Amados y perversos
Cuatro capítulos de la Novela
"Amados y perversos", de Ricardo Prieto, editada por ALFAGUARA

Capítulo 1

 

Cuando la Rusa regresó a su casa después de abandonar al marido, el hermano dijo con satisfacción que aquella crisis conyugal iba a tener consecuencias funestas. El 1 de febrero, un día antes del regreso, la muchacha dio el consentimiento frente al sacerdote en la iglesia, y el sábado 2 de febrero, los padres, estupefactos, la vieron regresar con sus valijas. Pero aquel marido desconcertante estaba lejos de actuar funestamente: se desinteresó sin ningún disimulo del caso y ni siquiera intentó acercarse o llamarla por teléfono.

Claro que la Rusa también parecía abúlica e indiferente, como si aquella fuese la separación de dos cónyuges hartos de vivir juntos. Pero así era ella, impávida y distante, impermeable a la angustia y a los sentimientos. Por algo le decían marmota desde la infancia. Pocas cosas fuera de la comida, los perfumes, el radioteatro de Isolina Núñez y las estrellas de cine lograron conmoverla. Y el propio padre, único integrante de la familia capaz de admirar algún rasgo de su carácter, se sintió molesto, hasta herido, según se dijo, por aquel regreso que violentara prejuicios y atavismos.

Por culpa de ese regreso estaban en la boca de toda la chusma de los alrededores.

Recuerdo con asombrosa precisión la llegada pues en ese momento yo pasé casualmente frente a mi ventana, desde donde pude enfocar su casa. Bajó sin apuro del taxi, arrastró las valijas con brutalidad y entró por la puerta entreabierta. Más tarde, según me contaron, se sentó en el living resoplando como un buey herido, con las enormes piernazas abiertas. Después de pintarse los labios y peinarse (solía hacer ambas cosas continuamente) pidió una crush, engulló un pedazo de torta y dijo:

-Se acabó.

Sensata, la madre, aquella mujer incapaz de pisar demasiado fuerte para no matar ninguna hormiga, la miró con ojos exentos de asombro pero llenos d reprobación, recordando quizá que, por culpa del parto de la Rusa, había estado a punto de morir. Atilio, el padre, capaz de experimentar como propios los problemas de una hija tan excepcional, exigió explicaciones. En realidad estaba muy confuso y angustiado, porque aceptar el estrepitoso fin del matrimonio de su hija era como asumir su propio fracaso, cosa que no estaba dispuesto a hacer él, un triunfador inocultable.

Pero la Rusa era demasiado abúlica para explicar algo. Masticaba lentamente, como un rumiante, mirando con ojos azorados la alfombra, el ventanal, la alfombra.

Sí. Aquel era un espectáculo deslumbrante, me dijo mucho después su hermano Alberto cuando nos hicimos amigos. "Nada de cháchara. Nada de pamplinas", parecían decir sus ojos. "Una crush y torta. La revista Ecran, dos píldoras Ross para mover el vientre y a la cama sola."

Claro que Alberto era un sabueso inquisidor y no pudo alejar de su mente la idea del marido también solo, sollozando o masturbándose en la cama de la casita de Atlántida. A pesar de la mirada reprobatoria de la madre, y deseando conocer todos los detalles, hizo un sinfín de preguntas. Pero la Rusa aseguraba que todo estaba bien, que el marido había actuado con corrección y que su regreso era consecuencia de que extrañaba la casa.

Pero me pregunté yo entonces: ¿pudo haber actuado correctamente un energúmeno como aquel marido? Porque Mario, el esposo, era un perfecto estúpido, uno de esos hombres que andan por el mundo buscando hembras que les dé hijos, les lave la ropa sucia y le hagan la comida, y hasta fantaseaba con la idea de comprar una casa en Colón con diez o doce gallinas y una vaquita.

Durante aquella época yo pensaba que la Rusa no era tan inofensiva como parecía, y que debió guardarse las incorrecciones cometidas para que la noche de bodas terminase de ese modo.

Pero si regresamos a aquel momento y vemos a padre, madre y hermana reunidos, diremos que hay allí una mujer mayor y preocupada, un padre muy nervioso, un hermano expectante y perspicaz y una perfecta acémila. Me refiero a la Rusa, por supuesto.

 

Capítulo 2

 

Conocí a Mario en el año 1952 en circunstancias muy insólitas, dos años antes de que se casara con la Rusa. Fue en un tranvía, donde después de mantener un altercado con el guarda intentó partirle la cabeza con la barrena para cambiar el riel. Como supondrán, es imposible olvidarse de un hombre tan feroz. Después, al verlo en la casa de la Rusa, tuve la extraña sensación de que las cosas que estaban pasando ya habían ocurrido alguna vez, y que se repetían de forma casi idéntica para que comprendiéramos que aquellas repeticiones tenían un sentido. En aquel tiempo yo ignoraba las teorías kármicas (las que habrá que explicar para entender muchos de los hechos que estoy cantando) y pensaba, al igual que mucha gente, que los acontecimientos y las personas tenían una especie de doble que andaba por ahí esperando que uno se topase con ellos. Era algo así como lo de aquella otra mitad del alma de que habla Platón, la perdida parte de uno mismo con la cual puede reconstruirse la unidad, un doble que alguien ponía de pronto frente a las narices de los mortales para que comprendiesen que el universo es una especie de broma macabra. A este punto llegaba mi superficialidad, a pesar de que ya era menos cartesiano que durante la época en que empecé a frecuentar al esoterista boliviano Vizcarra Fabre en el comienzo de su exilio montevideano, y de que ya había leído a Khrisnamurti, aunque sin entenderlo.

Mario era un tipo de sencillez sospechosa, y, si digo sospechosa es porque parecía inconcebible que un hombre anduviese por el mundo tan desprovisto de avidez metafísica. Hasta un caballo era capaz de interrogarse más sobre el látigo que lo castigaba que él sobre el origen de las cosas.

Por otra parte, como en el transcurso de mi vida no había frecuentado nunca a la gente demasiado simple (yo era tan, pero tan torpe que creía en la existencia de la "simplicidad"), fui víctima de una especie de superstición que me indujo a pensar que Mano era endiabladamente complejo. Al mismo tiempo hubiese jurado que la Rusa era un dechado de simplicidad.

Mi oscurecida percepción me jugó una mala pasada, sin embargo. Todo lo que yo lucubraba era inexacto. Y mi pasión por la filosofía, que era, ante todo, pasión por la diversidad y la locura, se tuvo que humillar ante la certeza de que yo era más bruto que Mario, y que sus ojos febriles escondían algo que se daba el lujo de engullirnos y vomitarnos una y otra vez.

La primera vez que lo vi había intentado macar a un hombre; la segunda, mucho antes del casamiento, estaba sentado junto a su novia en el jardín de la casa de enfrente. Fue un domingo de tarde y todo el barrio comprendió que aquella era la presentación oficial al populacho del novio de la Rusa. Claro está que nadie supo explicarse por qué don Atilio aceptó como futuro yerno a aquel hombre feo y desarrapado. Visto desde mi casa el novio parecía un rudo campesino o un verdulero, y media hora más tarde de su aparición todo el barrio supo que era español, aunque aun ahora sigo preguntándome cómo logró expandirse la noticia.

Lo cierto es que la Rusa y Mario me parecieron dos estatuas. Ella blanquísima, mórbida, grande; él pequeño, hirsuto, delgado, oscuro. A veces se miraban, otras veces sonreían, en ciertos momentos hablaban; poco, naturalmente, porque aquella fue la época más introvertida de la Rusa.

Como es obvio, la gente trató de descubrir a qué se dedicaba aquel hombre. Pero nadie pudo hacerlo. Después de observarlo minuciosamente durante cierto tiempo alguien llegó a la conclusión de que era vendedor de baratijas o portero. Poco después se sabría que era dueño de un almacén en la Blanqueada.

Yo fui uno de los que se preguntó azorado por que toleraba don Atilio, orgulloso como estaba de su posición, de su casa y de su prole, que aquel espécimen estuviese destinado a sembrar semillas en el vientre de su idolatrada hija. Y fue mucho después, gracias a Alberto, que supe que se habían conocido en un baile de la Casa de Galicia.

La otra imagen de Mario la tuve al hablar con él por primera vez. Fue unos meses después, cuando apareció cierta tarde en mi casa para pedirme que le arreglara una heladera. Mirados de cerca, sus endurecidos ojos me produjeron bastante inquietud, y cuando vi a través de la camisa entreabierta la maraña de pelos que había en su pecho, sospeché que el vínculo entre él y la Rusa era meramente químico: mujer blanca y lechosa atraída por hombrecillo velludo.

Claro que la combinación energética no explicaba la docilidad con que don Atilio aceptó a aquel ente como futuro yerno, pues hombre sano y poco afecto a las morbosidades como era él, parecía improbable que se sintiese inconscientemente atraído, como ocurre a veces, por el novio de su hija.

Recuerdo que, curioso como era yo respecto de la psicología humana, le hice a Mario varias preguntas que contestó como un perfecto bruto. Por ejemplo, cuando le pregunté si pensaba que el ascendente Chicotazo podría hacer carrera, respondió que sí, que era el sucesor inevitable de José Batlle y Ordóñez.

Fue así, oyéndolo decir gansadas, que fiché a Mario corno infradotado aunque, en cierto sentido, a pesar mío, pues desde el primer momento su mirada me resultó inteligente. Pero no fue esa mirada la generadora de conflictos en la noche de bodas.

Capítulo 3

Pero vayamos al tiempo anterior, esa tierra en donde empieza algo más inexplicable que la memoria. Pienso en los años cincuenta, cuando los padres de la Rusa llegaron al barrio y comenzó todo. Yo acababa de cumplir treinta y tres años, la edad de Cristo al morir, y vivía perturbado después de haber leído en un libro esotérico llegado por casualidad a mis manos, que esa edad era la del hundimiento definitivo o la salvación. En aquel entonces era capaz de hacer cosas muy extrañas: toquetear a las mujeres gordas en los tranvías, usar melena (parece mentira que un montevideano usara melena en la era del Colegiado, pero yo lo hice) y hasta andar desnudo por la casa para escándalo de los ocasionales visitantes. El Buceo, mi barrio, era un opio, una especie de gran baldío medio gris y medio blancuzco que durante los meses de lluvia resoplaba como un animal moribundo.

La llegada al barrio del padre de la Rusa fue un acontecimiento. Don Atilio Benítez era bancario, y en aquella época los bancarios estaban situados en la cúspide del espectro social. Muerta la hermana viuda, había recibido una herencia de cincuenta mil pesos y, con buen tino, en lugar de comprarse en Carrasco o en Pocitos una vivienda por ese monto, optó por adquirir en el Buceo una casa excepcional en veintitrés mil pesos, destinando una parte del dinero a su cuenta de ahorros y gastando el resto en un viaje a Europa que hizo en el Andrea Doria con toda la familia.

Apenas pudo advertir el nivel de vida de los Benítez, el vecindario empezó a tejer alrededor de ellos una red de maledicencia y envidia, pues molestaba que lucieran ropas buenas, que tuvieran auto y sirvienta, que doña Sensata gastara en el almacén en un solo día el dinero que cualquier vecino ganaba en una semana. Se les adjudicó incluso un pudor económico excesivo, y a poco de ocupar la casa, "los ricachos", como los llamaron, estuvieron en la boca y en la bronca de todo el mundo, a pesar de que doña Sensata ya era en ese entonces una mujer humilde, mansa y conciliadora, incapaz de generar con sus actitudes rechazo o animadversión.

Ana, la hija, tenía dieciséis años y Alberto, el hermano, solo trece cuando llegaron a la casa, pero ni siquiera la corta edad los salvó de ser odiados; a él le decían "el ratonero" o "el marica", y a ella, con impiedad mayor, ''la gorda plasta", "la rusa marmota".

Claro, Alberto hacía cosas muy mal vistas en aquellos tiempos y en aquellos barrios: leer muchas novelas, por ejemplo; y hasta poemas; perfumarse con mucho esmero; evitar el contacto con los varones; vivir simbióticamente pegado a la hermana.

Ana, o si se prefiere la Rusa, era una criatura muy extraña. En el atardecer, por ejemplo, se sentaba en el jardín de la casa luciendo vestidos primorosamente bordados y ribeteados con puntilla, con sus grandes trenzas rubias y duras oliendo a Maderas de Oriente, la piel a veces amarilla, a veces lechosa, los gruesos labios siempre fruncidos, las regordetas piernas abiertas, los ojos ¡dos, muertos, inexpresivos. Vista desde lejos parecía una acicalada muñeca desdeñosa y era evidente su desinterés en hablar con las otras muchachas del vecindario, a las que miraba de soslayo, con notorio desprecio.

Alberto, en cambio, quería jugar con los otros cincos y lo intentaba muchas veces, desistiendo después a causa de las palizas y los insultos recibidos.

Doña Sensata propiciaba el aislamiento de sus hijos, prohibiéndoles franquear la puerta de calle y solazándose en contemplarlos desde el ventanal del living cuando salían al jardín rodeado de verjas. En realidad, para ella aún formaban parte de su matriz y encerrándolos en aquella especie de huevo que era la casa los protegió siempre del mundo hostil.

El padre, sin embargo, mascullaba en secreto la frustración de comprobar que sus hijos no se pavoneaban como correspondía por aquel barrio burdo y medio fabril. Por eso, los domingos durante el atardecer, cuando las matronas y los viejos jubilados sacaban las sillas a la vereda para tomar mate, el repetía invariablemente el ritual de salir con toda la familia impecablemente vestida a las seis en punto, ascender al flamante Citröen negro y dirigirse hacia el Centro para tomar el té en la Conaprole de

18 de Julio y Yí. En el fondo, disfrutaba más de ese paseo que de un ascenso en el banco.

Por aquel entonces mis salidas eran muy escasas, pues recién fallecido papá, gracias a cuya jubilación pude solventar siempre mis gastos, carecía de dinero para ir al Centro o al cine y me quedaba gran parte del tiempo en la casa haciendo por correo un curso de electrónica y preparando el ingreso a la Facultad de Medicina que jamás se produjo. Para amenizar adquirí el hábito de pasarme muchas de las tardes del verano leyendo y tomando mate en el jardín, y algunas de las tardes de invierno apostado detrás de la ventana del living, desde donde la casa de la Rusa refulgía llena de misterio.

Desde el primer momento se supo que don Atilio era un tirano, y que como tal amaba y odiaba al mismo tiempo a quienes tiranizaba. Sensata, la mujer, dócil e introvertida como era, se dejó avasallar siempre por su temperamento dominante, y acostumbrada como estaba a responder con amor a la arrogancia y el destrato, era una especie de sierva amaestrada que no solo cosía, lavaba y planchaba la ropa de aquel hombre, sino que besaba la tierra pisada por él y bendecía el aire que respiraba.

Hijo de inmigrantes españoles preocupados de que ocupase en la sociedad el lugar que a ellos se les negara, don Afilio Benito, había recibido la preparación adecuada para ingresar a La Caja Obrera como auxiliar de tercera, puesto desde el cual ascendió lenta, certeramente, hasta el cargo de Jefe de Cuentas Corrientes.

Había que verlo pavonearse frente hijos, amigos y subalternos hablando del esfuerzo de los padres para lograr que ocupara un puesto digno y prestigioso en la sociedad, cuentos matizados con la pormenorizada descripción de las penurias padecidas por sus progenitores al llegar a Montevideo: la madre había trabajado de cocinera, el padre de albañil. Con la arrogancia y el desdén del nuevo rico, hacía ostentación de su estatus, de la heladera General Electric y la cocina Volcán compradas al contado, del coche flamante, de los opíparos menús que se servían en su hogar, pues hijo al fin de inmigrantes famélicos, disfrutaba devorando carnes, dulces y pastas con una avidez que colmaba tardíamente el hambre de sus antepasados.

Un magnífico triunfador era don Afilio, y de hombres como él, ávidos, sensuales, materialistas, orgullosos, obcecados, incapaces de explorar en el campo de la abstracción, se alimenta la idiosincrasia uruguaya. Sin el aporte de su obsecuencia, su vanidad y su pragmatismo jamás hubiéramos tenido el "como el Uruguay no hay", tan veladamente español e italiano él, tan endiabladamente europeo.

Tampoco hubiéramos tenido un país con tantos brutos, con tantos padres castradores, con tantos nostalgiosos, sin saberlo, de la remota fuente de Castalia en la que confluyen las peores y las mejores características de Galicia, Castilla, Andalucía, la baja Italia.

Como es natural, en el barrio decían que era un hombre de antecedentes turbios y que los ingresos de empleado bancario no justificaban su vida dispendiosa. El dinero recibido a través de la herencia, por ejemplo, lo atribuyeron a malversaciones y estafas. Claro está que aquellos honrados y sinuosos padres de familia montevideanos, tan obtusos mentalmente, hubiesen tenido dificultades para imaginar una oscura trama que diese la posibilidad de atesorar el dinero mal habido. Por eso, y también por haraganería, porque los criollos se dedicaron durante décadas a holgazanear tanto como trabajaron sus antepasados europeos, mis vecinos no pudieron explorar los intrincados orígenes de la pecaminosa fortuna de don Atilio, dedicándose en cambio a odiarlo a él y a su familia con sistemática pereza llena de saña.

Aquel hombre tan cuidadoso de su prestigio no pudo sin duda asimilar el golpe bajo que le diera su hija al separarse del marido. Habiéndola casado compulsivamente a los veintiún años por temor a que quedase soltera, bramó enfurecido cada vez que le mencionaron los resultados del casamiento. Desde el principio había detestado a su yerno. Lo encontraba inculto, ordinario, sin roce alguno. Pero después de detectar en él una especie de devoción por aquella insípida y desarmónica hija, terminó aceptándolo como marido de la muchacha, no sin cavilar antes sobre el pro y el contra del matrimonio.

El pro pudo más que el contra cuando descubrió las únicas ventajas que la unión aparejaba. Como casi todo español, Mario era muy trabajador y ambicioso, ahorrativo y fiel. Sobre todo fiel en su admiración hacia él, pues lo idolatraba. En realidad había conquistado a don Atilio antes que a la Rusa, pero no como consecuencia de sus cualidades sino en razón de su humillante y sumisa actitud de carnero.

Temeroso como estaba además don Atilio de que casa, auto y la plata ahorrada cayeran, de sufrir el alguna desgracia, en manos de un yerno inescrupuloso capaz de desposeer a toda la familia, optó por aceptar a un gallego analfabeto ames que a un criollo vividor. No quiso seguir esperando la aparición de otro candidato. No podía correr ese riesgo después de comprobar que el intenso y extraño vínculo que unía a sus dos hijos era casi indestructible. Estaba harto de ver al varón jugar con la hermana a las muñecas, harto de su timidez y sus buenos modales, harto de observar que admiraba más a Lana Turner que a la gloriosa celeste que triunfara en Maracaná. "¡Los hombres juegan al fútbol!", le gritaba a veces con ira. Y al verlo escapar hacia el cuarto de la hermana le gritaba estúpido y afeminado.

En cuanto a la Rusa, debo decir que aceptó al marido como quien acepta un perro, o un regalo no codiciado, o un remedio. No era mala la idea de alejarse de aquel padre sádico, maníaco y posesivo, de ser respetada y hasta llamada señora por toda la gente que la consideraba mongólica. Mario le había prometido comprarle los mismos perfumes, las mismas revistas, los mismos vestidos.

Por otro lado, los ataques que padeciera por parte del padre como consecuencia de ser uña y carne con el hermano, le imprimieron un matiz conflictivo a su relación con este, impulsándola a veces a huir de él con miedo y hasta con asco. Ciertos días, al pensar con nostalgia en sus juegos y en sus charlas, lo odiaba con desusada intensidad.

Sí. Para huir de la crueldad paterna y del apego al hermano se alejó la Rusa hacia la cama del gallego y hacia la noche de bodas. Ahora, cuando pienso en aquellos años, comprendo que la huida no fue casual, tampoco fue casual que yo naciera en aquel lugar de la calle Santiago Rivas ubicado frente a un baldío en donde tiempo después construyeron una casa pretensiosa que vendrían a ocupar la Rusa y su familia.

Más tarde, cuando las cosas se enmarañaron diabólicamente, cuando llegué incluso a maldecir mi nacimiento y mi propia casa y a desear que se llevara el viento o consumiera el fuego la vivienda de la Rusa, comprendí que el libre albedrío sólo existe en la imaginación de los hombres.

Capítulo 4

Antes de abordar el problema de esa noche de bodas (noche que llegué a reconstruir con minucioso, patológico rigor) debo referirme a Amanda, porque ella, o mejor dicho su bondad, se imbricó de algún modo en toda la historia llenándola de implicancias sórdidas. Que la bondad pueda generar sordidez es un misterio que compete al Señor del mundo y mal puedo yo, un insignificante gusano que trata de desarrollar su inteligencia, adentrarme en un problema teológico, habida cuenta de que la teología es una especie de inteligencia de la fe.

Amanda, quien en la época de la llegada de la Rusa al barrio acababa de cumplir cuarenta años, y que en la fecha del casamiento de aquella tenía cuarenta y cinco, fue, en esta historia, el demiurgo o ángel sombrío y exterminador.

¿Que puedo decir yo de Amanda? Mis asumidas limitaciones como narrador me impiden hacer un retrato más expresivo que el que hizo de ella su hijo en una redacción escolar: "Mamá es buena, es muy linda. Siempre sonríe y ayuda a los pobres y les da pan. Mamá toca todas las cosas y las sana".

Sí. Amanda era demasiado "buena". Por "bondad" se había casado con un escribano enriquecido y más viejo que ella y, cambien "por bondad", le pidió el divorcio a los cinco años para evitar que el viejo siguiera sufriendo con sus infidelidades y su inestabilidad afectiva.

El divorcio, claro está, le produjo excelentes dividendos: una suculenta pensión mensual, un apartamento que habitó gratuitamente, el título oficial de "señora de...'' que en aquellos años era una credencial para abrirse camino y abrirse de piernas indiscriminadamente en la hipócrita pero libidinosa sociedad montevideana.

Extraña personalidad la de Amanda, asombrosa síntesis de las peores y mejores virtudes de un ser aniñado, generoso, utilitario, vengativo, promiscuo y afectuoso hasta el empalago. Era una mujer atractiva, sin duda, de piel blanca, ojos verdes, cuerpo armonioso. Su dentadura inmaculada y su voz cálida producían un placer adicional en cualquier estera, y su encubierta lascivia, disimulada por vestuario, modales y hábitos de sensata burguesa, coadyuvaban para producir en sus innumerables adoradores la sensación de estar cayendo en las redes eróticas de una especie de Rita Hayworth.

El viejo escribano, quien a los sesenta años sucumbiera en la abigarrada trampa de esos encantos, ni siquiera tuvo tiempo de meditar demasiado en la confusa y azarosa trayectoria de aquella mujer, soltera al conocerla él, pero madre sin embargo de un hijo de padre desconocido, tampoco se preguntó nunca que origen tenía el dinero con que se entregaba a una vida de dispendios.

A pesar de su frondoso y ambiguo currículo, Amanda no despertó en los hombres ni resquemores ni sospechas. Por el contrario, generaba confianza, olvido, placer ininterrumpido. En el siglo IV, por ejemplo, hubiera sido una cortesana honesta de Roma o de Florencia; en el siglo XVI, la dama con camelias de un barón o de un duque; en el siglo XVIII, la preferida de Luis XV.

Quizá como consecuencia de su pasión por la sexualidad Amanda era muy tierna, sus buenos sentimientos predominaban sobre los malos y no estuvo desprovista de sensibilidad artística ni de capacidad de compasión. Sus obras de beneficencia, por ejemplo, eran muy notorias, pues hasta solía vérsela fotografiada en Mundo Uruguayo junto a las esposas, las viudas o las hermanas de escribanos y doctores de la atildada e insípida sociedad montevideana mientras recolectaban chalecos, arroz, medias y bufandas para los pobres. Tanto amaba a los pobres aquella mujer, que hasta era capaz de acostarse con ellos, lo que era mucho decir en un mundo tan pulido como el de esos círculos, en los que un hombre, para ser deseado, debía usar sombrero y zapatos de charol.

Pero Amanda tenía, como muchos otros seres que cumplen con la misión inconsciente de instaurar una especie de equilibrio en cualquier sociedad convencional y amodorrada, un psiquismo complejo y tortuoso capaz de erosionar tanta beatífica prolijidad. En el fondo, se mató siempre de risa de las mujeres y los hombres que representaban con compungida seriedad la triste comedia de enredos, hipocresías y vacuidades a las que se entregaban los doctorcillos y los escribanejos de moda y, más en el fondo aun, sintió casi siempre el llamado de una voz más honda y angustiada que la de aquellos taimados montevideanos, hijos esplendorosos de padres a quienes treinta años atrás odiara Roberto de las Carreras.

Había que verla, en el transcurso de un te canasta o un estreno en el teatro Solís, fumar en pitillo; había que verla sentarse a hablar con cualquier mendigo en una plaza, o decir como al descuido en el Águila o el Oro del Rhin, rodeada de venerables, aburridas y ácidas matronas, que Tyrone Power era el actor que más la excitaba.

También había que verla meterse en las chozas del pobrerío de la Unión o del Hipódromo para repartir ropa de invierno o de verano, arroz, yerba y leche, y hasta tomar mate con las desarrapadas mujeres que la recibían como a un Dios.

Ahora, al evocarla después de tantos años, comprendo que Amanda era tan abismal como la Rusa, Alberto o yo mismo, y que habiendo perdido algo así como la identidad en el cruce de los cuerpos, las camas y los grupos sociales disímiles, no podía, aunque quisiera, establecer un hilo conductor en su vida: no era una señora ni una puta, ni una buena ni una mala madre, ni amiga ni enemiga, ni endemoniada ni angelical.

Amanda marchó siempre al borde del abismo de la indefinición. Y sin perder los buenos modales. Excepto conmigo, que logré sin querer que se mostrara al descubierto. Pero frente a los demás fue casi perfecta, convenció a todo el mundo. Cuando empezaban a cuestionar su impudor y su ligereza actuaba deliberadamente como la dama más refinada. Cuando se aburría de que la creyesen demasiado estúpida desafiaba con gestos insólitos y osadas palabras. Sin perder la astucia y la cautela, claro. Y quizá fue por ese motivo que, en lugar de aislarla o perseguirla, aquella sociedad conservadora le proporcionó admiradores como el viejo escribano, capaz de casarse con ella, acólitos como Alberto, amigos como yo, prestigiosas asociadas a sus obras de beneficencia.

Lamentablemente, su capacidad transgresora no dio muchos rodeos ni se esforzó en ocultarse cuando se interpuso entre la Rusa y yo, demostrando una vez más que solo la pasión amorosa tiene el poder de arrancar todas las máscaras y pulverizar cualquier forma de cautela para que surja desde ella, alimentando por ella, el flujo más turbio del psiquismo humano.

 

Cuatro capítulos de la Novela

"Amados y perversos", de Ricardo Prieto, editada por ALFAGUARA

 

Ver, además:

 

                     Ricardo Prieto en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

instagram: https://www.instagram.com/cechinope/

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Ricardo  Prieto

Ir a página inicio

Ir a índice de autores