El ancla se estremeció. El hombre alumbraba mis pies con un farol de mantilla.
Caían pájaros nocturnos sobre la proa. Los fantasmas se miraban en el agua.
Quise pisar la tierra, abandonar el barco. No pude, el hombre me encerró.
Me pintó estrellas en los dedos y me obligó a rezar.
A lo lejos, la bandera del enemigo flameaba. Faltaba poco para la guerra.
Mis zapatos de papel se lanzaron al mar, se derretían.
El barco empezó a moverse otra vez, el hombre conversaba con el viento.
Me sofocaba la espesura de la noche.
Un ángel se posó en mis piernas, dubitativo, casi muerto.
Una luz celeste inundó la embarcación.
Misteriosamente, empezamos a hundirnos. Ya veía los anillos plateados de la muerte.
El agua comenzó a taparme, recordé que había amado, podía despedirme.
De pronto, el ángel cobró fuerzas, abrió sus alas de celofán.
Acomodó mi cuerpo, nos acoplamos.
Desde su estampa débil, pude ver las aristas del mundo.
Quedó el sombrero del hombre, flotando. Una lápida de hielo sobre el mar hirviente.
Las escenas de mi vida se proyectaron en la luna.
El ángel vió mi nacimiento y me abrazó.
Me volví pequeña, acaricié sus párpados. Furiosas dagas de cemento nos perseguían.
Pero éramos tan leves... casi invisibles. Y así me fui, volando junto a un pájaro.
En las cortinas del crepúsculo se dibujaban nuestras sombras. |