Un hombre lunar Teresa Porzecanski |
Un
hombre raro de la luna, amarillo y desértico como la propia Selene -soñé-
vendría a buscarme, trayendo consigo un libro con páginas de piedra
sobre las que estarían grabadas todas y cada una de las respuestas que yo
había buscado a lo largo de mi infancia. Durante noches y otras noches,
había estado escribiendo cartas mentales a los astros en galaxias
lejanas, pidiendo explicaciones, razones, solicitando motivos. Había
increpado a las lechosas estelas de cometas, que erraban por los cielos
nocturnos de aquellos veranos que hacían de mi cuerpo, otro, desconocido.
También
había interrogado a los árboles goteantes por la lluvia respecto de mi
necesidad de obtener respuestas. Había estado pidiendo un texto que me
explicara todas las cosas que ignoraba, palabras que me dijeran de las
razones ignotas, inescrutables, de la muerte y del amor, de lo
impronunciable del egoísmo, la ambición y la locura. Quería un libro
que le hablara a una parte secreta de mí misma que no tenía voz.
Recuerdo que, en el sueño, la figura del cosmos, delicada, desconcertante, estaba tejida en arabescos espiralados que regresaban cíclicamente a su centro para repetir, en otra escala, una rotación dolorosa y perpetua. En ese mismo sueño, llegaba el libro de manos del Hombre Lunar, y yo lo abría -en la superficie de una media luna yo resplandecía, sentada a la sombra rojiza de un sol que descendía- y pasaba, una a una, sus páginas de piedra. Eran grises, de contornos irregulares, y tenían fijas las letras sobre sus caras rugosas, componiendo frases imborrables y eternas.
Intentaba leerlas, pero el idioma era extraño. No podía reconocer ni uno
solo de sus signos. Tenía en mis manos lo que yo había deseado, el libro
de las respuestas, pero no podía entenderlo. Como sucede con las cosas
que se logran solo después de un catástrofe, yo aprendía cuan imposible
puede resultar lo posible.
El
hombre de la luna, impertérrito, aguardaba, a mi lado.
-Explícame
-le dije- enséñame -le pedí.
Hizo
una serie de gestos de disculpa con sus extrañas manos, y esperó.
-Háblame
-le rogué-, dime alguna cosa -le ordené.
El
hombre de la luna señaló su boca muda, su lengua sellada.
-Entonces,
muéstrame algún signo, alguna pista -dije ya exhausta.
El
hombre raro de la luna miró la lejanía -era una lejanía plana, de
horizonte curvo, pero no había allí ni un mar, ni un cielo- y con su
brazo derecho hizo un gesto amplio, abarcador. Luego, con la mano
izquierda indicó la página de piedra. Allí estaba todo, me dio a
entender, pero no debía ser comprendido por los humanos.
-¿Hay
que vivir sin comprender?, le pregunté sorprendida.
El
hombre de la luna asintió, en tanto realizaba una serie de movimientos de
marcha con sus largas piernas amarillas. De pronto, se detuvo y me ofreció
ambas manos, palmas arriba. Uno tenía que atravesar la vida paso a paso,
dijo en su extraña manera de decir sin pronunciar, uno tenía que
sostenerse en la dimensión incógnita, hasta llegar a los umbrales de la
muerte. Allí estaría esperándole el conocimiento y la comprensión
total. Todo aquello que antes había sido interrogación, dilema y
misterio, ahora se iluminaría para cada uno con la luz total.
-¿Por
qué no se nos dio conocimiento en el principio de la vida? -inquirí sin
embargo-. ¿Acaso no habríamos actuado más acertadamente, con mayor
sabiduría y prudencia? -insistí y mi voz ya era triste e íntima.
El
hombre de la luna inició una sonrisa lenta y compasiva, estirando sus
mejillas de hule hacia ambos lados de un rostro plano y sin rasgos. Si
todo lo comprendiéramos al nacer, entendí que me decía, no habría en
los humanos interés por explorar nada más, no habría propósito de
develar ningún misterio, no existiría la curiosidad, la cuestión, la
pregunta. Tampoco habría libro, dijo; tampoco luna, concluyó.
Desperté
en mi cama: eran las cinco de una madrugada de comienzos de aquella
primavera y yo iba a cumplir doce años. Por la estrecha ventana de
nuestro apartamento del segundo piso se hacían lugar los rayos de un sol
tímido, apenas cálido. El pedazo de cielo que veía con los ojos recién
abiertos era un trapecio con nudos de nubes enredadas. Lo miré sin interés
hasta que algo me llamó de repente la atención: se trataba de la extraña
forma de las nubes, dibujadas contra el cielo anaranjado del amanecer.
Para mi sorpresa, el perfil, la cabeza, todo él estaba allí. El hombre
de la luna que yo había soñado estaba allí, colgado del cielo,
construido por cúmulos de nubes ensangrentadas, y pedazos del firmamento.
Y
me miraba fijamente, en sus manos el pesado libro que yo había estado
hojeando mientras soñaba.
Lo contemplé azorada, creí ver en su ceño adusto un gesto de reproche por mi falta de fe, por mi rebeldía gratuita, por la osadía de creer que tenía derecho a las respuestas. Cerré los ojos y quise regresar al sueño. Fue entonces cuando sentí una súbita inundación entre las piernas, licuada y caliente, espesa y pegajosa. Al tocarme, mi mano regresó manchada y rutilante. Un grieta profunda en mí había empezado a sangrar esa mañana en que cumplí los doce años, y la vida irrumpía de pronto como una correntada, pagana y púrpura. |
Teresa Porzecanski
El cuento uruguayo
Ediciones La Gotera - Junio 2002
Editado por el editor de Letras Uruguay
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