Caminaba con las alas quebradas. El precipicio azul lo seducía.
Las cínicas sombras del peldaño le estiraban la mano.
Olvidó a las mariposas de su hogar, esas amantes insaciables que lo empapaban de colores.
Un día se escapó su hijo. Bajaba la montaña con sus ojos pequeños y los cuernos doblados.
Sus pasos lo acercaban a la tierra. Sintió la tos mundana y pensó en regresar, pero siguió adelante. Su padre vió el reflejo de su engendro. Se empañaron los espejos de los ogros.
Todos festejaban. Bebían agua de parto, comían sangre de ángel.
La cocinera lanzó su delantal al viento. Las gaviotas sintieron pánico, pensaron que era una cometa. En ese mundo solo existía una porción de cielo. Las chozas eran de nube, se deshacían y se armaban cada noche.
El frío matinal le carcomió los labios. El hada del invierno lo miró fijamente.
Ya era hora de armar el equipaje. Tomó una lata de rosas frescas y la guardó en la maleta vacía. Comenzó a arrastrarse por el suelo para sentir por última vez el árido tacto de la cima reseca.
Los amigos lo saludaban desde lejos. Abuelo peluca se secaba las lágrimas.
Su enfermera de ombligo rojo se lo llevaba del lugar.
El abrió su única ala quemada, con remiendos, y comenzó a volar despedazando estrellas.
El precipicio azul sacó la lengua y preparó su boca para la próxima partida. |