Breve crónica de una iniciación La amistad con Juana de Ibarbourou Por Ricardo Prieto |
El
día del año 1967 en que conocí a Juana de Ibarbourou,
Montevideo no era precisamente una fiesta. Al menos para mí.
Aquella ciudad inerte no podía asimilar a un joven existencialista
torturado y abúlico, extravagante y egocéntrico. Náusea y abandono,
vagabundeo y soledad, hipercriticismo
y desesperación eran los pequeños dioses a los que
yo pagaba tributo sin saberlo, entregando al mismo tiempo un
tributo mayor al gran dios Jean Paul Sartre, ferviente devoción personal
de esos años, que sólo el tiempo y el afán clarificador lograron
neutralizar.
Aquellos
eran también tiempos de otras matizadas devociones. Además del de Sartre
se erigían los altares con las efigies de Kierkegaard,
Celine, Juliette Greco, Nietzsche, Kerouac, James Dean. La Nada era
el gran rector maldito, y la inconsciente avidez metafísica se había
desviado hacia la tierra. El
existir en libertad era el único infinito reconocible. Las palabras
pesaban poco. Jugar con ellas era la única manera de escapar del
suicidio. Morir era perderlo todo, y por eso la existencia era absurda e
inútil.
La
ciudad de Montevideo, que albergaba un microcosmo dionisíaco extendido
entre el bar Palace y la plaza de Cagancha, sólo era tolerable de noche.
Durante el día los montevideanos se deslizaban cubiertos de sopor,
sumidos en la indiferencia y la malicia, desprovistos de cualquier
afán de trascendencia espiritual. Todavía éramos “campeones
del mundo”, y el hálito de la buena vida, la laicidad y la soberbia
envolvía todo como un velo fúnebre.
Eran
también años de inocultable pero no asumida decadencia, de feroz
politiquería, de ingenua exaltación de utopías hoy felizmente en
crisis. Eran los años de Marcha. Y reinaba la generación del 45.
En
aquel entonces yo no leía con asiduidad a los escritores uruguayos, y el
interés con que me sumergía en la obra de Juana era consecuencia de la
admiración que por ella sentía mi padre, quien era su amigo y uno de sus
más entusiastas apologistas.
Juana
estaba ligada a nuestras vidas a través de los libros invariablemente
dedicados con su letra espigada y señorial, la constante mención que mis
padres hacían de ella y las esporádicas llamadas a casa que yo atendía
muchas veces. El sonido de aquella voz peculiar aún resuena en mis oídos:
voz calma y empastada, tierna y dolida.
A
raíz de la muerte de mi padre me invitó a su residencia de 8 de octubre,
y cuando la conocí me puse por primera vez en contacto con la potencia
energética del poeta, del creador: esa aura inconfundible que pocos
escritores tienen y que se compone de sensibilidad, intuición, piedad,
energía y silencio. Me llamó “hijo mío” desde el primer encuentro,
y cuando presintió la trama de desventura y angustia en que
yo estaba inmerso, me envolvió con su fe religiosa y se introdujo
en la zona subliminal de mi
psiquismo, donde siempre permaneció.
Había
leído muchos de mis primeros poemas y me alentó con generosidad
sorprendente. Quizá porque era una lectora sistemática y poseía gran
cultura humanística, detectó de inmediato de qué fuentes filosóficas
me nutría y por qué caminos iba buscando, casi a ciegas, certezas y
revelaciones.
En
los meses siguientes, por teléfono o a través de cartas,
solía aludir a la
primera e inolvidable conversación que habíamos tenido al conocernos, y
recalcaba que yo era un hijo más del universo sabio y armonioso, y que,
al igual que todos los seres vivientes, había venido a este mundo a dar
testimonio de la pesadumbre pero también de la alegría del ser. La
existencia llena de ritmos perfectos ordenados por un demiurgo, y, sobre
todo, de amor, no podía ser absurda, y mi misión como poeta era
descubrir el flujo de todo y transformarlo en imágenes. Si mi fe
religiosa era difusa, casi inexistente, la de los demás me sostendría
hasta que llegara a la meta. “Ricardo,
mi querido hijo: este es el primer año que pasas los días rituales sin
la presencia física de tu santo padre. Hoy he rezado por él y por ti
aunque tienes contigo a tu madre; y aunque no tengas mi fe religiosa, yo
te rodeo con la mía, inquebrantable”,* me escribió en la Navidad
de 1966.
Quizá
porque la realidad sólo se forma en el recuerdo, como dice Marcel Proust,
recién ahora soy capaz de entender qué necesario era que aquel joven
ateo se pusiera en contacto con
la potencia de la fe convertida en acto. Esa iniciación fue
tan intensa que durante los azarosos pero fecundos años
posteriores marcados
por la publicación de
muchos poemas en diarios y revistas, el estreno de mis primeras obra
teatrales, la confirmación de mi vocación literaria y el exilio a la
ciudad de Buenos Aires, la
noción de lo trascendente que Juana
me inculcó a través de una comunicación de existencias, me ha sostenido
y guiado siempre, y sin ella no podría haber transmutado la desesperación
y el escepticismo en fe indeclinable en el orden cósmico.
Han
pasado muchos años desde que se encontraran por primera vez aquel joven
dramaturgo de veintitrés años y la consagrada poeta de cincuenta y dos. Han muerto
muchos de los pequeños dioses, agonizan algunos más grandes y la ciudad
en que ambos vivíamos ya no es, gracias a Dios, la misma. Bastaron apenas
veintitrés años para que las obras de muchos de los escritores que
cuestionaban o ridiculizaban a Juana perdieran proyección o relevancia,
quizás porque eran producto de intelectos más o menos poderosos pero
esencia embrionaria. Han cambiado casi todas las expectativas, perdimos
arrogancia y empaque, empezamos a experimentar
conciencia planetaria y a tender, aún oscuramente, a la metafísica
y a la búsqueda de las esencias que signaron la obra y la vida de Juana y
le permitieron ser la madre espiritual de
muchos hijos, entre los que me incluyo.
Después de todo, la búsqueda de la verdad, el amor a lo invisible, la conciencia de la angustia cósmica y la piedad por los seres humanos sustenta la vida y la obra de cualquier artista.
*
Ésta y las otras cartas que
me envió se encuentran en el archivo de la Biblioteca Nacional de
Montevideo. |
por Ricardo Prieto
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