente?
La Mujer: No estoy mintiendo. Además, creo que es una persona normal.
Alfredo: ¿Sabe cuál es la diferencia entre un ser normal y un demente? (La Mujer no responde.) Yo se la explicaré. Los locos, usted o mi tía, por ejemplo, son incapaces de tomar esta silla y estrellarla sobre el cráneo de un ser inferior. Nosotros, los normales, podemos hacerlo. (Pausa extensa. La mujer sale del marco, camina con lentitud e intenta irse, pero Alfredo le intercepta el paso.) ¿Adónde va?
La Mujer: A mi cuarto.
Alfredo: ¿Para qué?
La Mujer: Esperaré a que se calme.
Alfredo: (Cierra la puerta con llave.) Usted no saldrá de aquí.
La Mujer: (Con angustia.) Le suplico que abra.
Alfredo: Dije que no saldrá. (Cambia el tono de intención.) En el velorio descubrí que la odiaba.
La Mujer: (Alejándose de él.) No me interesa.
Alfredo: Hubiera querido matarla.
La Mujer: ¡No quiero oírlo! ¡Déjeme salir!
Alfredo: ¿Con qué derecho intentó usurpar el lugar de mi madre? 
La Mujer: (Subiendo la voz.) Me pidieron ayuda y acepté. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? Solo quise hacer un favor.
Alfredo: ¿Le parece que es un simple favor el convivir con un "loco"? Es algo arriesgado y sublime, excepto para usted, que vino a lucrar y no sospechó que dentro del "loco" latía un ser humano. (Exaltado.) ¡Yo necesitaba a mi madre verdadera! ¡Y usted aceptó dinero para mostrarme el abismo que media entre su figura deslucida y mi deseo!
La Mujer: (Exasperada.) Déjeme salir de esta casa. Se lo ruego.
Alfredo: (Burlón.) Ahora ruega. Tía Luisa la asesoró bien.
La Mujer: (Por primera vez fuera de quicio.) ¡Su tía nunca me dijo que debía enfrentar a un enfermo!
Alfredo: Miente.
La Mujer: Dijo que necesitaba ayuda, que era desvalido y amaba a su madre, que la muerte de ésta lo había afectado y que sólo deseaba verla. 
Alfredo: Y usted aceptó representar el papel de la madre idolatrada y desaparecida.
La Mujer: La historia me conmovió y quise ayudarlo.
Alfredo: (Sarcástico.) ¿Así que fue capaz de conmoverse por un desconocido?
La Mujer: Sí.
Alfredo: Me pasé la vida viendo cómo la gente presenciaba sin inmutarse lo más horrible que le ocurría a sus seres queridos, y jamás me convencerá de que usted se apiadó de un extraño. (Agresivo.) ¿Cuánto le pagaron?
La Mujer: ¿Los Rodríguez San Marín pagan por todo?
Alfredo: Todo hay que pagarlo con dinero o goce. Porque también existe esa posibilidad: quizá vino a experimentar o a divertirse.
La Mujer: ¿Cómo se atreve a decir eso?
Alfredo: Supongamos que es médico. Tiene la palidez y la frialdad de esos energúmenos. La misma frialdad que tenía ella. ¿Sabe por qué murió? Yo la maté. (Breve silencio.) ¿No me cree, verdad? Pero es cierto. (Con angustia.) La maté porque amaba demasiado esos cuadros y esos jarrones acumulados por la familia San Marín. Los amaba más que a mí. (Desolado.) ¡Una noche arrasé con esta mano el florero de Sèvres que estaba sobre el piano! (Sollozando casi.) Había intentado convencerla de que la soledad es horrible y definitiva, y una porcelana tan endeble...
La Mujer: Su madre murió de un ataque al corazón.
Alfredo: Soy el único que sabe la verdad, y si ahora se la cuento es para comprobar cómo su generosidad se transforma en miedo. (Subiendo la voz.) La maté porque no me dejaba destruir las cosas suntuosas y superfluas que la familia había acumulado. La maté porque quería liberarme.
La Mujer: (Con piedad.) Usted está muy enfermo.
Alfredo: (Abstrayéndose.) Cuando yo era niño mi abuela solía acariciarme con su mano temblorosa, y eso me hacía mucho bien. (Aliviado, con ternura.) Mi abuela era una San Marín capaz de sentir afectos. ¿No es incomprensible? Mi madre, en cambio, nunca quiso a nadie. Ni siquiera era capaz de sonreír. (Imitando la voz y los tonos de la madre.) No mires al hijo del jardinero, Alfredo. Se tomará confianza.
Hablá con el chofer lo imprescindible, Alfredo. Es un hombre inferior. Cuidá la forma de hablar, de caminar y de sonreír porque todo el mundo te mira.
La Mujer: Y usted le creyó.
Alfredo: Crecí oyendo esas palabras.
La Mujer: Pero ahora es un hombre y sabe que le mintieron. Vamos, haga un esfuerzo y olvídese de ese nombre que lo asquea.
Alfredo: (Con arrogancia.) Si tuviera la más mínima noción del orgullo que me inspira mi nombre, se sentiría como un animal amenazado y huiría de aquí espantada. (Con odio.) Y no me mire con esa mirada "piadosa" porque voy a destrozarle el cráneo. ¿Oyó? (La mujer deja de mirarlo. Un silencio.) Tampoco me gusta su torso demasiado erguido: es insolente.
La Mujer: (Con agresividad contenida.) Si quiere, puedo simular una joroba.
Alfredo: Sé que podría simular cualquier cosa. Pero la haré inclinarse yo mismo. Así hará algo a cambio del sueldo.
La Mujer: (Exaltada.) ¡Ya le dije que no me pagan un sueldo!
Alfredo: Entonces la mandaron aquí los que aman nuestro dinero, nuestras casas, nuestra historia. Le pidieron que viniera a hacerme sufrir.
La Mujer: Se equivoca.
Alfredo: Tratan de exterminarnos. La revolución social y otras estupideces ¿no? La enviaron para que nos observara, informara sobre los puntos vulnerables y ayudara a acelerar el proceso. Quizás es una terrorista.
La Mujer: (Harta. Mecánicamente.) Me llamo Patricia Gonzáles y estoy aquí para ayudarlo. Me contaron su historia y sentí pena. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita?
Alfredo: (Con la misma entonación mecánica.) Me llamo Alfredo Rodríguez San Marín Letrón y soy un señor. Tengo frente a mí un ser inferior y despreciable simulando piedad y voy a destruirlo. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita?
La Mujer: No se preocupe: sé que no podré ayudarlo y me iré ahora mismo.
Alfredo: (Burlón.) ¿Tan pronto?
La Mujer: Necesita una mujer fina e inteligente que sea capaz de transformarse en su madre.
Alfredo: (Con furia.) ¡Mi madre no era fina ni inteligente! Era una mujer burda y de mala entraña a la que solo su nombre salvaba de ser despreciada. Una energúmena parapetada en su apellido y su dinero. ¡Y si yo no me llamara Rodríguez San Marín la habría quemado viva! ¡A ella y a toda su maldita parentela! (Breve silencio.) Pero yo la amaba. 
La Mujer: (Con crueldad.) Trata de convencerse.
Alfredo: ¿Se atreve a dudar de lo que afirmo?
La Mujer: A un Rodríguez San Marín no deberían importarle mis dudas.
Alfredo: ¿Sólo debería importarle la "piedad" que la trajo aquí, verdad? Y como en este mundo la piedad es un milagro, me arrodillaré para agradecerle la generosidad que la impulsó a venir. Bien: saludo al milagro consumado. (Se inclina.) Lo reverencio.
La Mujer: (Con angustia.) Nunca comprenderá por qué estoy aquí.
Alfredo: No hay nada que comprender, excepto que merece ser quemada viva. Ese es el final de todos los mártires.
La Mujer: (Con violencia.) ¡Quémeme entonces! ¡Pasé varios días fingiendo que era la gloriosa Celia Letrón de Rodríguez San Marín, sintiendo sobre mí la horrible mirada del hijo, animándome yo misma y repitiéndome hasta el cansancio: me necesita, me necesita! Pero terminé comprendiendo que es imposible darle paz, que no extraña ni ama a su madre y que sólo desea que lo ayude a perpetuar el odio que siempre sintió por ella.
Alfredo: (Con ironía.) ¡Mi odio no necesita ayuda para crecer! Se acrecienta minuto a minuto.
La Mujer: Confiese que estaba empezando a olvidarla.
Alfredo: (Exaltado.) ¡Nunca la olvidaré!
La Mujer: (También exaltada.) ¡Reconozca que me trajo porque quería seguir odiándola!
Alfredo: (Con angustia.) ¡Miente!
La Mujer: (Acosándolo.) ¡Qué haría sin esos sentimientos malsanos?
Alfredo: (No puede más.) ¡Cállese!
La Mujer: (Con violencia.) ¡Pégueme si quiere que me calle! (Pausa tensa y extensa.) Solo quería ayudarlo.
Alfredo: Pero como eso no es fácil su caridad se transformó en furia. 
La Mujer: Quería salvarlo. Lo juro.
Alfredo: (Con ira.) ¿Usted? ¿De qué pensaba salvarme?
La Mujer: De la angustia.
Alfredo: Sólo podría salvarme convirtiéndose en mi madre y haciéndome sufrir.
La Mujer: Estoy segura de que eso es lo único que quiere.
Alfredo: Lo que usted quiere, en cambio, es convencerse de que es capaz de compasión.
La Mujer: (Gritando.) ¡Soy capaz!
Alfredo: Claro, se mira al espejo, ve su rostro beatífico y piensa que es una santa. Y se embarca en una cruzada para redimir a los malditos. Ni siquiera se le ocurre pensar que sólo podría salvarme siendo usted misma, tomando una silla y estrellándola sobre mi cabeza.
La Mujer: (Con determinación.) Me iré ahora mismo.
Alfredo: (La detiene.) ¿No había venido a salvarme? (Autoritario.) ¡Quédese entonces!
La Mujer: (Con ira, elevando la voz.) ¡Déjeme salir!
Alfredo: Inténtelo.
La Mujer: ¡Ábrame la puerta! (Con desesperación.) No quiero verlo más.
Alfredo: Confiese que fracasó. ¿Quién podría salvar a nadie antes de sacarse el sucio corazón y purificarlo a golpes?
La Mujer: (Con violencia.) ¿Y qué tendría que hacer usted con su corazón lleno de odio?
Alfredo: (Gozosamente.) Me gusta arrasar con esta mano todo lo que se interpone en mi camino.
La Mujer: (Con ferocidad.) ¡Arráseme entonces! ¡Vamos! ¡Hágalo!
Alfredo: Así me gusta. Quiero ver la piedad desnuda. Quiero ver qué se esconde detrás del amoroso deseo de ayudar. (Burlón.) Claro que ella es un ser racional y se contiene. Ahora utiliza su mejor expresión piadosa y toma la cruz.
La Mujer: (Exhausta.) Déjeme en paz.
Alfredo: Nunca más tendrá paz. (Se inclina con burla.) Sor Piadosa.
La Mujer: ¡Me exaspera su crueldad!
Alfredo: ¡A mí me exaspera su rostro santificado!
La Mujer: (Grita de nuevo.) ¡Ábrame la puerta!
Alfredo: Mírenla: parece incontaminada. Y creyó que me la tragaría así.
La Mujer: Por Dios...
Alfredo: Pero algo en la representación no funciona y quiere irse. Le doy asco.
La Mujer: (Con pánico.) ¡No se acerque!
Alfredo: (Sigue avanzando hacia ella.) ¿Vino a socorrerme y sería capaz de dejarme solo en esta casa horrible golpeando con los puños el vacío? (La golpea.)
La Mujer: (Con horror.) ¿Qué hace? (Empieza a huir de él.)
Alfredo: (Camina hacia ella.) Voy a poseerla, a utilizarla como una cosa para que vea qué hacemos nosotros con los santos. (La mujer está inmóvil, paralizada por el terror.) Quiero comprobar si es capaz de amarme a pesar de eso.
La Mujer: (Corre hacia la puerta y empieza a golpearla.) ¡Ábrame, por favor! ¡Déjeme salir!
Alfredo: (Se acerca con lentitud.) Tendrá que demostrarme que puede salvarme. Porque todo se reduce a esto: tiene que ayudarme a expresar mi crueldad para que yo goce. (La desviste.) Eso es ser piadoso. Vamos, suplique, mendigue. ¡Pídame que no la maltrate! (La mujer se desploma emitiendo un desgarrado e interminable gemido de dolor. Él la viola. Pausa muy extensa. La luz declina.)
La Mujer: (Después de la pausa, se levanta emergiendo de una especie de ensoñación dolorida y se acerca al espejo imaginario. Se sienta y se contempla largo rato. Se embadurna el rostro con crema blanca y se arregla el cabello. Sus movimientos son lentos y gozosos, sus gestos son perversos, su rostro denota frialdad y desolación. Él la mira con angustia.) Alfredo.
Alfredo: (Con ternura.) ¿Madre?
La Mujer: Cortá azahares en el jardín y traémelos.
Alfredo: Estamos en invierno, madre. Los azahares no florecen.
La Mujer: ¿Olvidás que es nuestro jardín? En esta casa no hay invierno ni primavera ni verano. (Autoritaria.) Obedecé, Alfredo. (Alfredo permanece inmóvil.) Estás temblando. (Alfredo intenta tocarla pero ella se aparta con repulsión.) ¡No me toques con esa mano blanda y transpirada!
Alfredo: (Con angustia.) Mamá...
La Mujer: Tus antepasados tenían manos fuertes, las manos que construyeron la República. Tú no las honrás. Ocuparás siempre el lugar más pequeño.
Alfredo: (Con odio y desesperación.) Voy a incendiar los muebles, mamá.
La Mujer: (Amenazadora.) Atrevete.
Alfredo: Voy a incendiar los muebles.
La Mujer: ¡Atrevete!

Oscuridad.

Ricardo Prieto
Montevideo, 1970

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