Sentado en medio de la calle, con una granizada de cristales encima, oí que dos personas discutían acaloradamente sobre mi situación. "¡Cómo lo va a dejar ahí!" - decía uno. "Es que yo no tengo nada que ver" - se defendía el otro. Dos brazos pasaron por debajo de mis axilas con intención de levantarme. "¡No!" - gritó alguien - "Fíjese primero si no está quebrado". Al instante los brazos que me sostenían me dejaron caer sobre el pedregullo cristalino. "No sea bruto, lo va a lastimar más". Sentí que nuevamente me levantaban. Una voz aflautada que salió de entre los curiosos preguntó algo sobre el sida que no entendí. Me volvieron a soltar.
El grupo de curiosos que me rodeaba era muy numeroso. Me sentí como si fuera un objeto de vidriera con cartel de oferta. Un barbado sesentón se acercó y me metió sus dedos índice y pulgar en mi ojo derecho abriéndome el párpado hasta dolerme. Encendió una linternita que enfocó sobre la pupila a pesar de mi resistencia. Todos miraban mi ojo derecho. Apagó su linternita, sacó sus dedos y se marchó sin decir palabra. "¡Señor, señor! ¿Se encuentra bien?" - me preguntó una jovencita. "Sí, creo que sí", respondí. "¿Puede usted soltar los hierros que tiene en las manos?" - agregó. En ese momento miré mis manos y me sorprendí al ver un trozo de caño recto en mi mano izquierda y otro curvo en la derecha.
¿Qué hacía en medio de la calle siendo objeto de observación de los transeúntes y con esos hierros en las manos? Me sentí ridículo y confuso. Un policía se agachó y me preguntó cómo me llamaba. ¡Qué ridículo! - murmuré pensando en mi situación. "¿Cómo?" "No. No, nada, estoy confundido". Anotó. Mientras continuaba garabateando en una minúscula libreta murmuraba: "Pérdida de la memoria, trastornos mentales, lagunas, cefaleas varias, etcétera". El etcétera me llamó la atención pero no era momento para pensar en eso. "¿Qué edad tiene?" Me dolía la cabeza y no podía reacordar mi edad.
Cerré los ojos para pensar mejor y recordé todo. Los bamboleos a los que venía siendo sometido, la frenada intempestiva y el recorrido que realicé en menos de un segundo desde el fondo del colectivo hasta la calle a través del parabrisas, llevándome los trozos de pasamanos a los que venía asido para no caerme.
"Treinta y cuatro años", respondí parándome y sacudiéndome los trozos de cristal. La gente que me rodeaba ya no me miraba. Miraban a mis pies donde había una figura de tiza que seguía con mucha precisión el contorno de mi cuerpo caído en el suelo. Salí del círculo de curiosos sin que nadie lo notara.
Caminé por las calles céntricas de Buenos Aires, me encontré con amigos, bromearon sobre el estado de mi saco, tomamos café y les relaté lo sucedido. No me creyeron. Comencé a desandar el camino y al llegar a la esquina en que había ocurrido el accidente vi un nuevo grupo de curiosos que miraba hacia el punto donde algunas horas antes había estado en el suelo. Logré abrirme paso hasta la primera fila y sorprendido vi que aún continuaba el dibujo de mi silueta en el pavimento. Dos enfermeros con una camilla en la mano esperaban junto a una ambulancia cuya luz destellante estaba encendida. Más a la derecha había un patrullero y unos policías que hablaban por radio. Cada tanto la luz de los flash emblanquecía todo. Había camarógrafos y locutores haciendo preguntas a la gente.
Al otro día vi en un periódico una foto del suceso acompañada de la siguiente leyenda: "El infortunado pasajero que se accidentó ayer en la noche, yace frente al colectivo del que fue despedido tras una violenta frenada antes de desaparecer". Más abajo daba datos de mi vida que no eran ciertos.
Decidí concurrir a la dirección del periódico a contar todo con lujo de detalles para enmendar el error en que habían caído. Pero al salir del hotel vi que no era el único diario que había publicado fotografías del accidente. Los textos variaban pero todos me daban por muerto y posteriormente desaparecido.
El quiosquero me golpeó el hombro y me preguntó si iba a pagar los diarios que había revuelto y tirado al piso. Me di cuenta que en el arrebato por la indignación que sentía, había arrollado varios periódicos y los había desparramado alrededor del quiosco.
Traté de justificar mi actitud contándole que yo no era el muerto de las fotos como decían los periódicos. "No le entiendo nada -dijo- y si usted es igualito al de la foto tenga cuidado, porque la Huesuda se puede haber equivocado".
Le di el dinero y me fui sin saber qué hacer. Entré a un bar donde pedí un café y me senté a reflexionar sobre lo sucedido. Quena encontrar alguna razón al comportamiento de la gente y del periodismo de un país que comenzaba a conocer hacía pocos días. Decidí viajar a Montevideo para olvidarme de todo.
Un cartel indicaba la necesidad de presentar documentos para poder adquirir pasaje. Los busqué por todos los bolsillos pero no los encontré. Era evidente que los había perdido en el accidente.
Fui a la embajada de mi país donde relaté toda la historia. Me enviaron al Ministerio del Interior, indicándome que seguramente "ellos" estaban en posesión de mis documentos.
La charla con el ministro me resultó tranquilizante. Me dijo que la prensa de su país solía cometer errores, sobre todo con su dependencia, pero que en mi caso, por ser extranjero "no afectaba la tranquilidad pública" haciendo la denuncia y que por eso haría una excepción facilitándome documentación nueva sin cargo alguno y en breve lapso.
Efectivamente a la hora tenía en mi poder los nuevos documentos sólo que ahora ya no me llamaba Sebastián Figueroa sino Serrano Fleitas. No tenía treinta y cuatro años sino treinta y siete y en vez de ser brasileño era paraguayo. |