Un hombre lunar

Teresa Porzecanski

teporce@gmail.com

Un hombre raro de la luna, amarillo y desértico como la propia Selene -soñé- vendría a buscarme, trayendo consigo un libro con páginas de piedra sobre las que estarían grabadas todas y cada una de las respuestas que yo había buscado a lo largo de mi infancia. Durante noches y otras noches, había estado escribiendo cartas mentales a los astros en galaxias lejanas, pidiendo explicaciones, razones, solicitando motivos. Había increpado a las lechosas estelas de cometas, que erraban por los cielos nocturnos de aquellos veranos que hacían de mi cuerpo, otro, desconocido.  

 

También había interrogado a los árboles goteantes por la lluvia respecto de mi necesidad de obtener respuestas. Había estado pidiendo un texto que me explicara todas las cosas que ignoraba, palabras que me dijeran de las razones ignotas, inescrutables, de la muerte y del amor, de lo impronunciable del egoísmo, la ambición y la locura. Quería un libro que le hablara a una parte secreta de mí misma que no tenía voz.  

 

Recuerdo que, en el sueño, la figura del cosmos, delicada, desconcertante, estaba tejida en arabescos espiralados que regresaban cíclicamente a su centro para repetir, en otra escala, una rotación dolorosa y perpetua. En ese mismo sueño, llegaba el libro de manos del Hombre Lunar, y yo lo abría -en la superficie de una media luna yo resplandecía, sentada a la sombra rojiza de un sol que descendía- y pasaba, una a una, sus páginas de piedra. Eran grises, de contornos irregulares, y tenían fijas las letras sobre sus caras rugosas, componiendo frases imborrables y eternas.

 

Intentaba leerlas, pero el idioma era extraño. No podía reconocer ni uno solo de sus signos. Tenía en mis manos lo que yo había deseado, el libro de las respuestas, pero no podía entenderlo. Como sucede con las cosas que se logran solo después de un catástrofe, yo aprendía cuan imposible puede resultar lo posible.

 

El hombre de la luna, impertérrito, aguardaba, a mi lado.

 

-Explícame -le dije- enséñame -le pedí.

 

Hizo una serie de gestos de disculpa con sus extrañas manos, y esperó.

 

-Háblame -le rogué-, dime alguna cosa -le ordené.

 

El hombre de la luna señaló su boca muda, su lengua sellada.

 

-Entonces, muéstrame algún signo, alguna pista -dije ya exhausta.

 

El hombre raro de la luna miró la lejanía -era una lejanía plana, de horizonte curvo, pero no había allí ni un mar, ni un cielo- y con su brazo derecho hizo un gesto amplio, abarcador. Luego, con la mano izquierda indicó la página de piedra. Allí estaba todo, me dio a entender, pero no debía ser comprendido por los humanos.

 

-¿Hay que vivir sin comprender?, le pregunté sorprendida.

 

El hombre de la luna asintió, en tanto realizaba una serie de movimientos de marcha con sus largas piernas amarillas. De pronto, se detuvo y me ofreció ambas manos, palmas arriba. Uno tenía que atravesar la vida paso a paso, dijo en su extraña manera de decir sin pronunciar, uno tenía que sostenerse en la dimensión incógnita, hasta llegar a los umbrales de la muerte. Allí estaría esperándole el conocimiento y la comprensión total. Todo aquello que antes había sido interrogación, dilema y misterio, ahora se iluminaría para cada uno con la luz total.

 

-¿Por qué no se nos dio conocimiento en el principio de la vida? -inquirí sin embargo-. ¿Acaso no habríamos actuado más acertadamente, con mayor sabiduría y prudencia? -insistí y mi voz ya era triste e íntima.

 

El hombre de la luna inició una sonrisa lenta y compasiva, estirando sus mejillas de hule hacia ambos lados de un rostro plano y sin rasgos. Si todo lo comprendiéramos al nacer, entendí que me decía, no habría en los humanos interés por explorar nada más, no habría propósito de develar ningún misterio, no existiría la curiosidad, la cuestión, la pregunta. Tampoco habría libro, dijo; tampoco luna, concluyó.

 

Desperté en mi cama: eran las cinco de una madrugada de comienzos de aquella primavera y yo iba a cumplir doce años. Por la estrecha ventana de nuestro apartamento del segundo piso se hacían lugar los rayos de un sol tímido, apenas cálido. El pedazo de cielo que veía con los ojos recién abiertos era un trapecio con nudos de nubes enredadas. Lo miré sin interés hasta que algo me llamó de repente la atención: se trataba de la extraña forma de las nubes, dibujadas contra el cielo anaranjado del amanecer. Para mi sorpresa, el perfil, la cabeza, todo él estaba allí. El hombre de la luna que yo había soñado estaba allí, colgado del cielo, construido por cúmulos de nubes ensangrentadas, y pedazos del firmamento.

 

Y me miraba fijamente, en sus manos el pesado libro que yo había estado hojeando mientras soñaba.

 

Lo contemplé azorada, creí ver en su ceño adusto un gesto de reproche por mi falta de fe, por mi rebeldía gratuita, por la osadía de creer que tenía derecho a las respuestas. Cerré los ojos y quise regresar al sueño. Fue entonces cuando sentí una súbita inundación entre las piernas, licuada y caliente, espesa y pegajosa. Al tocarme, mi mano regresó manchada y rutilante. Un grieta profunda en mí había empezado a sangrar esa mañana en que cumplí los doce años, y la vida irrumpía de pronto como una correntada, pagana y púrpura.

 

Teresa Porzecanski
El cuento uruguayo
Ediciones La Gotera - Junio 2002

 

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