Una versión del infierno [1],
Cuento de Eliseo Salvador Porta

En la Oficina de la Caja Rural de cierto pueblecito del interior hubo un desfalco y yo, designado por sorteo, fui a levantar el sumario pertinente.

El sorteo fue necesario porque nadie quiso ir, y cuando resulté señalado por el destino, todos los compañeros me expresaron sus condolencias.

De esto hace un mes.

Ahora, de regreso, he adjuntado al informe un pedido de traslado a la oficina del mencionado lugar.

Quiero vivir allá.

Los compañeros de trabajo, mis amigos, mi novia y demás allegados, creen que estoy loco.

Ella, como es natural, supone que hay “otra” de por medio.

Las novias y esposas se consideran tan por encima de cualquier otro valor de la vida, que no imaginan que se las pueda dejar sino por un valor equivalente, es decir, por otra mujer; a la vez que, con su característica lógica, afirman que todas las demás son un asco.

Lo que me dicen con más insistencia mis amigos, es que voy a “enterrarme” allá.

Es curioso: en las escuelas y demás centros de enseñanza se nos inculca a todos los uruguayos la idea de que la tierra es nuestra única riqueza, de que las industrias agropecuarias son las “industrias madres”, de que la despoblación de la campaña en favor de la ciudad es alarmante, etc.; y no obstante, cuando un ciudadano decide irse a vivir al interior lo acusan de estar loco, y la palabra enterrarse equivale a inhumarse como cadáver.

¡Qué demostración más evidente de que los uruguayos decimos una cosa y hacemos la contraria!

Las razones que doy parecen a todo el mundo sinrazones propias de mi desequilibrio mental, o bien paradojas destinadas a mostrarme excéntrico.

Les digo, por ejemplo, que en el pueblecito que acabo de visitar es posible conocer más gente que en Montevideo.

Entendámonos: yo llamo “gente conocida” a la que se relaciona con uno, a la gente con la cual convivimos.

El número de nuestros semejantes que llenan tales condiciones no pasa en la ciudad de un par de cientos, a lo sumo. El resto existe, pero su existencia nos es desconocida. ¡Peor aún! Del resto nos cuidamos como de enemigos potenciales.

El ciudadano, abrumado de preocupaciones, con el tiempo medido, deseoso de simplificar su vida, procura reducir al máximo el trato con sus prójimos. La regla es ignorarlos, sabiduría saludar apenas al vecino de enfrente, al de pared por medio, al que sube con nosotros en el mismo ascensor.

En medio de la multitud estamos temiendo por nuestra cartera, nuestro reloj, nuestra vida...

En la gran urbe, la sociedad sólo existe en pequeños grupos que procuran distinguirse y separarse de los demás.

En el pueblo se convive con dos o tres mil vecinos.

Se sabe sus nombres y edades, su presente y su pasado, sus virtudes y defectos, su ocupación, parentela, orígenes, salud y fortuna.

Sólo allí la palabra prójimo recupera su sentido evangélico.

Suele ocurrir que un grupo familiar está tomando el fresco en la vereda, después de cenar. Apenas se vislumbra el blancor de las caras. Alguien pasa por la calle y saluda. Imposible distinguir su rostro y su porte; pero se le reconoce la voz y se le contesta y, además, después que ha pasado, se hacen deducciones sutiles y acaba por saberse de donde venía y a dónde iba el invisible transeúnte.

Recuerdo que un día vi tendidas, de vereda a vereda, sendas cadenas en los extremos de una cuadra. Pregunté qué significaba aquella interrupción del tránsito, y se me contestó que había un niño con meningitis y que el doctor había recomendado silencio.

Cuando el niño murió, fue suspendida la fiesta que había organizado el Club Progreso para conmemorar sus diez años; y el cine, aunque era domingo, no dio función.

Esa conmixtión de vidas origina, como es natural, toda clase de contactos, y muy a menudo saltan chispas entre los polos opuestos; pero la sangre no llega al río, y las rencillas más agudas y los chismes más ácidos, acaban por convertirse en gratos recuerdos.

No hay que “hacerse” tiempo acosadamente, para estar donde hay que estar; ni hay que “matarlo” en “colas” y “amansadoras”.

Las dos situaciones ideales se realizan: se cultiva largamente la convivencia y se puede disfrutar de la soledad.

El “lugar de la Mancha” en que vivió don Quijote debe entenderse como un pueblecito donde hubo todo el tiempo necesario para madurar una locura sublime.

Un poeta local, que hoy vive en Montevideo empeñado en escribir versos herméticos -tan herméticos que, no siendo posible penetrar en ellos, se ignora si están vacíos o cuál es su contenido- durante el tiempo que habitó entre sus coterráneos, describió a su pueblo con estos versos:

Ocupa de cara al cielo la cruz de dos callejones, como si cuatro cinchones lo estaquiaran contra el suelo.

La cuarteta expresa bien las dos grandezas y servidumbres del pueblo: cielo y tierra.

De ambas recibe el bien y el mal.

No habiendo vencido ni a la una ni al otro, posee rasgos antiguos propios de la milenaria historia humana; en tanto que las urbes modernas, recién surgidas en estos últimos siglos, a base de innúmeros artificios técnicos, no han tenido tiempo todavía de probar su viabilidad.

El pueblecito posee, por constitución, lo que la ciudad busca anhelosamente después de haberlos cegado: espacios libres donde rescatar para sus niños el azul y el verde, los dos colores que apaciguan el alma.

Nuestro país es, en sustancia, todavía, campo y cielo; y un pueblo pequeño de tierra adentro es la atalaya desde donde esta circunstancia se aprecia mejor.

Mi jefe en la oficina, que se pica de conocer el interior, había sentenciado: “Pueblo chico, infierno grande”.

Durante el mes y pico que debía permanecer allá, me alojé como pensionista en casa de una viuda cincuentona que tenía un hijo de diez años.

Se llama Perucho.

El fue mi Virgilio en los diversos círculos de aquel infierno.

No tardé en advertir que Perucho estaba formándose de su país una noción correcta. ¡Y vaya si ello es de peso, habida cuenta de que los más de nuestros males, provienen de que nos gobiernan compatriotas que viven en el balcón capitalino, mirando para afuera!

Perucho pasa gran parte de su vida en “el campito de enfrente”, un baldío de cuatro hectáreas que hay entre el pueblo y uno de los callejones que lo flanquean por el este. No existe lugar en el mundo donde ocurran más eventos. En él pone el pueblo sus lecheras y caballos, se disputan los “amistosos” de fútbol, se corren sortijas, festéjanse con juegos populares el 25 de Agosto y el 18 de Julio, se aventan granos, extienden su manga los avestruceros para revisarla, se instalan campamentos electorales, se alzan circos que traen calesita y representan Juan Moreira, acampan los gitanos, se encierran toros y carneros recién desembarcados, hay domas y carreras.

¡Y todavía esto no agota las posibilidades del campito!

Durante el día todo en él parece público y natural; pero en las noches de verano, lleno de luna, mientras los mayores toman el fresco en las veredas aledañas, el campito impone a los gurises que se juntan en él la emoción de sus pálidos espacios, y al cabo de algunos gritos y carreras se sienten sobrecogidos de solemnidad, se arraciman en un grupo juicioso y aprensivo, y emprenden la dilucidación de algún temeroso asunto.

Después de tratar, por fatal propensión, de lobizones y aparecidos, no queda sino poner las manos en los bolsillos, alejarse con aire descuidado, y silbar lo más fuerte posible, con las sienes atirantadas de pavor.

También se burlan mis amigos cuando les digo que el pueblo es más rico en acontecimientos que la ciudad.

Es que ellos no saben que allá el dato más pequeño que, por otra parte nos llega directamente, engendra una profusa interpretación, en el curso de la cual el ser se enriquece en una suerte de veteranía en el difícil arte de vivir y, aun más de convivir.

En la casa propia el más ínfimo ruido tiene un significado y nos enseña lo que está pasando detrás de las paredes. Lo mismo ocurre en el pueblo de Perucho.

Ese ladrido afónico es el perro de Fulano, que vive atado y se ahorca con el collar. ¿Ese relincho?: el parejero zaino que cuida el compositor Tal, que correrá el próximo domingo en las condiciones por todos conocidas y comentadas. Ese mugir de entrañable ternura: la lechera negra de doña Mengana cuyo ternero nació anteayer. Ese grito en el aire, claro como el de un pájaro: el molino que está desengrasado.

La luz escandalosa que sale a la calle, ante la cual bufan los caballos negándose a pasar: el nuevo farol a nafta del billar de Zutano.

Y esa carcajada en círculos concéntricos, que anega todo el pueblo, pertenece a doña Perenguna, que tiene esa costumbre, mientras se hamaca con el mate de leche en una mano y el pan con grasa en la otra.

Se oye desde el patio interior una bocina y se dice: -Dónde irá Mengano a estas horas?.

Se ausculta desde todas las casas el motor de la usina y se diagnostica:

-Está fallando otra vez; que las velas estén a mano. Trátase de un mundo inteligible y didáctico. , Además, allá el encanto de la Fábula se realiza y los animales integran la sociedad.

El caballo de Aquel, el perro de Este, suelen ser célebres. Se cuenta ocurrencias de la mula del panadero, y las “salidas” de la cotorra de la fonda.

Perucho, en su sabiduría paradisíaca, no traza ninguna insalvable valla entre el hombre y los brutos. De tal cual perro, gato y hasta gallo, él sabe genio y figura, de donde resulta que cada uno es distinto y, por ende, precioso, como debió ser en el Arca de Noé.

Cuenta Barrett que su hijo le preguntaba: “Papá, ¿esa vaca quién es?”.

Perucho no pregunta eso porque él sabe quien es la tal vaca.

Imaginad: ¡Qué privilegio el de vivir la infancia, lapso de extrema receptividad, en un medio donde las impresiones son tan nítidas!

Cada suceso tiene allá el prestigio de lo repentino y de lo inaudito.

Cada actor es un protagonista.

Cada suceso nos involucra.

Un día el pan de la única panadería salió exquisito... porque, en un descuido, se le derramó la grasa de toda una lata en la batea.

Un rayo cayó en la barraca de González y mató al pardo Flores que estaba robando afrecho a favor de la tormenta...

La sirvientita del Juez salió una noche a tirar la yerba del mate y no volvió más nunca...

A la señorita Eduviges, solterona endurecida en la virtud, la besó por error el peón de la fonda que estaba esperando a la cocinera en el oscuro...

Son hitos de la historia, de donde salen los refranes.

Ninguna profusión empaña los perfiles de cada cosa. Una bandera en la escuela es única, inolvidable, y permanecerá por siempre izada. El canto de un gallo, tal cual rebuzno, una fogata, son definitivos y se incorporan en plenitud a la armonía del mundo.

El golpe del herrero sube al cielo tan sorprendente y neto, que a veces una garza sonámbula, que cruza en ese momento sobre el pueblo, brinca en un repentino garabato, como alcanzada por un tiro.

La campana de la capilla, el pito del tren, la columna central de la plaza, el molino, la Cruz Mayor, descuellan íntegros y cabales.

Nada sustrae al firmamento, que toca el suelo al cabo de las calles, parte alguna de su grandeza; y la luna conserva su desnudez y su fuerza mitológica.

Perucho hace los mandados para su madre.

La institución del mandado, impuesta por los mayores, es convertida por el niño en cosa propia, pues él desliza su yo de contrabando, y así enriquece incalculablemente su experiencia.

-¡Perucho!

-Señora.

-Vaya enseguida a buscarme un quilo de arroz.

Muy bien; pero el ir y el venir le pertenecen. Y Perucho se inclina fascinado hacia el vórtice de una pelea de perros; asiste más allá a la somnolienta rebelión de un borracho; se asoma y respira los olores calientes de la panadería; empuja un ford descompuesto; “toca” por detrás la mula “empacada” de un lechero; espera en suspenso que explote el barreno de un pozo; incrusta los dedos, labios y nariz en un tejido y contempla una partida de bochas; hunde la barriga y alza los brazos con el que pica leña; trota junto a la jardinera de un repartidor; chairea con el carnicero; cabalga con el domador; vuela con los pájaros; puede sentir, con los ojos cerrados, que pasa frente al jazminero de las hermanas Gutiérrez, solteronas; frente al zapatero remendón que golpea rítmicamente; frente a lo de López que tiene chiquero; frente a la barraca que huele a cueros; frente a lo del viejo Mello, jubilado, que tiene pajarera y... ¿qué significa, después de todo eso, aquel kilo de arroz que le encargaron? ¿Que de inconcebible que se aparezca dos horas más tarde, con una barra de jabón y medio kilo de azúcar?

Alzando los brazos al cielo gritará su madre;

“¡Pero este muchacho está cada día más bobo!”, en tanto él aparece como realmente atontado, después de haber distendido su alma prodigiosamente, para que en ella cupiese todo lo vario del mundo.

Cuando las hermanas de Perucho todavía eran solteras, había mandados rituales, que surgían de las relaciones entre las familias.

Uno de ellos, como la oración matutina, era lo primero del día: debía realizarse con cierto aire contrito, llamando quedo y preguntando en voz baja: “Cómo había amanecido el enfermo”.

Otros exigían abluciones previas de manos y caras, con incomprensible inclusión especial de las orejas y hasta de pies. Luego debía vestirse la túnica de lino inmaculado -vulgo guardapolvo- y, cumplidas estas purificaciones, había que ensayar la fórmula consagrada:

-A ver cómo vas a decir.

“Buenas tardes, muchos saludos mandan mamá y las muchachas y aquí les envían esta insignificancia que disculpe que no les salió muy bien”.

Durante el recitado la actitud ha de ser litúrgica, con pies juntos, codos hundidos en los flancos y palmas hacia arriba, en perfecta simetría portando la bandeja del obsequio.

Esta suele ser un budín o tal cual compotera, siempre cubierto con el pañito cándido de las ofrendas.

La respuesta era igualmente consabida:

-¡Ah! deciles que está riquísimo que para qué se fueron a molestar.

De regreso había que repetir todo: lo que se dijo y lo que contestaron, pero entonces, por poco que el Ángel de la Guarda se descuidase es posible tentar una perversidad, y a la pregunta: “¿Qué te dijeron?”, uno podía contestar, encogiéndose de hombros:

-Y... nada; que estaba bien, no más.

Desconcierto familiar.

-¿Estás seguro?

-Claro.

-Estarán resentidas por algo...

-Seguro que algún chisme...

De cuantas sirenas salen al paso en el curso de un mandado, la más irresistible habita en la gruta de la herrería.

Sin duda el hombre que maneja el fuego, que doblega el hierro a su voluntad, cuyos músculos relucen de medio cuerpo arriba en la resonante caverna, promueve recóndita veneración, como héroe de una memorable peripecia humana.

Perucho y algún otro que se le reúne, visitan a menudo el antro del demiurgo. Contienden entre sí por tirar del fuelle y aspirar el humo acre de la fragua.

Toda la vida irá con ellos el olor inexpresable de las puntas pastosas, tiernas como yemas, de las barretas partidas que se acoplan a golpes de marrón.

El hierro al rojo blanco tiende a una translucidez que lo idealiza; luego parece entrañarse en un crepúsculo de más en más sombrío, y por fin como si lo agitaran encontradas pasiones, con sus cambiantes livideces relampaguea de matices semejante al irisado cuello de una paloma.

Pero lo que hace a Perucho partícipe del prodigio, es ayudar a poner una llanta de carreta.

Cuando el aro es quitado de un lecho de brasas, hace pensar en órbitas cósmicas, en cuya periferia crepitan furiosas erupciones. La miran con asombro y las canillas desnudas se apartan ante su irradiación; pero cuando las enormes tenazas la encajan sobre la rueda el encantamiento se rompe y cargan sobre ella con latas de agua.

Al contacto del hierro la madera se enciende por arriba y por abajo y una corona de fuego se alza en toda la circunferencia. El agua, apenas echada es rebatida en vapor y las llamas rebrotan milagrosamente.

Cerca está una tina, llena de la misma agua de averno, negra y lustrosa, donde rujen como condenados las hachas y rejas al rojo; y en ires y venires los ayudantes se cruzan corriendo, sin cambiar una sola palabra, afanados en tomo de aquella corola de espontáneos pétalos, que renace como los entes míticos, hasta que la vencen.

Y sólo entonces notan su emoción, el ardor de sus rostros, y contemplan incrédulos el tizne de sus ropas que ha de valerles rezongos y varazos. ¡Pero valía la pena!

A través de las versiones de Perucho, me documenté sobre el carnaval del pueblo.

Su recuerdo era todavía vivo en setiembre.

Para montar el Carro, la Comisión había obtenido el camioncito del panadero, que cada quince días sale a hacer el reparto en las estancias, llevando a Perucho para abrirle las porteras.

El Carro era un dragón con la cola como el diablo y echaba por la boca unas llamaradas de celofán colorado. De acuerdo al pensamiento del secretario de la Comisión, que no perdía jamás la oportunidad de parecer trascendente, el monstruo, al que una niña con gorro frigio mantendría encadenado, representaría el triunfo de la democracia sobre el peligro asiático, que otra vez se asomaba sobre el mundo occidental, etcétera.

Fue muy aplaudido.

Pero no hubo manera de hacerle al dragón los ojos de dragón.

“Háganselos oblicuos”, dictaminó el Secretario; pero los ojos resultaron tristes. ¡El dragón tenía cara de bueno!

Le agregaron escamas verdes y unas garras horribles; pero el dragón permaneció inocente y familiar, con aquellos ojos soñadores, con ingenuidad.

Le pusieron cuernos. Inútil: ahora resultaba una vaca lechera, madre de muchos hijos.

El Secretario propuso entonces abrirle más la boca y ponerle unos cuantos dientes hechos con puntas de guampas; pero el dragón lo tomó a risa... una risa antigua y feliz.

Entonces rodearon sus ojos de pintura negra y los coronaron con unas cejas diabólicas en acento circunflejo. ¡Fue peor! su mirada se hizo más honda, como si viniera del fondo de los siglos, con una dulzura y una bondad melancólica irresistible, realzada por un matiz de irónica sorpresa.

“Sólo le faltaba llorar, señor”, me decía más tarde Perucho.

No se pudo con él. Y con su milenaria filosofía encabezó el “corso” el domingo de noche.

Todo el pueblo, que estaba presente, resultaba empequeñecido por la presencia del dragón. Los gurises se le ponían delante y le hacían “morisquetas” y él, desde lo alto, los miraba como padre.

El lunes, el panadero se presentó a reclamar el camioncito. Se había olvidado de aclarar a la Comisión que él tenía que salir, justamente ese día, a repartir galleta por las estancias.

No se pudo desclavar el dragón y el panadero salió con él.

Perucho contaba:

-Yo fui, como siempre, para abrir las porteras, la perrada de las estancias salía furiosa; los caballos reventaban la rienda y corrían campo afuera desparramando el recado; una tropa de novillos que encontramos en el callejón echó abajo tres cuadras de alambrado y se desbandó; y los troperos nada podían hacer porque los caballos se le paraban de manos. Y a todo esto el dragón se reía, señor. Nos divertimos, bastante.

-Evidentemente -dije yo- ni hombres ni bestias eran de “la estirpe del dragón”.

-¿Qué dijo, señor?

-Nada, Perucho, nada.

En resolución: me voy. A “enterrarme”. Quizá me equivoque; pero me parece haber entrevisto que es desde allá donde, por mí y a través de las versiones de Perucho, podré observar, y acaso entender, a mi país y... a mí mismo.

Nota:

[1] Tomado de Una versión del infierno, Montevideo, D I S A , 1968.

 

Cuento de Eliseo Salvador Porta

De "El Padre y otros cuentos"

Ediciones de la Banda Oriental

Colección Socio Espectacular

Impreso en el Uruguay - 1998
 

Ver, además:

                      Eliseo Salvador Porta en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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