Otro mundo 
Teresa Porzecanski

El cuento “Otro mundo” de Teresa Porzecanski fue publicado en el volumen “Cosas imposibles de explicar”, 

Rebeca Linke Editoras, Montevideo, 2008, 116 pags.

La cocina era otro mundo, mucho más cálido y humano que el comedor. Sin embargo, allí sucedían cosas terribles: se descabezaba a los pollos, se les hacía sangrar, se les arrancaba el plumaje, se vaciaban los patos para rellenar. La escasa ventaja de los peces era que llegaban ya lívidos, con su mirada fija y lateral, impertérritos. Pero cuando el filo de las cuchillas raspaba esa piel dorada, iridiscente, algo en ellos temblaba con sutil estertor.

A Celina la recuerdo morena, al mismo tiempo grande y leve como un ángel benefactor, cada mañana dueña de esas vidas sorprendidas caídas entre sus manos por el capricho de un destino inescrutable. Cada vez que traían del mercado esas aves inquietas, despavoridas, o los peces letárgicos, agónicos, Celina se encimaba con afán sobre los cuchillos, las grandes ollas, las pavas que murmuraban conversaciones inaudibles, para disponer con entusiasmo de sus muertes.

Había en sus gestos una rara certeza, no la duda sino una convicción práctica: esos seres convocaban un sentido ya acordado de antemano en algún pacto anterior con el dueño de los mundos. Nada se transgredía con esas muertes sazonadas, nada sería culposo en las especias que luego colmarían de sustancia nuestras bocas.

A pesar de su decisión indeclinable y de esa comprensión última del sentido de la animalidad sobre la tierra, Celina evitaba mirar a sus víctimas cuando el toque de gracia. Llegado el momento, levantaba súbitamente el rostro, con una actitud respetuosa y un rezo entre los labios. “Morir es algo íntimo”, nos explicó un día, “algo muy especial.” Y sonrió: “Algo que no debe ser observado por extraños”.

En las tardes amenas, terminadas ya las tareas de la escuela, la cocina mostraba su aspecto más seductor: brotaban siempre aromas dulzones desde el horno; pasas de uva y azúcares tostados crepitaban en el pantano de mermeladas lustrosas sobre fuegos lentos y azulados.

Celina combinaba harinas volátiles y espléndidas yemas anaranjadas, batía con un enorme brazo –que parecía no ser suyo– grandes porciones de crema que ascendían y ascendían hasta los bordes, amenazando derramarse. Amasaba panes esponjosos que se solidificaban y cambiaban de color. “Estos panes”, decía Celina, “están vivos. Óiganlos crujir”. Nosotras apoyábamos el cráneo contra las costras tibias de los panes y escuchábamos sus diálogos enharinados: conversaban con una voz pequeña, diminuta.

En la cocina, Celina pedía a las niñas que peláramos habas, arvejas. Sentadas sobre los altos escabeles, fascinadas, las bayas en el regazo, quebrábamos una a una sus resistencias. “De sus úteros verdes”, decía Celina, “dan a luz hijitos blancos, algunos gordos, otros debilitados. Como niños.” Al caer la noche, las simientes descansaban en médanos serenos sobre la madera cruda de la mesa y Celina explicaba que, en cualquier momento, sus pliegues habrían de dar a luz antenas vivas que se llenarían inmediatamente de hojuelas.

Un día nos reveló un secreto secretísimo, transmitido por el espectro de su abuela ancestral: que Xangó, encaramado en los altos follajes de sus densas selvas tropicales, la contemplaba cocinar y aprobaba cada una de sus recetas. Era el mismo Xangó quien vigilaba la dedicación con que alternativamente estiraba y enrollaba la masa arcillosa de sus pasteles, como si con ella estuviese creando una nueva humanidad. De azúcar y jengibre. De jugo de melón. De gelatina. Una humanidad que se fuera ingiriendo con cada bocado y resultara una explosión de dulzura en el estómago.

Así eran las cosas en la cocina, madriguera, nido, lúcido altar de sacrificio cotidiano, donde nos refugiábamos de pesares para rescatar –aborigen– el sentido.

Teresa Porzecanski
teporce@netgate.com.uy
 
de “Cosas imposibles de explicar”
Rebeca Linke Editoras, Montevideo, 2008, 116 pags

 

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