El silbato del tren acalló los sonidos de la selva. Todos los viernes, casi al me-dio día, pasaba por el túnel que la vegetación había formado a su desgano, sin emitir más ruido que los resoplidos de la máquina. Atravesaba Selva Negra en Valle Edén dejando una columna de vapor que se colaba al cielo a través de la copa de los árboles.
Subido a una rama del árbol, que su bisabuelo Venado Grande había plantado en la ladera del Cerro Urubú, Caucuré seguía con curiosidad el trayecto zigza-geante de la columna de humo, hasta que se perdía en el horizonte espeso. El humo era lo único que conocía del tren de los viernes. Había sentido hablar mucho a su padre, su abuelo y algunos niños pero nunca lo había visto. Es que pasaba lejos y la vegetación cubría totalmente su trayecto. Algunas veces lo había intentado corriendo hasta la el lugar donde estaba la vía, pero al llegar, el tren ya se había internado en la espesura. Esta vez, el silbato lo alertó e hizo que subiera al árbol más rápido que de costumbre, a tal punto que su madre, con un grito, le advirtió que tuviera cuidado.
El humo se fue haciendo lentamente vertical hasta quedar como una columna viva por encima de los árboles del valle. Pensó que esta era su oportunidad. Bajó del árbol tan rápido como pudo, corrió por entre la vegetación, esquivan-do, saltado, pasando por encima de troncos caídos, tratando de que su pequeña lanza no topara con las ramas en su frenética carrera. En Selva Negra no exis-tían sendas o caminos pues no los necesitaban. Para Caucuré el laberinto verde en el que vivía no era impedimento para ir adonde quisiera.
Llegó a una lomita cubierta de vegetación desde donde podía observar la vía del tren. Miró hacia arriba por entre los árboles, hasta constatar que el Sol es-taba justo sobre su cabeza, para confirmar que se trataba del tren del "medio cielo" como solían llamarlo en Selva Negra.
Lo que le había contado su abuelo Siete Piedras, hijo de Venado Grande, so-bre los trenes hizo que tuviera algo de miedo. "Es un cascarudo fumador muy grande de patas redondas al que sigue una boa más grande que el río Um", le había dicho su abuelo el día que Caucuré vio por primera vez el humo que sa-lía a través de la copa de los árboles y preguntó quién era el gigante que fuma-ba pipa mientras paseaba por la selva. "La boa se lo quiso comer y se le en-gancharon los dientes, pero el cascarudo es tan poderoso que la arrastra con todos los Charrúas, gallinas, ovejas, chanchos, cimarrones, paquetes y valijas que la boa se tragó".
Con su mano izquierda bajó lentamente una rama que le impedía ver con cla-ridad mientras apretaba con su derecha la pequeña lanza. "Tiene la cáscara tan dura que nada hacen flechas o lanzas por más que las hagas con la mejor ta-cuara o colihue", le había dicho su padre antes de que los hombres de a caba-llo del otro lado del río se lo llevaran obligado a la guerra.
Contuvo una exclamación. Quieto, imponente, resoplando vapor por entre sus patas redondas, allí estaba el enorme cascarudo negro.
Con gran sorpresa vio que también allí estaba su abuelo Siete Piedras sentado en medio de la vía.
Se sintió confuso. Su abuelo había vuelto del viaje tan largo "como hasta el cielo" del que le había hablado su madre, pero... ¿qué hacía sentado en la vía delante del tren? Tal vez estaba cansado del viaje y se había sentado a descan-sar. No tenía tiempo para pensar, era su abuelo y el cascarudo gigante estaba a punto de comérselo. Unas lágrimas anunciaron un impulso irresistible. Bajó corriendo hasta la vía gritando:
-¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Corra abuelo! ¡El cascarudo se lo va a comer!
Con ojos muy abiertos vio cómo empezaron a salir de la boa unos hombres con palos de fuego en sus manos, como los que tenían los que se llevaron a su padre. Corrían hacia el cascarudo. Lo van a matar pensó. Si el cascarudo no se lo come van a matar al abuelo. Ellos siempre matan con esos palos de fuego.
El abrazo por la alegría de estar nuevamente con el abuelo y el forcejeo para sacarlo de la vía, fueron una sola cosa.
-Venga abuelo, corra antes que el cascarudo lo pise o los hombres de la guerra lo maten.
-Quería darte una sorpresa - le dijo el abuelo mientras se paraba ayudado por los frágiles bracitos de Caucuré.
-Por acá, abuelo, por acá. ¡Corra!
El abuelo no corría pero lo siguió lo más rápido que pudo. Condujo a su abuelo hasta unos matorrales desde donde podían observar lo que pasaba sin ser vistos.
Allí se sentaron. El abuelo pasó un brazo sobre los hombros de Caucuré y le contó que lo había extrañado mucho.
-Yo también -se apresuró a decir Caucuré.
-Volví para que pudieras ver el cascarudo gigante -le confesó el abuelo-. Ahí lo tienes.
Ya más tranquilo, Caucuré recostó su cabeza sobre el pecho de Siete Piedras mientras con su mirada trataba de descubrir los dientes de la boa enganchados en el cascarudo.
Un oficial seguido de cinco soldados se acercó a la cabina de la máquina del tren y preguntó qué pasaba. El maquinista sacó un pañuelo grasiento del bol-sillo trasero de su mameluco y se lo pasó por la frente.
-Nada, nada. Me pareció ver un indio viejo sentado en medio de la vía.
-¿Indios? -preguntó irónico el oficial- ¿En esta zona? No queda uno después de Salsipuedes. Oiga, no tome más vino y siga, rápido, que ya llegamos tarde.
El chirrido de las ruedas al comenzar nuevamente el movimiento del tren ge-neró una pregunta en Caicuré:
-¿Las boas lloran abuelo? |