Infancia Teresa Porzecanski |
No sé exactamente en qué edad nos habíamos perdido ese verano en que repentinamente el mundo dejó de sernos propio. Porque de pronto nos parecieron absurdas las muñecas y entonces, cuando nadie nos veía, les cortábamos el pelo o los vestidos. Nos avergonzaba recordar la escuela, los recreos cargados de Faroleras y de Rondas, los borrones de tinta, el coro, las meriendas envueltas cuidadosamente por las madres y al fin deshechas por el peso de los cuadernos. Pasábamos, en cambio, largas horas sentadas sobre la alfombra roja del comedor sin pronunciar palabra. A veces salíamos en grandes caminatas: Marta exploraba las calles, yo la seguía. Invariablemente terminábamos en la escollera, y allí nos quedábamos hasta que el sol bajaba. Volvíamos, entonces, corriendo, con las rodillas rojas y el corazón encendido, a compartir una cena cotidiana de charlas sobre el tiempo y de televisión. No sé exactamente, mas recuerdo que nos molestaba el observarnos. Ya no nos servían los viejos vestidos: los espejos reflejaban tímidamente nuestros nuevos cuerpos transformados. El cabello corto de Marta se había vuelto mas rubio y rizado y yo miraba mis trenzas con fastidio. Corrían los días del verano; había secretos en las cosas. No sé exactamente, mas recuerdo que entonces los juegos dejaron de gustarnos. Una siesta nos arrimamos por fin al cementerio. Sus muros blancos más de una vez nos habían atraído extrañamente. Los muertos. En casa hablaban de ellos. Y nosotras mirábamos curiosas los entierros y a veces hacíamos guirnaldas con las flores que dejaba caer el carro negro. Atravesamos la gran escalinata sin preguntarnos mutuamente "tenés miedo". Era la tarde: estallaba el sol en nuestros ojos. Y las lápidas parecían impecables tarjetas enclavadas en la tierra, absurdos tallos que aún en el verano no habían florecido. Anduvimos por los aleros donde los pinos se hamacaban, y las rocas, a su pesar pulidas, se deformaban en grandes monumentos. Nadie había. -Hay que tener cuidado -dijo Marta- Ésta es la verdadera hora de los espíritus, ¿sabías?. -No. -El mediodía. Me lo dijo una vez una gitana. La miré sin hablar. También yo les temía a las gitanas. El cementerio se nos aparecía infinito. Hacia un lado, tumbas lujosas con cúpulas y estatuas; hacia otro, simples lápidas anónimas. Por un costado se abrían grandes jardines donde los árboles eran más densos y más escasas las tumbas. Allí entramos, sorteando los arbustos mal crecidos. Fue entonces cuando los divisamos. Creo que las dos a un tiempo y creo que ambas ahogamos un mismo grito. A diez pasos de nosotras, detrás de un ancho pino, una mujer reía contra el césped. Y un hombre, a su lado, parecía dormido entre sus brazos. Retrocedimos a un tiempo. Marta me arrastró entre los follajes y casi sin aliento nos parapetamos detrás de un nudo de troncos. Y nos miramos. Marta susurró: -¡Silencio! No nos han visto. -¿Son los espíritus? -No sé. Ya lo veremos. Me pinchaban los abrojos; tenía la blusa pegada al cuerpo. Nada se oía. Quizás no nos hubieran visto. Marta se inclinaba para ver y yo, a cada minuto, le preguntaba qué ocurría pero ella me empujaba la cabeza contra el suelo y no respondía. Luego de un tiempo, no pudo más. Se alzó en silencio, me hizo señas de que la esperara y se alejó, parapetándose en los troncos. Yo esperaba. Ardía el sol de la tarde. Los insectos merodeaban y mis trenzas olían a tierra negra y a humedad. Algunos pájaros rasgaban el silencio y en la espera, comprendí, de pronto, la importancia del tiempo. No había con qué medir las ansiedades: el sol, fijo en el cielo, y las lápidas, clavadas intermitentemente en esa tierra. No había ningún ritmo con que sentir que adelantaba. Entonces, también me incorporé e hice mi camino detrás de los troncos negros. Avancé. Mi corazón golpeaba contra el pecho. Y vi la espalda de Marta recostada contra un pino, y su cabeza, apenas asomando, y detrás, no muy lejos, como charcos de agua alguna vez ya secos, ropas esparcidas por el pasto. No creo haber hecho ruido. Marta intuyó enseguida mi presencia. Me aferró el brazo y con violencia me zarandeó mientras corríamos. Y corrimos sin aliento entre las lápidas. Caí, volví a caer, y Marta aún no me soltaba. Cuando hubimos atravesado ya la escalinata, nos volvimos. El paisaje había permanecido imperturbable y absurda nos pareció, entonces, nuestra huida. Todavía se hamacaban los ramajes de los pinos, y existía el sol estoico que nos había entumecido. Caminamos, por fin, lentamente y sin mirarnos. Había comenzado a subir una brisa sutil desde la costa. En los patios abiertos aún jugaban los chicos. Entonces pregunté, por fin, qué eran. -Espíritus -dijo, pensativa- del amor y la muerte. ¿No sabías? -No. -Pues es muy fácil: la pareja, el cementerio. Sólo de lejos asustan. Era verano y la tarde de calor ennegrecía. Entramos en silencio. Mi madre había encendido ya el televisor con nuestro programa favorito. Esa tarde no lo miramos. Subí a mi pieza; al poco rato, golpeó Marta. No sé exactamente en qué edad nos habíamos perdido ese verano en que de pronto el mundo adquiría más distancias. Lloramos esa tarde sin miramos y vi alejarse gradualmente la infancia. Ese verano las cosas se habían cargado de secretos. Sólo de lejos asustan. De lejos. |
Teresa Porzecanski
Primeros Cuentos
Edit. Solaris - Colección Carabela
Montevideo - 1998
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