Amados y perversos |
Capítulo 1
Cuando la Rusa regresó a su casa después de abandonar al marido, el hermano dijo con satisfacción que aquella crisis conyugal iba a tener consecuencias funestas. El 1 de febrero, un día antes del regreso, la muchacha dio el consentimiento frente al sacerdote en la iglesia, y el sábado 2 de febrero, los padres, estupefactos, la vieron regresar con sus valijas. Pero aquel marido desconcertante estaba lejos de actuar funestamente: se desinteresó sin ningún disimulo del caso y ni siquiera intentó acercarse o llamarla por teléfono.
Capítulo 2
Conocí a Mario en el año 1952 en circunstancias muy
insólitas, dos años antes de que se casara con la Rusa. Fue en un
tranvía, donde después de mantener un altercado con el guarda intentó
partirle la cabeza con la barrena para cambiar el riel. Como supondrán,
es imposible olvidarse de un hombre tan feroz. Después, al verlo en la
casa de la Rusa, tuve la extraña sensación de que las cosas que estaban
pasando ya habían ocurrido alguna vez, y que se repetían de forma casi
idéntica para que comprendiéramos que aquellas repeticiones tenían un
sentido. En aquel tiempo yo ignoraba las teorías kármicas (las que
habrá que explicar para entender muchos de los hechos que estoy cantando)
y pensaba, al igual que mucha gente, que los acontecimientos y las
personas tenían una especie de doble que andaba por ahí esperando que
uno se topase con ellos. Era algo así como lo de aquella otra mitad del
alma de que habla Platón, la perdida parte de uno mismo con la cual puede
reconstruirse la unidad, un doble que alguien ponía de pronto frente a
las narices de los mortales para que comprendiesen que el universo es una
especie de broma macabra. A este punto llegaba mi superficialidad, a pesar
de que ya era menos cartesiano que durante la época en que empecé a
frecuentar al esoterista boliviano Vizcarra Fabre en el comienzo de su
exilio montevideano, y de que ya había leído a Khrisnamurti, aunque sin
entenderlo. Mario era un tipo de sencillez sospechosa, y, si digo
sospechosa es porque parecía inconcebible que un hombre anduviese por el
mundo tan desprovisto de avidez metafísica. Hasta un caballo era capaz de
interrogarse más sobre el látigo que lo castigaba que él sobre el
origen de las cosas. Por otra parte, como en el transcurso de mi vida no
había frecuentado nunca a la gente demasiado simple (yo era tan, pero tan
torpe que creía en la existencia de la "simplicidad"), fui
víctima de una especie de superstición que me indujo a pensar que Mano
era endiabladamente complejo. Al mismo tiempo hubiese jurado que la Rusa
era un dechado de simplicidad. Mi oscurecida percepción me jugó una mala pasada, sin
embargo. Todo lo que yo lucubraba era inexacto. Y mi pasión por la
filosofía, que era, ante todo, pasión por la diversidad y la locura, se
tuvo que humillar ante la certeza de que yo era más bruto que Mario, y
que sus ojos febriles escondían algo que se daba el lujo de engullirnos y
vomitarnos una y otra vez. La primera vez que lo vi había intentado macar a un
hombre; la segunda, mucho antes del casamiento, estaba sentado junto a su
novia en el jardín de la casa de enfrente. Fue un domingo de tarde y todo
el barrio comprendió que aquella era la presentación oficial al
populacho del novio de la Rusa. Claro está que nadie supo explicarse por
qué don Atilio aceptó como futuro yerno a aquel hombre feo y
desarrapado. Visto desde mi casa el novio parecía un rudo campesino o un
verdulero, y media hora más tarde de su aparición todo el barrio supo
que era español, aunque aun ahora sigo preguntándome cómo logró
expandirse la noticia. Lo cierto es que la Rusa y Mario me parecieron dos
estatuas. Ella blanquísima, mórbida, grande; él pequeño, hirsuto,
delgado, oscuro. A veces se miraban, otras veces sonreían, en ciertos
momentos hablaban; poco, naturalmente, porque aquella fue la época más
introvertida de la Rusa. Como es obvio, la gente trató de descubrir a qué se
dedicaba aquel hombre. Pero nadie pudo hacerlo. Después de observarlo
minuciosamente durante cierto tiempo alguien llegó a la conclusión de
que era vendedor de baratijas o portero. Poco después se sabría que era
dueño de un almacén en la Blanqueada. Yo fui uno de los que se preguntó azorado por que
toleraba don Atilio, orgulloso como estaba de su posición, de su casa y
de su prole, que aquel espécimen estuviese destinado a sembrar semillas
en el vientre de su idolatrada hija. Y fue mucho después, gracias a
Alberto, que supe que se habían conocido en un baile de la Casa de
Galicia. La otra imagen de Mario la tuve al hablar con él por
primera vez. Fue unos meses después, cuando apareció cierta tarde en mi
casa para pedirme que le arreglara una heladera. Mirados de cerca, sus
endurecidos ojos me produjeron bastante inquietud, y cuando vi a través
de la camisa entreabierta la maraña de pelos que había en su pecho,
sospeché que el vínculo entre él y la Rusa era meramente químico:
mujer blanca y lechosa atraída por hombrecillo velludo. Claro que la combinación energética no explicaba la
docilidad con que don Atilio aceptó a aquel ente como futuro yerno, pues
hombre sano y poco afecto a las morbosidades como era él, parecía
improbable que se sintiese inconscientemente atraído, como ocurre a
veces, por el novio de su hija. Recuerdo que, curioso como era yo respecto de la
psicología humana, le hice a Mario varias preguntas que contestó como un
perfecto bruto. Por ejemplo, cuando le pregunté si pensaba que el
ascendente Chicotazo podría hacer carrera, respondió que sí, que era el
sucesor inevitable de José Batlle y Ordóñez. Fue así, oyéndolo decir gansadas, que fiché a Mario
corno infradotado aunque, en cierto sentido, a pesar mío, pues desde el
primer momento su mirada me resultó inteligente. Pero no fue esa mirada
la generadora de conflictos en la noche de bodas.
Capítulo
3 Pero vayamos al tiempo anterior, esa tierra en donde
empieza algo más inexplicable que la memoria. Pienso en los años
cincuenta, cuando los padres de la Rusa llegaron al barrio y comenzó
todo. Yo acababa de cumplir treinta y tres años, la edad de Cristo al
morir, y vivía perturbado después de haber leído en un libro esotérico
llegado por casualidad a mis manos, que esa edad era la del hundimiento
definitivo o la salvación. En aquel entonces era capaz de hacer cosas muy
extrañas: toquetear a las mujeres gordas en los tranvías, usar melena
(parece mentira que un montevideano usara melena en la era del Colegiado,
pero yo lo hice) y hasta andar desnudo por la casa para escándalo de los
ocasionales visitantes. El Buceo, mi barrio, era un opio, una especie de
gran baldío medio gris y medio blancuzco que durante los meses de lluvia
resoplaba como un animal moribundo. La llegada al barrio del padre de la Rusa fue un
acontecimiento. Don Atilio Benítez era bancario, y en aquella época los
bancarios estaban situados en la cúspide del espectro social. Muerta la
hermana viuda, había recibido una herencia de cincuenta mil pesos y, con
buen tino, en lugar de comprarse en Carrasco o en Pocitos una vivienda por
ese monto, optó por adquirir en el Buceo una casa excepcional en
veintitrés mil pesos, destinando una parte del dinero a su cuenta de
ahorros y gastando el resto en un viaje a Europa que hizo en el Andrea
Doria con toda la familia. Apenas pudo advertir el nivel de vida de los Benítez,
el vecindario empezó a tejer alrededor de ellos una red de maledicencia y
envidia, pues molestaba que lucieran ropas buenas, que tuvieran auto y
sirvienta, que doña Sensata gastara en el almacén en un solo día el
dinero que cualquier vecino ganaba en una semana. Se les adjudicó incluso
un pudor económico excesivo, y a poco de ocupar la casa, "los
ricachos", como los llamaron, estuvieron en la boca y en la bronca de
todo el mundo, a pesar de que doña Sensata ya era en ese entonces una
mujer humilde, mansa y conciliadora, incapaz de generar con sus actitudes
rechazo o animadversión. Ana, la hija, tenía dieciséis años y Alberto, el
hermano, solo trece cuando llegaron a la casa, pero ni siquiera la corta
edad los salvó de ser odiados; a él le decían "el ratonero" o
"el marica", y a ella, con impiedad mayor, ''la gorda
plasta", "la rusa marmota". Claro, Alberto hacía cosas muy mal vistas en aquellos
tiempos y en aquellos barrios: leer muchas novelas, por ejemplo; y hasta
poemas; perfumarse con mucho esmero; evitar el contacto con los varones;
vivir simbióticamente pegado a la hermana. Ana, o si se prefiere la Rusa, era una criatura muy
extraña. En el atardecer, por ejemplo, se sentaba en el jardín de la
casa luciendo vestidos primorosamente bordados y ribeteados con puntilla,
con sus grandes trenzas rubias y duras oliendo a Maderas de Oriente, la
piel a veces amarilla, a veces lechosa, los gruesos labios siempre
fruncidos, las regordetas piernas abiertas, los ojos ¡dos, muertos,
inexpresivos. Vista desde lejos parecía una acicalada muñeca desdeñosa
y era evidente su desinterés en hablar con las otras muchachas del
vecindario, a las que miraba de soslayo, con notorio desprecio. Alberto, en cambio, quería jugar con los otros cincos
y lo intentaba muchas veces, desistiendo después a causa de las palizas y
los insultos recibidos. Doña Sensata propiciaba el aislamiento de sus hijos,
prohibiéndoles franquear la puerta de calle y solazándose en
contemplarlos desde el ventanal del living cuando salían al jardín
rodeado de verjas. En realidad, para ella aún formaban parte de su matriz
y encerrándolos en aquella especie de huevo que era la casa los protegió
siempre del mundo hostil. El padre, sin embargo, mascullaba en secreto la
frustración de comprobar que sus hijos no se pavoneaban como
correspondía por aquel barrio burdo y medio fabril. Por eso, los domingos
durante el atardecer, cuando las matronas y los viejos jubilados sacaban
las sillas a la vereda para tomar mate, el repetía invariablemente el
ritual de salir con toda la familia impecablemente vestida a las seis en
punto, ascender al flamante Citröen negro y dirigirse hacia el Centro
para tomar el té en la Conaprole de 18 de Julio y Yí. En el fondo, disfrutaba más de ese
paseo que de un ascenso en el banco. Por aquel entonces mis salidas eran muy escasas, pues
recién fallecido papá, gracias a cuya jubilación pude solventar siempre
mis gastos, carecía de dinero para ir al Centro o al cine y me quedaba
gran parte del tiempo en la casa haciendo por correo un curso de
electrónica y preparando el ingreso a la Facultad de Medicina que jamás
se produjo. Para amenizar adquirí el hábito de pasarme muchas de las
tardes del verano leyendo y tomando mate en el jardín, y algunas de las
tardes de invierno apostado detrás de la ventana del living, desde donde
la casa de la Rusa refulgía llena de misterio. Desde el primer momento se supo que don Atilio era un
tirano, y que como tal amaba y odiaba al mismo tiempo a quienes
tiranizaba. Sensata, la mujer, dócil e introvertida como era, se dejó
avasallar siempre por su temperamento dominante, y acostumbrada como
estaba a responder con amor a la arrogancia y el destrato, era una especie
de sierva amaestrada que no solo cosía, lavaba y planchaba la ropa de
aquel hombre, sino que besaba la tierra pisada por él y bendecía el aire
que respiraba. Hijo de inmigrantes españoles preocupados de que
ocupase en la sociedad el lugar que a ellos se les negara, don Afilio
Benito, había recibido la preparación adecuada para ingresar a La Caja
Obrera como auxiliar de tercera, puesto desde el cual ascendió lenta,
certeramente, hasta el cargo de Jefe de Cuentas Corrientes. Había que verlo pavonearse frente hijos, amigos y
subalternos hablando del esfuerzo de los padres para lograr que ocupara un
puesto digno y prestigioso en la sociedad, cuentos matizados con la
pormenorizada descripción de las penurias padecidas por sus progenitores
al llegar a Montevideo: la madre había trabajado de cocinera, el padre de
albañil. Con la arrogancia y el desdén del nuevo rico, hacía
ostentación de su estatus, de la heladera General Electric y la cocina
Volcán compradas al contado, del coche flamante, de los opíparos menús
que se servían en su hogar, pues hijo al fin de inmigrantes famélicos,
disfrutaba devorando carnes, dulces y pastas con una avidez que colmaba
tardíamente el hambre de sus antepasados. Un magnífico triunfador era don Afilio, y de hombres
como él, ávidos, sensuales, materialistas, orgullosos, obcecados,
incapaces de explorar en el campo de la abstracción, se alimenta la
idiosincrasia uruguaya. Sin el aporte de su obsecuencia, su vanidad y su
pragmatismo jamás hubiéramos tenido el "como el Uruguay no
hay", tan veladamente español e italiano él, tan endiabladamente
europeo. Tampoco hubiéramos tenido un país con tantos brutos,
con tantos padres castradores, con tantos nostalgiosos, sin saberlo, de la
remota fuente de Castalia en la que confluyen las peores y las mejores
características de Galicia, Castilla, Andalucía, la baja Italia. Como es natural, en el barrio decían que era un hombre
de antecedentes turbios y que los ingresos de empleado bancario no
justificaban su vida dispendiosa. El dinero recibido a través de la
herencia, por ejemplo, lo atribuyeron a malversaciones y estafas. Claro
está que aquellos honrados y sinuosos padres de familia montevideanos,
tan obtusos mentalmente, hubiesen tenido dificultades para imaginar una
oscura trama que diese la posibilidad de atesorar el dinero mal habido.
Por eso, y también por haraganería, porque los criollos se dedicaron
durante décadas a holgazanear tanto como trabajaron sus antepasados
europeos, mis vecinos no pudieron explorar los intrincados orígenes de la
pecaminosa fortuna de don Atilio, dedicándose en cambio a odiarlo a él y
a su familia con sistemática pereza llena de saña. Aquel hombre tan cuidadoso de su prestigio no pudo sin
duda asimilar el golpe bajo que le diera su hija al separarse del marido.
Habiéndola casado compulsivamente a los veintiún años por temor a que
quedase soltera, bramó enfurecido cada vez que le mencionaron los
resultados del casamiento. Desde el principio había detestado a su yerno.
Lo encontraba inculto, ordinario, sin roce alguno. Pero después de
detectar en él una especie de devoción por aquella insípida y
desarmónica hija, terminó aceptándolo como marido de la muchacha, no
sin cavilar antes sobre el pro y el contra del matrimonio. El pro pudo más que el contra cuando descubrió las
únicas ventajas que la unión aparejaba. Como casi todo español, Mario
era muy trabajador y ambicioso, ahorrativo y fiel. Sobre todo fiel en su
admiración hacia él, pues lo idolatraba. En realidad había conquistado
a don Atilio antes que a la Rusa, pero no como consecuencia de sus
cualidades sino en razón de su humillante y sumisa actitud de carnero. Temeroso como estaba además don Atilio de que casa,
auto y la plata ahorrada cayeran, de sufrir el alguna desgracia, en manos
de un yerno inescrupuloso capaz de desposeer a toda la familia, optó por
aceptar a un gallego analfabeto ames que a un criollo vividor. No quiso
seguir esperando la aparición de otro candidato. No podía correr ese
riesgo después de comprobar que el intenso y extraño vínculo que unía
a sus dos hijos era casi indestructible. Estaba harto de ver al varón
jugar con la hermana a las muñecas, harto de su timidez y sus buenos
modales, harto de observar que admiraba más a Lana Turner que a la
gloriosa celeste que triunfara en Maracaná. "¡Los hombres juegan al
fútbol!", le gritaba a veces con ira. Y al verlo escapar hacia el
cuarto de la hermana le gritaba estúpido y afeminado. En cuanto a la Rusa, debo decir que aceptó al marido
como quien acepta un perro, o un regalo no codiciado, o un remedio. No era
mala la idea de alejarse de aquel padre sádico, maníaco y posesivo, de
ser respetada y hasta llamada señora por toda la gente que la consideraba
mongólica. Mario le había prometido comprarle los mismos perfumes, las
mismas revistas, los mismos vestidos. Por otro lado, los ataques que padeciera por parte del
padre como consecuencia de ser uña y carne con el hermano, le imprimieron
un matiz conflictivo a su relación con este, impulsándola a veces a huir
de él con miedo y hasta con asco. Ciertos días, al pensar con nostalgia
en sus juegos y en sus charlas, lo odiaba con desusada intensidad. Sí. Para huir de la crueldad paterna y del apego al
hermano se alejó la Rusa hacia la cama del gallego y hacia la noche de
bodas. Ahora, cuando pienso en aquellos años, comprendo que la huida no
fue casual, tampoco fue casual que yo naciera en aquel lugar de la calle
Santiago Rivas ubicado frente a un baldío en donde tiempo después
construyeron una casa pretensiosa que vendrían a ocupar la Rusa y su
familia. Más tarde, cuando las cosas se enmarañaron
diabólicamente, cuando llegué incluso a maldecir mi nacimiento y mi
propia casa y a desear que se llevara el viento o consumiera el fuego la
vivienda de la Rusa, comprendí que el libre albedrío sólo existe en la
imaginación de los hombres.
Capítulo
4 Antes de abordar el problema
de esa noche de bodas (noche que llegué a reconstruir con minucioso,
patológico rigor) debo referirme a Amanda, porque ella, o mejor dicho su
bondad, se imbricó de algún modo en toda la historia llenándola de
implicancias sórdidas. Que la bondad pueda generar sordidez es un
misterio que compete al Señor del mundo y mal puedo yo, un insignificante
gusano que trata de desarrollar su inteligencia, adentrarme en un problema
teológico, habida cuenta de que la teología es una especie de
inteligencia de la fe.
Amanda, quien en la época de la llegada de la Rusa al barrio acababa
de cumplir cuarenta años, y que en la fecha del casamiento de aquella
tenía cuarenta y cinco, fue, en esta historia, el demiurgo o ángel
sombrío y exterminador. ¿Que puedo decir yo de Amanda? Mis asumidas limitaciones como narrador
me impiden hacer un retrato más expresivo que el que hizo de ella su hijo
en una redacción escolar: "Mamá es buena, es muy linda. Siempre
sonríe y ayuda a los pobres y les da pan. Mamá toca todas las cosas y
las sana". Sí. Amanda era demasiado "buena". Por "bondad" se
había casado con un escribano enriquecido y más viejo que ella y,
cambien "por bondad", le pidió el divorcio a los cinco años
para evitar que el viejo siguiera sufriendo con sus infidelidades y su
inestabilidad afectiva. El divorcio, claro está, le produjo excelentes dividendos: una
suculenta pensión mensual, un apartamento que habitó gratuitamente, el
título oficial de "señora de...'' que en aquellos años era una
credencial para abrirse camino y abrirse de piernas indiscriminadamente en
la hipócrita pero libidinosa sociedad montevideana. Extraña personalidad la de Amanda, asombrosa síntesis de las peores y
mejores virtudes de un ser aniñado, generoso, utilitario, vengativo,
promiscuo y afectuoso hasta el empalago. Era una mujer atractiva, sin
duda, de piel blanca, ojos verdes, cuerpo armonioso. Su dentadura
inmaculada y su voz cálida producían un placer adicional en cualquier
estera, y su encubierta lascivia, disimulada por vestuario, modales y
hábitos de sensata burguesa, coadyuvaban para producir en sus
innumerables adoradores la sensación de estar cayendo en las redes
eróticas de una especie de Rita Hayworth. El viejo escribano, quien a los sesenta años sucumbiera en la
abigarrada trampa de esos encantos, ni siquiera tuvo tiempo de meditar
demasiado en la confusa y azarosa trayectoria de aquella mujer, soltera al
conocerla él, pero madre sin embargo de un hijo de padre desconocido,
tampoco se preguntó nunca que origen tenía el dinero con que se
entregaba a una vida de dispendios. A pesar de su frondoso y ambiguo currículo, Amanda no despertó en los
hombres ni resquemores ni sospechas. Por el contrario, generaba confianza,
olvido, placer ininterrumpido. En el siglo IV, por ejemplo, hubiera sido
una cortesana honesta de Roma o de Florencia; en el siglo XVI, la
dama con camelias de un barón o de un duque; en el siglo XVIII, la
preferida de Luis XV. Quizá como consecuencia de su pasión por la sexualidad Amanda era muy
tierna, sus buenos sentimientos predominaban sobre los malos y no estuvo
desprovista de sensibilidad artística ni de capacidad de compasión. Sus
obras de beneficencia, por ejemplo, eran muy notorias, pues hasta solía
vérsela fotografiada en Mundo Uruguayo junto a las esposas, las
viudas o las hermanas de escribanos y doctores de la atildada e insípida
sociedad montevideana mientras recolectaban chalecos, arroz, medias y
bufandas para los pobres. Tanto amaba a los pobres aquella mujer, que
hasta era capaz de acostarse con ellos, lo que era mucho decir en un mundo
tan pulido como el de esos círculos, en los que un hombre, para ser
deseado, debía usar sombrero y zapatos de charol. Pero Amanda tenía, como muchos otros seres que cumplen con la misión
inconsciente de instaurar una especie de equilibrio en cualquier sociedad
convencional y amodorrada, un psiquismo complejo y tortuoso capaz de
erosionar tanta beatífica prolijidad. En el fondo, se mató siempre de
risa de las mujeres y los hombres que representaban con compungida
seriedad la triste comedia de enredos, hipocresías y vacuidades a las que
se entregaban los doctorcillos y los escribanejos de moda y, más en el
fondo aun, sintió casi siempre el llamado de una voz más honda y
angustiada que la de aquellos taimados montevideanos, hijos esplendorosos
de padres a quienes treinta años atrás odiara Roberto de las Carreras. Había que verla, en el transcurso de un te canasta o un estreno en el
teatro Solís, fumar en pitillo; había que verla sentarse a hablar con
cualquier mendigo en una plaza, o decir como al descuido en el Águila o
el Oro del Rhin, rodeada de venerables, aburridas y ácidas matronas, que
Tyrone Power era el actor que más la excitaba. También había que verla meterse en las chozas del pobrerío de la
Unión o del Hipódromo para repartir ropa de invierno o de verano, arroz,
yerba y leche, y hasta tomar mate con las desarrapadas mujeres que la
recibían como a un Dios. Ahora, al evocarla después de tantos años, comprendo que Amanda era
tan abismal como la Rusa, Alberto o yo mismo, y que habiendo perdido algo
así como la identidad en el cruce de los cuerpos, las camas y los grupos
sociales disímiles, no podía, aunque quisiera, establecer un hilo
conductor en su vida: no era una señora ni una puta, ni una buena ni una
mala madre, ni amiga ni enemiga, ni endemoniada ni angelical. Amanda marchó siempre al borde del abismo de la indefinición. Y sin
perder los buenos modales. Excepto conmigo, que logré sin querer que se
mostrara al descubierto. Pero frente a los demás fue casi perfecta,
convenció a todo el mundo. Cuando empezaban a cuestionar su impudor y su
ligereza actuaba deliberadamente como la dama más refinada. Cuando se
aburría de que la creyesen demasiado estúpida desafiaba con gestos
insólitos y osadas palabras. Sin perder la astucia y la cautela, claro. Y
quizá fue por ese motivo que, en lugar de aislarla o perseguirla, aquella
sociedad conservadora le proporcionó admiradores como el viejo escribano,
capaz de casarse con ella, acólitos como Alberto, amigos como yo,
prestigiosas asociadas a sus obras de beneficencia. Lamentablemente, su capacidad transgresora no dio muchos rodeos ni se
esforzó en ocultarse cuando se interpuso entre la Rusa y yo, demostrando
una vez más que solo la pasión amorosa tiene el poder de arrancar todas
las máscaras y pulverizar cualquier forma de cautela para que surja desde
ella, alimentando por ella, el flujo más turbio del psiquismo humano. |
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Cuatro capítulos de la Novela
"Amados y perversos", de Ricardo Prieto, editada por ALFAGUARA
Ver, además:
Ricardo Prieto en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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