Criollos e inmigrantes en una novela de fin de siglo y comienzos de milenio:

“Amados y perversos” de Ricardo Prieto

por Sylvia Lago - Universidad de la República

El autor y su obra

Nacido en Montevideo en 1943, Ricardo Prieto se destaca primordialmente como dramaturgo, con obras como El huésped vacío (1988), Danubio azul (1989), Pecados mínimos (1993) y otras piezas con las que obtiene importantes premios: Garúa  (Premio “Florencio”, 1992), Teatro (1993), El desayuno durante la noche (Premio “Tirso de Molina”, 1979, relevante lauro dentro del teatro de habla española), Asunto terminado (1995) ( editada en Francia y merecedora, en Montevideo, de un premio otorgado por el Ministerio de Educación y Cultura).

Pero su producción literaria no se limita a la dramaturgia sino que abarca otros géneros: Ricardo Prieto es autor de libros de poemas muy bien recibidos en el medio cultural uruguayo, como Figuraciones, de 1986 y Juegos para no morir, de 1989. Y de una obra narrativa que incluye volúmenes de cuentos caracterizados por su originalidad, como Desmesura de los zoológicos, de 1987, La puerta que nadie abre, de 1991 y Donde la claridad misma es noche oscura, de 1994.

Su narrativa se extiende también a la nouvelle, con El odioso animal de la dicha, (1982) y decididamente a la novela, con El pequeño canalla (1997) y Amados y perversos 1, publicada en Montevideo en 1999. De esta última se ocupa particularmente nuestro estudio.

Recibida por la crítica con entusiasmo, se ha visto en ella “una ácida visión de la sociedad uruguay en los cincuenta” afirmándose también que “constituye un delicioso vistazo a la ´época dorada´ del Uruguay y en mayor medida al comportamiento humano por intermedio de sus diferentes representantes2.

Se ha señalado asimismo la visión del narrador que “es agudamente crítica con respecto a lo que era considerado normal en la época”, destacándose, la “modalidad proteica” del autor, que “asume el desafío de la diversidad3

Pero la novela es más que una “visión de la sociedad uruguaya” en una época determinada; superando las modalidades realista o naturalista, opera desde la óptica de un observador que, con lucidez, sabe trazar las coordenadas que rigen el universo convencional y prejuicioso del período en que se ubica la acción ficcional:

Amados y perversos,  animada por un indiscutible propósito de desentrañar los viscerales, ocultos relacionamientos de una coyuntura histórica particular, se hunde en lo privado (vínculos intersubjetivos que van generando las diversas peripecias de los personajes) para, desde allí, dar un salto hacia lo universal y derivar hacia una metáfora intensa que refleja, desde una posición precisa (la del protagonista-narrador), un mundo de soledad y desamparo. Ese que, ubicándose en su propia perspectiva, universalizara Juan Rulfo por la década del 50, centrándolo en las vicisitudes del “hombre a la intemperie”. O nuestro Juan Carlos Onetti, empeñado en la búsqueda de un asidero que justifique la existencia.

Orbe signada por un “sinsentido”, que hoy parece constituir la angustiosa “marca” de incertidumbre que da fisonomía a este fin de siglo “cableado”, donde la “sociedad de la información” quedaría en manos –por cierto peligrosas- de los así llamados “campeones de la globalización4, Prieto, al abordarla,  no ignora esta realidad abismal aunque su posición novelística se sitúe cincuenta años antes.

La mirada retrospectiva de un autor de fin de siglo

El escritor ha querido trasladarse medio siglo atrás para -mediante el uso de recursos como la ironía, el humor, el sarcasmo, incluso, en ocasiones, la impiedad (y también la poesía)-  presentar a un núcleo social cuyas peripecias de vida anuncian premonitoriamente  -si se sabe bucear en ellas- ese “mundo interconectado” en el cual, de acuerdo al autor  norteamericano Thomas Friedman en su libro The lexus and the Olive Tree, “sólo sobreviven los más fuertes” y “la vida es una pelea, una jungla”.

Porque aunque aparentemente resulte contradictorio, esta novela que alguien pudiera situar en la línea de la modernidad, extiende sus ramificaciones hasta alcanzar alturas que sobrepasan la inmediatez de las anécdotas narradas por un sujeto de experiencia y de escritura que se ubica en la mitad de esta convulsionada centuria. No se olvide que es precisamente a partir de los 50 que comenzaría, con la agonía de la modernidad, el periodo de ascenso de lo posmoderno, con su “percepción apocalíptica” del presente y sus proyecciones históricas. Prieto no ignorará los cánones posmodernos y en base a muchos de ellos, criticará y juzgará a través de la voz del protagonista de la obra.

Acaso suscrita, la conflictualidad de la novela, en los estatutos de un romanticismo que, modificando sus coordenadas originales –especialmente el célebre dualismo fáustico: “dos almas habitan en mi pecho”-  se hace todavía reconocible en múltiples configuraciones de la modernidad del siglo XX, Amados y perversos no ofrecerá “tablas de salvación” aunque las presienta, a veces, o las persiga. No habrá asideros existenciales para las “creaturas” de este demiurgo que pisa ya el umbral del siglo XXI. Indiferentes algunos, otros nostálgicos; apasionados, mezquinos, desconfiados, casi siempre “neuróticos y torturados”, los personajes no se acomodarán fácilmente en el  mundo, aunque generen descaecidas esperanzas. Especialmente relativas a ese amor que, desde el título (“amados”) se “sueña” como una posible apoyatura de vida.

Prieto asienta su narración en un piso sólo aparentemente firme donde, tras la seguridad que ofrece el modelo batllista o los conocidos clichés de “la Suiza de América” y “el país de las vacas gordas”, palpita una perturbadora, engañosa realidad ceñida a los prejuicios más hipócritas, a falsos convencionalismos que ocultan la corrupción y la perversidad5. Una sociedad donde, dentro de los “esquemas frívolos”, se hacen difíciles la comunicación y el diálogo. Donde las relaciones generacionales son tensas y conflictivas (entre adultos y jóvenes, entre padres e hijos) y se producen choques violentos, a menudo irracionales. Una poderosa fuerza castradora ordena el canon moral, promueve inhibiciones sexuales, crea un clima de temor en el cual los impulsos reprimidos por el ejercicio autoritario del “más fuerte” suelen estallar, a veces, determinando un caos exterior e interior.

La óptica, decíamos, el punto de vista, es el de un narrador-testigo sensorial -especialmente ocular- ubicado en el contorno urbano (un barrio de Montevideo: “El Buceo, mi barrio, era un opio, una especie de gran vacío gris y medio blancuzco que durante los meses de lluvia resoplaba como un animal moribundo” [p.19]) y animado por el deseo de descifrar el sentido de sus recuerdos, es decir, de su existencia. Ya viejo (“ahora, a los sesenta y nueve años”...dirá) escribe sus memorias; repasa, juzgándose y juzgándola, su propia juventud (“yo acababa de cumplir treinta años, la edad de Cristo al morir” [p.18]). Con la experiencia que le ha dado la vida, busca un soporte ético, y también metafísico, que le permita sobrellevar lo que le resta por vivir –o sólo “ver” claramente : casi todo en la historia nos llega a través de los sentidos; son fundamentalmente  valiosas las múltiples imágenes visuales- y atisbar el meollo de lo vivido: “la verdadera condición humana, el breve, alucinante lapso que media entre el nacimiento y la muerte” (p.217)

Se parte de un núcleo de significación irradiante: una curiosa historia de amor en la cual lo sexual –a menudo morboso, aberrante- se convierte en leit motiv que traspasa los límites de la irreverencia para calar -con naturalidad: el narrador es uno de los pocos individuos que se atreve a transgredir con desenfado el código moral impuesto por una clase media sofocada y mediocre- en los varios “enigmas” planteados; en los “secretos” de las familias de la época (especialmente una, proveniente de inmigrantes), que no se revelarán nunca totalmente -y éste es uno de los mayores aciertos de la novela- y que modifican lo psíquico y lo físico, ocultando un sinuoso juego de perversos vínculos entre los que se incluye el incesto.

El cuerpo: una presencia dominante

En un mundo en proceso de modernización, donde los inmigrantes de origen europeo han marcado sus rasgos peculiares y campean las pautas de convivencia democrática, el autor centra su interés en un espacio reducido y concreto: el cuerpo humano. Él guardará enigmas difícilmente descifrables, a él se le arrancarán confesiones. El cuerpo conocido, asediado, palpado, gozado, socavado, legrado, sacralizado o despreciado, acechará desde las más imprevistas manifestaciones y posturas. Se impondrá en su exuberancia libidinosa (La Rusa, protagonista femenina de la novela) o su estrechez vergonzante (el personaje del gallego Mario; en ocasiones, el Narrador), estableciendo mojones psicológicos que marcan la tensión enunciativa y otorgan sustancialidad a esa “otra realidad” que devela, a través de sus pulsaciones y sensaciones, un universo mayor: también la sociedad es un cuerpo que late, que registra estímulos, que  gestualiza expresivamente. Del cuerpo individual, que esconde sus vivencias en el recinto cerrado de la alcoba, pasaremos al cuerpo histórico y social, actualizado en los textos recreados por una memoria obstinada, que apela constantemente a la corporeidad (signo clave, por otra parte, para la comprensión del “espíritu” de este siglo) y que, adoptando a veces una actitud reflexiva, atraviesa el texto tratando de recuperar lo efímero. Y verbalizando un espacio histórico que admite las derivas de la imaginación, abriendo sugestivas interrogantes.

Concebido mediante un eficaz entramado de referencias culturales, este asedio de los cuerpos donde se dibujan un pasado y una historia, promoverá un extraño ritual que alberga, en la objetivación de su materialidad (piel, músculos, sangre, huesos, vísceras: visión anatómica) una nueva dimensión: la antropológica, y una función simbólica que supera todo naturalismo y no es ajena a lo poético. Poética de los cuerpos, pues: la sustancia viviente, humanizada, y su gestualidad, orientarán la mirada, componente de conocimiento preponderante. Guiada por las imágenes, en busca de un “afuera” y de un “adentro”, subjetiva y exacerbada o serena y meditativa, la memoria se volverá un prisma a través del cual el protagonista-narrador reconstruirá, desde su propio yo ( él se nombrará, en la novela, como “quien esto escribe”), el mundo que –también  corporeizado- se impregnará de las exaltaciones del deseo.

Y este universo, eminentemente sensorial (y sensitivo) se configurará en base a la acumulación de elementos visuales, auditivos, táctiles, gustativos, olfativos, cinéticos.

Se diría que los sentidos se agudizan en un despliegue vital que servirá, en definitiva, para que ese testigo rememorante encuentre –o vislumbre- su propia identidad, su lugar en el cosmos.

Fuente de conocimiento esencial, los sentidos, sutilizados al máximo, enriquecerán las lujuriosas fugas imaginativas (de la protagonista femenina, por ejemplo), concediendo al lector –que sigue paso a paso el itinerario de descubrimientos del narrante- pautas que le permitirán, si no descubrir, por lo menos otear las “verdades” ocultas detrás del ropaje engañoso de una sociedad rapaz, machista, sujeta a una cultura urbana donde predominan la explotación y el desaforado afán de poder. Cuerpo-social despedazado y sangrante donde la soledad y la angustia –el tema de la angustia nutre gran parte de la literatura rioplatense- alcanzan a la mayoría de los personajes,  convertidos, por los mecanismos de la sociedad , en “objetos de desecho”, marginados, abandonados. Así, pues, el hombre mismo será víctima de esa ineludible “fisión” que resquebraja tanto lo colectivo como lo individual, transformando a la criatura humana en una partícula viva y sufriente dentro de ese gran fenómeno que se va configurando al comienzo del milenio (pero que tiene sus raíces hundidas en terrenos anteriores): la globalización y sus devoradoras redes, siempre alerta, siempre tendidas. 

Percepción del inmigrante: una visión desacralizadora

¿Qué presencia posee, que función desempeña, en este mundo donde se perfila el absurdo, el inmigrante europeo? Los principales ejes temáticos de Amados y perversos giran en torno a una pregunta que nunca recibe respuesta plena: qué ocurrió realmente en la noche de bodas de la Rusa6, protagonista de la obra, y de su marido el gallego Mario, a quien ella abandona ese mismo día.

Con distintas variantes, esta demanda emerge cada tanto para dar sentido y desarrollo a la trama y complementar –o sugerir- otras preguntas como estas que se formula el narrador, ya avanzada la novela: “Quién era?  ¿Por qué amaba de esa manera a una mujer contradictoria, inexplicable y morbosa? ¿Por qué había caído en las redes de una familia neurótica y torturada, que la apartaba de mí?”(p.92)

Las interrogantes,  referidas al propio narrador protagonista, podrían extenderse al gallego Mario, esposo desechado por la Rusa. Atrapado en la misma urdimbre y sujeto al mismo enfermo núcleo familiar, el gallego Mario aparecería –en una primera lectura, no profundizante- como una tuerca necesaria en el férreo engranaje  que impone y ordena el padre de su mujer, don Atilio, hijo de inmigrantes gallegos. Mario sería una tuerca necesaria, y no más que eso: objeto que se usa y se descarta, constantemente mediatizado como “persona” en el avance ficcional, desplazado en voz y en presencia. Despreciado por su suegro, “un tirano, que como tal amaba y odiaba el mismo tiempo a quienes tiranizaba” (p.21), se diría que es incapaz de comprender a su esposa, esa “extraña criatura” con quien se generan los “conflictos en la noche de bodas”, y sus posteriores contingencias.

Con una mujer cometida –doña Sensata-, “una especie de sierva que no sólo cosía, lavaba y planchaba la ropa [...] sino que besaba la tierra pisada por él” (p. 22), don Atilio aparce directamente ligado –en educación, en costumbres, en actos de experiencia- a los inmigrantes gallegos que la antecedieron. Pero la visión de éstos se desacredita totalmente: si se da en la novela la imagen del inmigrante tesonero, emprendedor, que varios autores uruguayos patentizaron en sus obras, ella aparece distorsionada por otra que se construye en base a atributos negativos, y que resulta descalificante. Las “virtudes” del inmigrante se ubican en un pasado que poco determina el presente; los “errores” y “faltas” que también tuvieron se perfilan con vigor en sus descendientes –protagonistas reales de la novela- de modo que, dentro del antagonismo que plantea el título, éstos entrarían, no en el grupo de los “amados”, sino de los “perversos”.

En el Capítulo 3 el protagonista narrante (¿una de las voces del autor en esta interacción de voces que es la novela?) habla de los inmigrantes afincados en nuestro país, en el “espacio de la metrópoli” que los ha acogido. Refiriéndose a don Atilio, a quien se yerno Mario venera y teme, declara:

Hijo de inmigrantes españoles preocupados de que ocupase en la sociedad el lugar que a ellos se les negara, don Atilio Benítez había recibido la preparación adecuada para ingresar en la Caja Obrera como auxiliar de tercera, puesto desde el cual ascendió lenta, certeramente, hasta el cargo de Jefe de Cuentas Corrientes (p.22).

La mirada (oblicua en sus comienzos) del Narrador al mundo de los inmigrantes predecesores atiende especialmente a ese “tronco” del que se desgajan los personajes actuantes. Su ojo-testigo fija la atención en “esos hombres de hoy” que provienen de aquellos cuyas cualidades unifica, uniendo pasado y presente. Porque, como afirma en una de sus reflexiones: “Cada hijo lleva [...] las caricias o el odio de sus padres como un don o un estigma inexplicable hasta el fin de los tiempos” (pp.45-46).

Y los antepasados inmigrantes, preocupados por una sobrevivencia dificultosa, endurecidos por una lucha diaria, sin cuartel, habrían legado a sus descendientes, fundamentalmente, una coraza de recursos y una red de artimañas para triunfar en la vida. Por lo cual prevalecerían, no sus principales virtudes, sino muchos de sus defectos, generalmente acentuados. Percepción  ésta más proclive a la concepción existencial que cifra su escala de valores en el éxito y el dinero.

Habrá pues una simiente mezquina de la cual crecerá una planta envenenada; los esfuerzos de los inmigrantes que han buscado  -y no siempre obtenido- seguridad y prosperidad, se desvirtúan en un hijo pretencioso y despótico -y hasta tramposo: “en el barrio se hablaba de probables malversaciones y estafas”- que infringe a su familia el yugo de su despotismo, de su egoísmo y de su soberbia:

Había que verlo frente a hijos, amigos o subalternos hablando del esfuerzo de sus padres para lograr que ocupara un puesto digno y prestigioso en la sociedad (p.22).

Don Atilio “usará” las penurias padecidas por sus padres al llegar a Montevideo: “la madre había trabajado de cocinera, el padre de albañil”(p.22), como forma de justificar el estatus que ha logrado y que defiende fieramente. Así pues la novela va objetivando un proceso de deterioro moral que alcanza también a otros personajes, incluyendo al propio narrador (quien se define como “un ser tortuoso y amoral”, “un hedonista, un ser obtuso y carnal”).

Derivando lo que para él son sus “virtudes personales”, de las que tuvieron sus antepasados gallegos, don Atilio sostiene la “nueva imagen” del hijo de inmigrantes “con la arrogancia y el desdén del nuevo rico, haciendo ostentación de su estatus[...], del coche flamante, de los opíparos menús que se servían en su hogar, pues hijo al fin de inmigrantes famélicos, disfrutaba devorando carnes, dulces y pastas con una avidez que colmaba tardíamente el hambre de sus antepasados”(p.22). Y condensa en sí una serie de condiciones negativas que el Narrador extiende también a otros contemporáneos: “lindas bestias éramos aquellos hombres”, dice, promoviendo la aparición de un verdadero bestiario, a menudo grotesco y casi siempre degradante.

El inmigrante y su  descendencia son objeto de una severa crítica vertida con sarcasmo e ironía:

Un magnífico triunfador era don Atilio, y de hombres como él, ávidos, sensuales, materialistas, orgullosos, obcecados, incapaces de indagar el campo de la abstracción, se alimenta la idiosincrasia  uruguaya (pp.22-23).

Este juicio se expande, con acentos de rabia, rencor y decepción , a un ámbito más amplio, responsable, en gran medida, de esa "idiosincrasia uruguaya” que deplora: abarca a los ancestros de los –bien o mal llamados- “hijos de los barcos”:

Sin el apoyo de su obsecuencia, su vanidad y su pragmatismo (alude a personas como don Atilio) jamás hubiéramos tenido el `como el Uruguay no hay´, tan veladamente español e italiano él, tan endiabladamente europeo” (p.123).

La desvalorización continúa en el parágrafo siguiente, en el cual se mencionan, de forma directa, -y con más precisión- determinados espacios europeos, de donde proceden, de modo prioritario, nuestros inmigrantes:

Tampoco hubiéramos tenido un país con tantos brutos, con tantos padres castradores, con tantos nostalgiosos, sin saberlo, de la remota fuente de Castalia en la que confluyen las peores y las mejores características de Galicia, Castilla, Andalucía, la baja Italia (p.23).

Es verdad que se trata de la opinión de un personaje fuertemente involucrado en la historia, pero es su voz (en primera persona) la que se afirma y crece progresivamente a través de convicciones y reflexiones; y la que, al concluir la novela, expresará un desencanto total en la visión definitiva de su ciudad, de su mundo:

Era un atardecer lluvioso, y durante la lluvia Montevideo se moja con algo más frío e insumiso que la lluvia. Esa pasividad montevideana, ese gris azulado, esa indolencia de los ojos que no reposan, flotan; no atisban, fisgonean; no vigilan, yacen en el sopor. Y debajo, detrás, sobre, dentro, en los ojos mismos, yace la horrible impavidez, la montevideana somnolencia total, el desamparo (p.123).

Y es esta desalentada mirada, de sesgo onettiano –muchas veces la concepción del mundo y del hombre recuerda a Onetti-,  la que brinda pautas para entender, no sólo la postura de un narrador cuyo itinerario hemos acompañado, sino tal vez la de un autor que observa –y piensa- el universo con una conciencia de fin de siglo, escasa de esperanzas y por cierto, nada idealizante:

al verla a ella desamparada y a la deriva , en la misma deriva que yo, sentí que la vida además de inexplicable, era triste, y que ningún hombre, ninguna mujer, ninguno de los seres creados tenía una guarida segura en donde meterse, ni ángel guardián que lo socorriera, ni una sola esperanza capaz de cumplirse (p.182).

Corporeidad y gestualidad: los seres del “bestiario”

El sujeto narrante, dueño de un estatuto propio que rige la intersección de voces del relato, apela, en su fluir comunicativo, a una semantización del cuerpo. La palabra

–como sostiene Foucault- “devela y domina”. En este caso ella surge de un centro vital que la mimetiza y la animaliza.  La palabra y su gestualidad. El acto escritural parece ser, para este narrador memorialista de un pasado, -acaso como lo fuera para Kafka: “Escribir es una necesidad orgánica que se ejerce en el propio cuerpo y contra él”,  sostiene en su Diario personal- una forma reveladora de su propio cuerpo, exterior e interior; en definitiva, un camino para hallar la tan anhelada identidad. Pero no sólo es la búsqueda de los enigmas de su propio cuerpo sino del de los otros y el de una sociedad tatuada por el vicio y el dolor, de manera desgarradora e indeleble. Y acaso sea esta “desgarradura” que el protagonista va descubriendo progresivamente en sí mismo y en los otros, la que hace emerger en la novela una presencia insoslayable: la del bestiario, que, metafóricamente, da apoyatura, parodíándolas, a las acciones humanas. La obra está plagada de referencias e imágenes que aluden a la humanidad animalizada. Algunos ejemplos lo demuestran: “masticaba lentamente, como un rumiante” (p.10); “la colectividad uruguaya se puso a balar como una sola oveja el famoso `uruguayos campeones´” (p.45); “en realidad, éramos más bestiales que Mario, quien, a pesar de todo, no se empeñaba en disimular la animalidad latente en él” (p.85); “la mansa cara de Amanda se convirtió en el rostro homicida de un animal inedintificable” (p.97); “Yo me alegro que se haya terminado todo con el animal del marido y no voy  a permitir que cambie a ese animal por otra bestia” (p.108); “Amanda lloró [...] Era el llanto de un animal, de una vaca o de un hipopótamo, [...] turbio y vaginal, tenebroso y felino. Era más que el llanto de una vaca, el llanto de un bestiario”(p.119); “simplemente la deseaba con un ardor patológico y obsesivo, como un animal a otro animal” (p.128); “Pensé  en la Rusa. Era mi hembra, mi bestia. Yo era el animal que la protegía de Mario” (p.135); “Era probable que ni siquiera le hablase, limitándome a poseerla como un carnero, satisfaciendo rudamente mi instinto, arrastrándola a la degradación” (p.138).

Pero, si bien el ser humano es degradado al nivel animal, no siempre esa disminución en la escala biológica –bien definida en las comparaciones- significa un propósito de rebajar al personaje, sobre todo cuando se refiere a las relaciones sexuales. La imagen de la devoración suele aparecer como símbolo de desenfrenada posesión del otro: “Sí, haría antropofagia. Yo era un animal, una bestia civilizada” (p.136); “ella [....] devorando mis palabras y disfrutando de mi cuerpo con insaciable voracidad” (p.181).

Incluso hay palabras que se repiten, como un leit motiv, y que insinúan la devoración (del otro, o del mundo) patentizando el deseo insaciable de posesión. El verbo “engullir”, por ejemplo, se usa con variantes semánticas: El gallego “se daba el lujo de engullirnos y vomitarnos” (p.14); La Rusa “engulló un pedazo de torta” (p.10); en el acto sexual la mujer “lo engulló, sin prisa, con una especie de violencia” (p.115); “Después me pidió que la penetrara. Y jamás podré olvidar la naturalidad con que me engulló”(p.179).

Es la poderosa fuerza del anhelo sexual –motor del mundo- la que bestializa, de acuerdo al Narrador, al hombre: “El deseo, cuando está mezclado con el amor, lo vuelve a uno torpe y siniestro como un chancho” (p.172). Pero cuando la imaginación se exalta ante la contemplación del cuerpo deseado, las imágenes no poseen un sentido peyorativo, sino que, por el contrario, revelan una intensa y gozosa sensualidad: “La Rusa blanca, oscura, abierta, posada como un húmedo batracio sobre las sábanas” (p.179); “Se abrió como una ostra a la que ya no podía satisfacer ningún gesto sexual”(p.180).

El gallego Mario y su lugar en el bestiario: una construcción novelística dual

Era increíble que alguién fuese capaz  de vivir al mismo tiempo en dos dimensiones absolutamente  antagónicas (p.187)

Con el avance de la narración y concretamente hacia el final, luego de varias reflexiones de corte metafísico emitidas por el protagonista, varía la imagen de Mario, deteriorada, como pudo verse, hasta el nivel de la degradación. Mario se presenta también como un ser extraño y conflictivo, cuya verdadera identidad se desconoce.            

Sujeta a los espacios de deseo del narrador, descripta en base a experiencias sensoriales concretas y a crudas vivencias sensuales (y sexuales), la protagonista femenina está relacionada, desde su aparición en la novela, con animales: “por algo le decían la marmota en la infancia” (p.9); “masticaba lentamente, como un rumiante” (p.10); “una perfecta acémila. Me refiero a la Rusa, por supuesto” (p.12).

Del mismo tono –o tal vez más implacable- será la presentación de ese “marido desconcertante” a quien la Rusa ha abandonado en “la casita de Atlántida” y sobre quien ella no emite, sin embargo, juicios negativos: “la Rusa aseguraba que todo estaba bien, que  el marido había actuado con corrección y que su regreso era consecuencia de que extrañaba la casa” (p.11).

Sin embargo, Mario será asimilado a lo bestial, en una descalificación denigrante. Se habla de “las caricias bestiales del marido” (p.40); del “animal del marido” (p.108); “Mario era un burro, Mario era otra bestia” (p.36).

Cierto es que el Narrador, movido por su pasión enfermiza por la Rusa, se convertirá en antagonista de Mario y comenzará a desvalorizarlo. La primera pregunta que se formula en relación al personaje del gallego, expresa ya su animadversión: “¿pudo haber actuado correctamente un energúmeno como el marido?” (p. 11).

Y de inmediato agrega una definición que –en escala menor aunque también peyorativa- lo vincula a don Atilio, su suegro: “Porque Mario, el esposo, era un perfecto estúpido, uno de esos hombres que andan por el mundo buscando hembra que les dé hijos, les lave la ropa sucia y les haga la comida, y hasta fantaseaba con la idea de comprar una casa en Colón  con diez o doce gallinas y una vaquita” (p.11)

Supuestamente menos ambicioso que su suegro, (instalado desde tiempo atrás en un estrato social superior) este gallego estaría “proyectando” su futuro en base a las mismas aspiraciones de otros inmigrantes “en carrera”, hacia definiciones de vida más concretas.

Pero sus esfuerzos no habrían sido suficientes, aún, para estabilizarlo. El matrimonio con la Rusa sería un paso importante en su trayectoria.

Es en el Capítulo 2 de la novela –y mediante un flash-back que nos traslada más atrás en el pasado –que comienza a gestarse la “imagen” del gallego Mario. Se lo presenta como un “hombre feroz”, que, negado de toda posibilidad de reflexión intenta, en un altercado, partirle la cabeza con una barrena a un conductor de tranvía; todo en él parece ser violencia ciega, irracionalidad, porque: “Hasta un caballo era capaz de interrogarse más sobre el látigo que lo castigaba que él sobre el origen de las cosas” (p. 14). También se dice que “había conquistado a don Atilio [...] en razón de su humillante actitud de carnero” (p. 24).

Pero, al tiempo que lo rebaja a grado de animalidad, el Narrador lo dota de un misterio por cierto muy humano, que rodeará su personalidad hasta el fin de la obra. Construcción dual, en consecuencia, que enriquece al personaje, eliminado, para el lector la posibilidad de una lectura simplificadora.

Sabe, el Narrador ,que sus ojos febriles escondían algo que se daba el lujo de engullirnos y vomitarnos una y otra vez” (p.14). ¿Desprecio, acaso, por ese mundo en el que el nuevo gallego se involucra en busca de un destino mejor? Comienzan  a plantearse en la novela las primeras facetas del “enigma” relativo a este personaje antinómico: en primera instancia un individuo “feroz”, “un bruto” que camina “con paso de paquidermo”, es también un ser “endiabladamente complejo”, cuya verdadera condición humana resulta indescifrable. La “otra imagen” de Mario, pues, posee aspectos que nada tienen que ver con el “perfecto bruto”, ajeno a la política de la época (es decir, inmigrante no-integrado), que dice “gansadas” y es “fichado como infradotado, aunque , en cierto sentido, a pesar mío, pues desde el primer momento su mirada me pareció inteligente”(41). Apreciación doble, pues: son los demás personajes  que integran el entorno (vecinos del barrio, fundamentalmente) los que desvalorizarían totalmente al gallego que intenta inmiscuirse en su ámbito. Mientras el Narrador, capaz de distanciarse y de reflexionar, bucea más hondo y descubre en él aptitudes superiores a ésas que don Atilio –por ejemplo- calibra como “únicas ventajas” del gallego cuando lo elige para marido de esa hija “insípida y desarmónica”.

El Narrador nos hace saber, además, que, “como casi todo español, Mario era muy trabajador, ahorrativo y fiel” (p.24). Y que, aunque la Rusa, al comienzo, “aceptó al marido como quien acepta un perro”(p.25), luego afirmará varias veces en el desarrollo de la historia “que el marido era un buen hombre” (p. 35). Y terminará aceptándolo nuevamente como esposo.

No sólo Mario, sino otros personajes, exhibirán una personalidad multifacética, que incluye contradicciones. Como seres humanos que son, no es extraño que las alberguen , y el Narrador lo sabe. Por eso no sorprende que el mismo personaje emita, de pronto, opiniones diferentes sobre los otros, a quienes “juzga” y “ve” con la óptica empañada por sus impulsos emocionales inmediatos. La Rusa, por ejemplo, que “consagra” definitivamente a Mario aceptándolo para compartir el resto de su vida, dirá en cierta oportunidad a su padre –recriminándole ser el gestor de un matrimonio inquerido- que “Mario, como buen amarrate que era, se había casado con ella por su dinero” (p.153).

También resulta “misteriosa” en el barrio –principal escenario de los recuerdos- la aparición súbita de Mario, a quien se describe físicamente usando del contraste con su, por entonces, “novia formal”:

La Rusa y Mario  [en el jardín] me parecieron estatuas. Ella blanquísima, mórbida, grande; él pequeño, hirsuto, delgado, oscuro (p.15).

Y cuando “el barrio [...] trató de descubrir a qué se dedicaba aquel hombre”, las pesquisas llegan a establecer que “era dueño de un almacén en La Blanqueada” (otro barrio, éste, de menor importancia en el relato, al que la memoria del Narrador viaja para reconstruir, como reclamaba J. Carlos Onetti, “la urbe verbalizada”).

Propietario de un comercio de barrio, le ubica en el estrato del inmigrante que ha prosperado discretamente, que lleva una vida ligada a las instituciones que, por la época, fusionaban a los inmigrantes: “Supe que [el gallego y la Rusa] se habían conocido en un baile de la Casa de Galicia”(p.16) Y que se diferencia claramente de esos “criollos” que, en la sociedad montevideana, “se dedicaron durante décadas a holgazanear tanto como trabajaron sus antepasados europeos” (p.23).

Esta “marca” diferenciatoria (que ya registra nuestra literatura desde, por lo menos, comienzos del siglo XX) dividirá también a los personajes en dos grupos antagónicos: el de los inmigrantes laboriosos que prosperan –ya en la ciudad, ya en el campo- en base a su tesón y esfuerzos personales, y el de los “criollos” sumidos en “la haraganería”, desvalor éste a partir del cual llegan a convertirse en “vividores” –es decir, quienes, inescrupulosamente, “viven” a expensas de los otros –como se considera a sí mismo el propio Narrador.

Poco a poco el lector irá conociendo –aunque nunca totalmente, dado que en el protagonista-narrador (testigo de los hechos) hay un propósito reconocible de escamotear datos- aspectos que van configurando el “drama” de Mario, su “conflicto interior”; sabemos de la furia del gallego, de su “humillación”, ya que “ningún hombre veía huir a la propia mujer después de la noche de bodas. Sobre todo, a ningún hombre se lo dejaba de este modo, sin dar explicaciones” (p.37).

Y, calando más en la sensibilidad del personaje, el Narrador nos hará saber que padece un doble sentimiento de pasión y temor: Mario es seducido realmente por la Rusa (“Desde el principio se había sentido atraído por ella”, p.37) a quien, a su manera, ama; pero también le teme: “El miedo [...]era consecuencia de que en Montevideo ni en su lejana Galicia ni en el cine, se había topado con una mujer como la suya” (p.37).

Comprobaremos asimismo que su amor propio, su orgullo herido, hacen nacer en él “la sensación de haber sido estafado”, que se imbrica a la “primeriza, desgarradora experiencia del amor” (p.37).

Solitario antes de su matrimonio, este inmigrante retorna, luego de él, a una soledad peor: la del deseo insaciado; la del amor no retribuido: “al  verse solo y sentirse despreciado por ella, Mario comprendió que amaba a aquella muchacha”(p.83).

Inscripto particularmente en el  texto que él mismo construye, comprometido a fondo con los acontecimientos que recompone, el Narrador –que sufre también un proceso de enamoramiento poderoso, irrefrenable- va rechazando cada día más al gallego Mario, aunque la visión negativa de su adversario no le impide dar, como señalábamos, otra, por cierto opuesta: en una novela donde campea el machismo, se valoran positiva -y prioritariamente- los atributos de la virilidad. En este sentido, la primera versión –disminutoria- es la de “Mario impotente”, y, en consecuencia, desechado por la Rusa. Existe una opinión, que difunde el Narrador (motivado, ya se sabe, subjetivamente): se decía que “el marido era incapaz de una erección normal” (p.84); que Mario era “una especie de impotente [...] pues la Rusa, al referirse a la noche nupcial, usaba con asombroso retorcimiento palabras capaces de despistar a cualquiera”(p.85). A esta se suma otra –tampoco plenamente creíble-: la de la madre de la muchacha, doña Sensata, quien, al tratar a toda costa que la pareja se reconcilie, sentenciará ante su marido: “Preferible hombre incapaz en la cama que cama sin hombre” (p.152).

En el extremo opuesto figuran los testimonios de dos personajes femeninos secundarios: Elena, la criada de la familia de don Atilio, quien proporciona confidencias al Narrador, y Ana Luisa, una joven del barrio que habría tenido relaciones sexuales con Mario. Sostiene el Narrador que Elena “me confirmaba lo que ya me dijera Ana Luisa: que [Mario] era sexualmente poderoso” (p.161). Y, de la propia Ana Luisa, se recoge estos datos: ella dice que, sexualmente, “ninguna mujer normal podía tolerar a aquel caballo”(p.153); y llega a afirmar: “Me extraña que digan que es incapaz un hombre que me hizo ver las estrellas”(p.152). Y antes, cuando la huida de la Rusa debe ser explicada por ella ante la familia, la esposa fugitiva ha dado esta versión: “Pero ella dijo que el marido la había desvirgado como una bestia, y que poco importaba que fuera un buen hombre, trabajador y excelente esposo en otras cosas”(p.p.83-84).

Descalificadora en lo esencial (referencia a la “bestialidad” de Mario), esta opinión tampoco resulta totalmente confiable, ya que con ella la muchacha debe encubrir el gran “pecado” que constituye su conflicto fundamental: el incesto llevado a cabo con su hermano Alberto.

Antagónicos, contradictorios, siempre complejos, los vínculos intersubjetivos irán entrando, paulatinamente, en  el inmenso enigma” que, de acuerdo al Narrador, “alberga todo lo existente”. Y Mario no es ajeno a él.

Hacia una “reivindicación” del gallego Mario

Es con el avance de la narración -y resueltamente hacia su final- que luego de varias conclusiones de corte metafísico emitidas por el protagonista, se produce –de acuerdo con los cánones éticos que rigen las acciones- una recuperación de la imagen de Mario, deteriorada, como se vio, hasta  niveles denigrantes. Aunque el Narrador, sabio en el uso del escamoteo de datos, ha dejado para este personaje un considerable margen de ambigüedad, puede afirmarse que Mario es, hacia el desenlace de la novela, un triunfador.

A partir del Capítulo 24 el gallego reaparece –sin explicaciones- en la casa de los padres de su esposa, y allí se instala:

Vi salir a Mario de la casa de don Atilio. Iba tan campante como si hubiera vivido siempre en ella y por el empaque de la marcha parecía estar diciéndole al barrio “Soy de nuevo el macho, el que manda”(p.151).      Dentro de las coordenadas valorativas del narrante, esto aparece como una conquista consagratoria.

Viene luego para el Narrador un período de “verdadero infierno”, en el cual se intensifica su lucha por recuperar a la Rusa de los brazos del ahora “gaita terrible”, que se ha revelado como “sexualmente poderoso”.

Y vienen las explicaciones –vano autoconsuelo- del amante deschanzado, que van revelando nuevas zonas de misterio. Refiriéndose a don Atilio, dice: “prefirió sacrificar a la hija en la cama del gallego antes que pedir cuentas  o seguir infligiendo castigos por el nauseabundo amor que los dos hijos se profesaban” (p.202).

Aunque de distinto modo, tanto el hijo de inmigrantes (don Atilio) como el nuevo inmigrante (Mario), son juzgados moralmente por el Narrador, y descalificados. Pero Mario –a diferencia de su suegro- es rescatado en algunos aspectos de su personalidad y conducta. Diríamos que logra “asomar la cabeza” –que resulta ser humana- del bestiario. No ocurre así con el “fruto” directo de los inmigrantes, quien es visto, hasta el final de la novela, en el grupo de los “perversos” y nunca en el de los “amados”. Porque don Atilio es “un maquinador de maldades”, que incluso llega a inducir a su yerno a que mate al Narrador. Este afirmará categóricamente: “el viejo era fanático, posesivo  y estaba ligado a la hija también por lazos incestuosos, pues siempre odió a todos los machos que la merodeaban” (p.196). De este modo lo hace caer en el pecado que el propio don Atilio ha deplorado durante toda su vida, determinando que se convierta en el ejecutor de castigos terribles infligidos a sus hijos:

En pleno invierno don Atilio tuvo al hijo desnudo  bajo la ducha fría una hora y azotó a la hija también desnuda con la misma ira y la misma crueldad con que un desalmado castiga a un caballo que se detiene en medio del camino” (p.112).

Conclusiones: criollos e inmigrantes en el “gran acuario del mundo”

El rasero moral del Narrador alcanza con igual poder enjuiciador a los distintos grupos humanos, dentro de ese espacio urbano representado, en algún momento, por una mazmorra de manicomio. Así pues, “aunque las conformistas familias montevideanas lo ignorasen, la Suiza de América también albergaba su infierno” (p.200).

Y, del mismo modo que los seres humanos han sufrido a lo largo de la trama  novelística un proceso de deshumanización, la ciudad es humanizada  -siempre la concepción antinómica- para mostrar al lector una  imagen lamentable y despiadada:

Mi caída en la desesperación se produjo en invierno, cuando Montevideo es más terrible que una ciudad gris y triste, cuando se agacha como un mendigo a tocarse las magulladuras, las costras, las pequeñas penas que la corroen como piojos” (p.212).

¿Existen responsables de este derrumbe general que alcanza a seres y objetos?

¿Es la conciencia del autor –quien probablemente comparta la sentencia del principal protagonista: “Nada se sabe de la verdadera historia de un hombre”- que, asumiendo voz a través de su personaje, lanza con furia, con sarcasmo, sus anatemas condenatorios:     

Así eran aquellos inolvidables padres de los que tanto se enorgullece el país. Constituían la sagrada familia de criminales impunes que ninguna asociación por la defensa de los derechos incestuosos de los humanos se atrevió a cuestionar. Inamovibles e inatacables en sus centros de poder extendieron sus agresivos tentáculos sobre la frágil carne humana que habían engendrado y parido (p.112).

Si bien se está acusando a una institución (la familia de la clase media uruguaya) y a un estrato social, el paradigma de esta “raza maldita” es un individuo, don Atilio, hijo de buenos inmigrantes que envileció su origen en lugar de dignificarlo.

No ocurre lo mismo con el conflictivo Mario: una leve simpatía del autor parece traslucirse más allá de la denigración de la cual lo hace objeto su adversario, el Narrador.

El desenlace novelístico no aclara situaciones, no resuelve enigmas. Solamente los traslada a un nivel existencial que no ofrece respuestas, sino que las formula, especialmente en torno al personaje femenino ("¿Cómo era la Rusa? ¿Fea, intuitiva, arrogante, estúpida?" (p. 224) quien, si volvemos ahora al epígrafe de Lao Tse que abre la novela, se convierte quizá -en el plano simbólico- en "la hembra Misteriosa", "base de donde surgen el Cielo y la Tierra".

Y el dueño de esta Hembra es, en definitiva, el gallego Mario.

De este modo se intentaría dar sentido al juego de dicotomías subyacente en la obra, que sostiene, como una invencible estructura, el universo humano y su complejo entramado de relaciones. Esto no significa que el autor se resuelva por soluciones maniqueas (aunque el título de la novela pudiera insinuarlo). Por el contrario, parece apostar a la ambigüedad y a la incertidumbre de  un universo incomprensible para las criaturas que lo habitan: "Así era todo: inestable, fluctuante, incapaz de cristalizarse. En el  gran acuario del mundo ningún pececillo vive seguro" (p.222).

La Rusa y su marido, la familia toda, se van del barrio, desaparecen en una bruma imprecisa que admite un cambio cuyo sentido también se ignora: "Habíamos cambiado. Todo era distinto, todo tambaleaba en el tenebroso mar heracliteano" (p.224).

Queda, como un monumento impertérrito, icono vacío que albergó historias inquietantes -y acaso, como sus moradores, también indescifrables- "la vivienda de la Rusa". Esa que todo el barrio envidiaba y que, tiempo atrás, "refulgía de misterio".

Esa a la cual el Narrador supo maldecir y hubiera deseado "que se la llevara el viento o consumiera el fuego" (p.26).

Al final de la historia sólo le queda una contemplación tan vacía como el interior de la mansión abandonada: "A veces miraba hacia la casa de la Rusa. Pero ella y todos los suyos habían partido para siempre"(p.220).

El amante burlado -se invierten los papeles: ahora es él y no el marido, el abandonado- no encuentra pistas que le permitan seguir a su amada. Ella se pierde en lo desconocido. Tendrán que pasar muchos años para que el Narrador resuelva transformarse en un "escritor rememorante" y pueda descubrir, cuando ya su propia experiencia vital está terminada y apenas sobrevive por sus recuerdos, "que sólo el amor por los demás era capaz de justificar la existencia".

Cuando los años han apaciguado los sentimientos tumultuosos surge -quizá como única tabla de salvación- "el amor solidario". Y este sería -no ya la pasión desenfrenada y egoísta- la verdadera justificación de la existencia.

El breve capítulo final focaliza su interés en una serie de preguntas formuladas  en torno al personaje femenino: La Rusa, "¿era un ser demoníaco? ¿Era un ángel? ¿Quién era?" (p.224).

Nuevamente se plantean las alternativas antagónicas que remontan hacia una pregunta esencial, definitiva, sin respuesta: "Qué es lo que es?" (p.224).

En ella se incluye el misterio de lo humano, elevado mas allá de las contingencias particulares.

El círculo de niebla que rodea a los ausentes deja escapar, acaso, un débil vislumbre de esperanza: "quizás el tiempo la hizo entrar por sus puertas en una ciudad menos triste, menos húmeda, en la que yo no podría existir" (p.226).

Mundo cerrado y ajeno, este último, que lo excluye  aunque le permite expresar un deseo ilusorio con respecto a la mujer que amó.

Desacralizador de mitos, evaluador agudo de una época y un entorno social, transgresor  de normas y tabúes, el autor de la novela formula como su antecesor Felisberto Hernández, una "estética de la desmesura", convirtiendo a su Narrador protagonista -también usa esta estrategia Felisberto- en un "mirón" sutil que subvierte códigos morales, pero también estéticos.

La novela exhibe ante los ojos del lector un "espectáculo" donde actúan inmigrantes y criollos, frágiles y poderosos, "amados y perversos".

Continuando algunas líneas trazadas por grandes vanguardistas latinoamericanos -recuérdese a Huidobro, a Vallejo, a Pablo Palacio, a Juan Emar, y, por supuesto, a Felisberto Hernández- Prieto concibe con originalidad un discurso multivalente y proteiforme, que interpela -más que propone- ; que indaga -más que resuelve-. Y que, a partir de vivencias cotidianas y personajes integrados en nuestro imaginario colectivo, logra proyectarse hacia una nueva estética y hacia una nueva época; la de la posmodernidad, seguramente, a la que Jameson señala como "la dominante histórico -cultural de nuestros días".

Referencias:

1 - Montevideo, Alfaguara. Las citas de texto que aparecen en el trabajo pertenecen a esta edición y van acompañadas de un paréntesis que indica la página en que se registran. 

2 - Comentario de Jorge Alfonso en “El Estante”, año V, Nº50,  Montevideo, diciembre de 1999. 

3 - Comentario de Carina Blixen titulado “Tiempo de novela”, en “Brecha”, Montevideo, 7-I- 2000. 

4 - En reciente entrevista, Mario Benedetti no vacila en arriesgar este juicio terminante: “Los tiempos que vienen van a ser terribles. Creo que la humanidad va hacia el suicidio;(...) la famosa globalización va a terminar en un suicidio en masa”. (Entrevista con Melisa Machado, en El Estante, Año 5, Nº51, Montevideo, 18 de enero a 17 de febrero de 2000).

5 - En entrevista antes citada, sostiene Benedetti: “Se habla mucho de la globalización económica y política y no se menciona la globalización de la hipocresía y la frivolidad”.

6 - Consultado el autor Ricardo Prieto acerca de la elección del sobrenombre de su personaje femenino

-cuyo nombre real es Ana Benítez- respondió que su “invención” no tiene otro vínculo con Rusia que la apreciación de ciertos rasgos físicos atribuidos a algunos inmigrantes de ese país por el imaginario popular rioplatense: blancura impoluta, tersura de piel, aspecto “rozagante”, etc..

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