Rodeado de sus nietos, expectantes e inquietos por el suceso que esperaban presenciar, se dirigió al medio de la calle.
-¡Córranse, córranse! -advirtió a los pequeños, que le hicieron caso.
Encendió la mecha del cohete con la brasa del cigarrillo. Su último cigarrillo.
Bailaron pequeñas estrellitas naranjas anunciando un torrente de fuego granulado. El cohete, como si tuviera vida y adivinara su final, se negaba a desprenderse de la mano de Aníbal. Extendió su brazo y murmuró:
-Hacia allá, hacia allá.-indicándole al cohete el cielo, su reino efímero.
Un seseo se hizo intenso acompañando el nacimiento de un volcán invertido en la mano de Aníbal. El cohete y la mano se separaron. Un chorro de luz estrellada indicó el camino de la nave y la mano quedó extendida en un saludo de despedida al rey de la noche.
El estruendo abrió un abanico de colores que cubrió el cielo y, como ramas de un gigantesco sauce llorón, fueron bajando pequeñas lucecitas hasta extinguirse.
Los niños extasiados, y aún con la boca abierta después de haber pronunciado una exclamación a coro, parecían hipnotizados.
Con el pulgar y el índice sosteniendo lo que quedaba de su cigarrillo, lo llevó a la boca y aspiró profundamente hasta que sintió la brasa quemar sus dedos. Había hecho la promesa que dejaría de fumar el primer día del año. Promesas son promesas se dijo. Depositó suavemente la colilla en el suelo y dudó un instante antes de apagarla con una pisada.
Se desató una catarata de explosiones silbidos y luces de colores que lo inundó todo. Una de sus nietas buscó el refugio de sus brazos.
-¿Estás llorando abuelo?
-No, fue una chispita de la cañita voladora
-¿Cañita qué? |